Con las manos húmedas sosteniendo el arma y el corazón desbocado, Moore se plantó contra la puerta. Le aplicó una ligera patada con el pie.

El olor de la sangre, caliente y espeso, lo cubrió por completo. Encontró el interruptor de la luz y lo encendió. Antes incluso de que la imagen golpeara sus retinas, supo lo que vería. Sin embargo, no estaba totalmente preparado para el horror.

El abdomen de la mujer estaba completamente abierto. Jirones de visceras sobresalían por la incisión, y colgaban como grotescas guirnaldas a un lado de la cama. La sangre brotaba del cuello abierto y se acumulaba en un charco extenso en el piso.

A Moore le llevó una eternidad procesar lo que estaba viendo. Sólo entonces, mientras registraba todos los detalles, comprendió su significado. La sangre, todavía fresca, continuaba derramándose. La ausencia de rociado arterial en la pared. El charco creciente de sangre oscura, casi negra.

De inmediato cruzó el cuarto hacia el cuerpo, pisando con sus zapatos el centro de la sangre.

– ¡Moore! -gritó Rizzoli-. ¡Estás contaminando la escena!

Apretó sus dedos contra el lado intacto del cuello de la víctima.

El cadáver abrió los ojos.

«Dios santo. Está viva».



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