– ¿Cómo lo sabes?
– Es su patrón.
«Así fue con las otras mujeres, -pensó. -Las otras víctimas».
– Puede ser algo de ropa -dijo Moore-. Algo que sólo tú utilices. Una joya. Un peine, un llavero.
– Oh, Dios. -Se inclinó de golpe para abrir completamente el primer cajón del escritorio.
– ¡Doctora Cordell! -dijo Rizzoli-. Le dije que no tocara nada.
Pero Catherine ya había sumergido su mano en el cajón, revolviendo frenéticamente entre los lápices y las lapiceras.
– No está aquí.
– ¿Qué es lo que falta?
– Siempre guardo un juego de llaves extra en mi escritorio.
– ¿Qué llaves tiene en él?
– Una llave del auto. Otra de mi casillero del hospital… -Hizo una pausa, y sintió la garganta repentinamente seca-. Si ha revisado mi casillero durante el día, debe de haber tenido acceso a mi cartera. -Miró a Moore-. Y a las llaves de mi casa.
Los técnicos ya estaban aplicando polvo para huellas digitales cuando Moore volvió al consultorio.
– La pusiste en la cama, ¿verdad? -dijo Rizzoli.
– Dormirá en el cuarto de guardia. No quiero que regrese a su casa hasta que esté segura.
– ¿Vas a cambiar personalmente las cerraduras?
Moore frunció el entrecejo al leer su expresión. No le gustaba lo que veía en ella.
– ¿Tienes algún problema?
– Es una mujer atractiva.
«Sé a dónde apunta esto», pensó liberando un suspiro de cansancio.
– Un poco dañada. Un poco vulnerable -dijo Rizzoli-. ¡Dios!, hace que un tipo quiera ir corriendo a protegerla.
– ¿No es ése nuestro trabajo?
– ¿Y consiste solamente en eso?
– No voy a hablar de este tema -dijo, y salió del consultorio.
Rizzoli lo siguió hasta el corredor como un bulldog pisándole los talones.
– Está en el centro de este caso, Moore. No sabemos si nos está diciendo toda la verdad. Por favor, dime que no te estás enamorando de ella.
– No estoy enamorado.
– No soy ciega.
– ¿Y qué ves exactamente?
– Veo la forma en que la miras. Veo la forma en que ella te mira. Veo a un policía perdiendo objetividad. -Se detuvo-. Un policía que va a salir herido.
De haber levantado el tono de voz, de haberlo dicho con hostilidad, le hubiera respondido de la misma forma. Pero había pronunciado las últimas palabras con calma, y no podía juntar el suficiente despecho como para devolverle el comentario.
– No le diría esto a cualquiera -dijo Rizzoli-. Pero creo que eres un buen tipo. Si fueras Crowe, o cualquier otro imbécil, le diría «seguro, ve a que te arranquen el corazón, me importa una mierda». Pero no quiero ver que eso te suceda a ti.
Se miraron por un momento. Y Moore sintió una punzada de vergüenza al advertir que no podía ignorar las palabras directas de Rizzoli. No importaba lo mucho que admirara su mente ágil, su incesante voluntad de ganar, él siempre se enfocaría primero en su cara más que ordinaria y sus pantalones informes. En algún punto no era mejor que Darren Crowe, no era mejor que los idiotas que metían tampones en su botella de agua. No se merecía su admiración.
Escucharon el sonido de una garganta que se aclaraba, y se volvieron para ver al perito en escenas del crimen parado en la puerta.
– No hay huellas -dijo-. Espolvoreé ambas computadoras. Los teclados, los mouse, las disqueteras. Todo fue limpiado.
Sonó el celular de Rizzoli. Mientras lo abría murmuró:
– ¿Y qué esperábamos? No estamos buscando a un retardado.
– ¿Qué hay de las puertas? -preguntó Moore.
– Hay huellas parciales -dijo el perito-. Pero con todo el movimiento que probablemente entra y sale de aquí -pacientes, empleados-, no lograremos identificar nada.
– Moore -dijo Rizzoli cerrando el celular con un chasquido-. Vamos.
– ¿A dónde?
– A la oficina central. Brody dice que tiene que mostrarnos el milagro de los píxeles.
– Abro el archivo de imagen desde el programa Photoshop -dijo Sean Brody-. El archivo ocupa tres megabytes, lo que nos facilitará muchos detalles. Este tipo no se maneja con fotos borrosas. Mandó una imagen de calidad. Se pueden ver hasta las pestañas de la víctima.
A sus veintitrés años, Brody era el genio cibernético del Departamento de Policía de Boston. Un muchacho de cara pálida que ahora se encorvaba frente a la pantalla de la computadora, la mano prácticamente pegada al mouse. Moore, Rizzoli, Frost y Crowe estaban parados tras él, todos mirando por sobre su hombro al monitor. Brody tenía una risa irritante, igual a la de un chacal, y lanzaba pequeños grititos de entusiasmo mientras manipulaba la imagen en la pantalla.
– Ésta es la foto completa -dijo Brody-. Víctima atada a la cama, ojos abiertos, con poca resistencia al flash a juzgar por sus ojos rojos. Parece que tiene la boca tapada con tela adhesiva. Ahora vean, allí en el rincón izquierdo de la foto aparece el borde de una mesa de luz. Pueden ver un reloj despertador encima de dos libros. Aplico el zoom y… ¿Pueden decirme la hora?
– Dos y veinte -dijo Rizzoli.
– Exacto. Ahora la pregunta es si de la mañana o de la tarde. Vamos al extremo superior de la foto, donde se ve un rincón de la ventana. La cortina está corrida, pero pueden ver un intersticio aquí, donde los bordes de la tela no se juntan. No hay luz filtrándose. Si ese reloj estaba en hora, esta foto fue tomada a las dos y veinte de la mañana.
– Sí, pero, ¿de qué día? -dijo Rizzoli-. Pudo haber sido anoche o el año pasado. Maldición, ni siquiera sabemos si fue el Cirujano el que tomó esta foto.
Brody la miró ofendido.
– Todavía no terminé.
– Está bien, ¿qué más?
– Deslicemos un poco más la imagen. Observen la muñeca derecha de la mujer. Está tapada por la tela adhesiva. ¿Pero ven ese bulto oscuro allí? ¿Qué suponen que es eso? -Apuntó y apretó el botón del mouse. El detalle de la foto apareció amplificado.
– Todavía no nos indica nada -dijo Crowe.
– Vamos a acercarnos más aún. -Volvió a hacer clic con el mouse. El bulto oscuro adoptó una forma reconocible.
– Jesús -dijo Rizzoli-. Parece un caballito. ¡Es el brazalete de fantasía de Elena Ortiz!
Brody la miró con una mueca.
– ¿Soy bueno o no?
– Es él -dijo Rizzoli-. Es el Cirujano.
– Volvamos a la mesa de luz -dijo Moore.
Brody retrocedió a la pantalla completa y movió la flecha hacia el rincón inferior.
– ¿Qué quieres ver?
– Tenemos el reloj que nos indica las dos y veinte. Y luego están esos dos libros bajo el reloj. Vean sus lomos. El libro superior refleja la luz.
– Sí.
– Tiene un forro de plástico que lo protege.
– Sí… -dijo Brody, sin entender del todo a dónde apuntaba Moore.
– Amplía el lomo del libro superior -dijo Moore-. Fíjate si se puede leer el título del libro.
Brody apuntó y le dio un clic.
– Parecen dos palabras -dijo Rizzoli-. Veo la palabra «el».
Brody volvió a ampliar acercando el zoom.
– La segunda palabra comienza con una «g» -dijo Moore-. Y vean esto. -Dio unos golpecitos a la pantalla-. ¿Ven ese cuadradito en la base del lomo?
– ¡Ya sé a dónde quieres llegar! -dijo Rizzoli excitada-. El título. Vamos. Necesitamos el maldito título.
Brody apuntó y marcó un clic más.
Moore miró fijamente la pantalla, a la altura de la segunda palabra del lomo. Luego se volvió rápidamente en busca del teléfono.
– ¿Qué me perdí? -preguntó Crowe.
– El título del libro es El gorrión -dijo Moore, marcando el número de la operadora-. Y ese cuadradito en el lomo, apuesto a que es un número de catálogo.
– Es un libro de biblioteca -dijo Rizzoli.
Una voz apareció en la línea.
– Operadora.
– Habla el detective Moore, del Departamento de Policía de Boston. Necesito un contacto de emergencia con la Biblioteca Pública de Boston.
– Jesuítas en el espacio -dijo Frost desde el asiento de atrás-. De eso trata el libro.
Bajaban por la calle Center, Moore al volante, con las sirenas encendidas. Dos patrulleros iban delante de ellos.
– Mi mujer pertenece a un círculo de lectores, ¿saben? -dijo Frost-. Recuerdo que me habló de El gorrión.
– ¿Así que es ciencia ficción? -preguntó Rizzoli.
– No, es una de esas cosas de religión profunda. ¿Cuál es la naturaleza de Dios? Ese tipo de material.
– Entonces no necesito leerlo -dijo Rizzoli-. Conozco todas las respuestas. Soy católica.
Moore vio la calle que cortaba y dijo:
– Estamos cerca.
La dirección que buscaban era en Jamaica Plain, un barrio al oeste de Boston, situado entre Franklin Park y la zona limítrofe de Brookline. El nombre de la mujer era Nina Peyton. Una semana atrás se había llevado un ejemplar de El gorrión de la sede de Jamaica Plain. De todos los socios del área de Boston que habían sacado ejemplares del libro, Nina Peyton había sido la única en no atender el teléfono a las dos de la mañana.
– Aquí estamos -dijo Moore, mientras el patrullero que tenían delante doblaba por la calle Eliot. Lo siguió una cuadra más y frenó tras él.
Las luces del patrullero lanzaban surrealistas relámpagos azules hacia la noche mientras Moore, Rizzoli y Frost se acercaban a la galería principal de la casa. Una luz mortecina resplandecía dentro.
Moore miró a Frost, que asintió y rodeó la casa hasta la puerta trasera.
Rizzoli golpeó la puerta principal mientras gritaba:
– ¡Policía!
Esperaron unos segundos.
Rizzoli volvió a golpear, esta vez más fuerte.
– Señorita Peyton, es la policía. ¡Abra la puerta!
Se produjo otra pausa de tres segundos. De repente la voz de Frost chilló en sus radios.
– Hay un panel de vidrio roto en esta ventana.
Moore y Rizzoli intercambiaron miradas, y sin decir una palabra tomaron la decisión.
Con la culata de su linterna, Moore rompió el panel de vidrio próximo a la puerta principal, metió el brazo dentro y destrabó el pasador de la puerta. Rizzoli fue la primera en entrar en la casa, moviéndose casi a gatas, el arma trazando un arco. Moore iba tras ella, con la adrenalina al máximo mientras registraba una rápida sucesión de imágenes. Piso de madera. Un ropero abierto. Cocina al frente, living a la derecha. Una sola lámpara brillaba sobre una mesita.
– El dormitorio -dijo Rizzoli.
– Vamos.
Llegaron al pasillo, Rizzoli delante, su cabeza moviéndose a izquierda y derecha mientras pasaban por el baño y un cuarto de huéspedes, ambos vacíos. La puerta al final del pasillo estaba apenas entreabierta; no podían ver más allá, en la oscuridad que había detrás.