Ocho
Catherine se incorporó rígidamente en la cama. El corazón le golpeaba el pecho y cada uno de sus nervios estaba electrizado por el temor. Miró en la oscuridad, luchando por aplacar su pánico.
Alguien golpeaba la puerta del cuarto de guardia.
– ¿Doctora Cordell? -Catherine reconoció la voz de una de las enfermeras de emergencias-. ¿Doctora Cordell?
– ¿Sí? -dijo Catherine.
– Tenemos un caso de traumatismo en camino. Pérdida masiva de sangre, heridas en el cuello y el abdomen. Sé que el doctor Ames la cubría esta noche, pero está retrasado. El doctor Kimball podría necesitar su ayuda.
– Dígale que allí estaré. -Catherine encendió el velador y miró el reloj. Eran las tres menos cuarto de la mañana. Había dormido sólo tres horas. El vestido de seda verde seguía doblado sobre la silla. Se veía como algo extraño, de la vida de otra mujer, no de la suya.
El guardapolvos que había utilizado para dormir estaba húmedo de sudor, pero no tenía tiempo para cambiarse. Recogió su pelo enredado en una colita, y se acercó al lavatorio para arrojarse agua fresca en la cara. La mujer que le devolvía la mirada desde el espejo parecía atravesar el estupor que sigue a una explosión. «Concéntrate. Ya es hora de dejar el miedo atrás. Es hora de trabajar». Deslizó sus pies en las zapatillas que había tomado de su casillero del hospital y con un suspiro profundo salió del cuarto de guardia.
– Tiempo estimado de llegada, dos minutos -anunció el empleado de emergencias-. La ambulancia dice que la sistólica bajó a setenta.
– Doctora Cordell, están preparando la sala de Traumatismo Uno.
– ¿A quiénes tenemos en el equipo?
– Al doctor Kimball y dos residentes. Gracias a Dios que estaba aquí. El doctor Ames tuvo un percance con el auto y no puede llegar…
Catherine empujó las puertas de Traumatismo Uno. De un vistazo advirtió que el equipo estaba preparado para lo peor. Tres unidades de lactato de Ringer colgaban de las varas; las sondas intravenosas estaban enrolladas y listas para su aplicación. Un empleado esperaba cerca para llevar las muestras de sangre al laboratorio. Los dos residentes se habían colocado a ambos lados de la mesa, sosteniendo los catéteres intravenosos, y Ken Kimball, el médico de guardia, ya había desgarrado el envoltorio del paquete de laparotomía.
Catherine se colocó el guardapolvos y luego pasó los brazos por las mangas de un delantal esterilizado. Una enfermera le ató el delantal por detrás, y le sostuvo abierto el primer guante. Con cada elemento del uniforme se aplicaba una capa más de autoridad y se sentía más fuerte, más controlada. En esta sala, ella era la salvadora, no la víctima.
– ¿Cuál es la historia del paciente? -le preguntó a Kimball.
– Ataque. Traumatismo en el cuello y el abdomen.
– ¿Disparos?
– No. Heridas de cuchillo.
Catherine se detuvo para colocarse el segundo guante. Se había formado un nudo en su estómago. «Cuello y abdomen. Heridas de cuchillo».
– ¡La ambulancia está llegando! -aulló una enfermera desde la puerta.
– Llegó el momento de la sangre y las tripas -dijo Kimball, mientras salía al encuentro del paciente.
Catherine, ya con su uniforme esterilizado, permaneció en su lugar. De pronto la sala había quedado en silencio. Ni los residentes que custodiaban la mesa, ni la enfermera destinada a pasarle el instrumental a Catherine dijeron una palabra. Estaban atentos a lo que sucedía detrás de la puerta.
Oyeron la voz de Kimball que gritaba: «¡Vamos, vamos, vamos!»
La puerta se abrió con un estrépito, y la camilla se deslizó dentro. Catherine echó una ojeada a las sábanas ensangrentadas, a una mujer de pelo castaño y a la cara oscurecida por la tela adhesiva que sostenía el tubo del respirador en su lugar.
Con un «¡uno, dos, tres!» movieron a la paciente a la mesa.
Kimball quitó la sábana, dejando el pecho de la víctima desnudo.
En el caos de la sala, nadie prestó atención a la profunda inhalación de Catherine. Nadie notó que daba un paso, tambaleante, hacia atrás. Miraba fijamente el cuello de la víctima, donde el aposito estaba saturado de un rojo profundo. Miró el abdomen, donde otro aposito colocado a las apuradas comenzaba a desprenderse, liberando estrías de sangre que bajaban por el flanco desnudo. Aun cuando ya todos habían reaccionado y comenzaban a moverse, conectando las sondas y los electrodos, bombeando aire a los pulmones de la víctima, Catherine permaneció inmovilizada por el horror.
Kimball despegó el aposito abdominal. Unos jirones de intestino sobresalieron y cayeron con un ruido viscoso sobre la mesa.
– ¡Sistólica apenas perceptible en sesenta! Está en taquicardia sinusal.
– No logro meter esta vía intravenosa. Su vena colapsó.
– Busca una subclavia.
– ¿Puede pasarme otro catéter?
– Mierda, todo el campo quirúrgico está contaminado…
– ¿Doctora Cordell? ¿Doctora Cordell?
Todavía algo aturdida, Catherine se volvió hacia la enfermera que acababa de hablar y vio que la mujer la miraba con seriedad tras el barbijo.
– ¿Necesita planchas de laparotomía?
Catherine tragó saliva. Respiró hondo.
– Sí. Planchas de laparotomía. Y catéter de… -Volvió a concentrarse en la paciente. Una mujer joven. La asaltó un confuso recuerdo de otra emergencia, esa noche en Savannah en la que ella misma era la mujer que yacía sobre la mesa.
«No dejaré que mueras. No permitiré que alardee con tu muerte».
Arrebató un puñado de esponjas y un hemostato de la bandeja de instrumental. Ahora estaba concentrada por completo. La profesional había vuelto para controlar la situación. Todos los años de entrenamiento quirúrgico se pusieron en movimiento de manera automática. Dedicó su atención primero a la herida del cuello, y despegó el aposito. Un chorro de sangre negra brotó y salpicó en el piso.
– ¡La carótida! -dijo uno de los residentes.
Catherine aplicó una esponja contra la herida y respiró profundo.
– No, no. Si fuera la carótida ya estaría muerta. -Miró a la enfermera-. Escalpelo.
El instrumento fue depositado sobre su palma. Se detuvo un instante, preparándose para la delicada tarea, y colocó la punta del escalpelo sobre el cuello. Manteniendo la herida presionada, Catherine hizo una incisión veloz en la piel hacia arriba, en dirección a la mandíbula, exponiendo la vena yugular.
– No cortó lo suficientemente profundo como para alcanzar la carótida -dijo-. Pero sí cortó la yugular. Y el extremo se retrajo dentro de este tejido blando. -Dejó a un lado el escalpelo y tomó los fórceps pulgares-. ¿Residente? Necesito que pase la esponja. ¡Con cuidado!
– ¿Va a volver a anastomosar?
– No, sólo voy a atarla. Ha desarrollado un drenaje colateral. Necesito exponer la vena lo suficiente como para poder suturarla. Pinzas vasculares.
El instrumento estuvo al instante en su mano.
Catherine ubicó las pinzas y las cerró sobre la vena expuesta. Luego dejó escapar un suspiro de alivio y miró a Kimball.
– La hemorragia está detenida. La coseré más tarde.
Volvió su atención al abdomen. Kimball y el otro residente ya habían despejado el campo con el catéter de succión y las planchas de laparotomía; la herida estaba completamente expuesta. Con cuidado Catherine removió los jirones de intestinos y miró dentro de la incisión abierta. Lo que vio le produjo una náusea de furia.
Se encontró con la mirada atónita de Kimball del otro lado de la mesa.
– ¿Quién pudo haber hecho esto? -dijo en un susurro-. ¿Con quién carajo estamos peleando?
– Con un monstruo -dijo ella.
– La víctima sigue en el quirófano. Todavía vive. -Rizzoli cerró su celular y miró a Moore y al doctor Zucker-. Ahora tenemos un testigo. Nuestro asesino se está volviendo descuidado.
– No descuidado -dijo Moore-. Apurado. No tuvo tiempo de terminar el trabajo. -Moore estaba de pie junto a la puerta del dormitorio, estudiando la sangre en el piso. Todavía estaba fresca, todavía brillaba. «No tuvo tiempo de secarse. El Cirujano acaba de pasar por aquí».
– La foto fue enviada por correo electrónico a Cordell a las siete y cuarto de la tarde -dijo Rizzoli-. El reloj en la fotografía indicaba las dos y veinte. -Apuntó al reloj sobre la mesa de luz-. Está en hora. Lo que significa que debe de haber tomado la foto anoche. Mantuvo viva a la víctima, en esta casa, por más de veinticuatro horas.
«Prolongando el placer».
– Se está volviendo arrogante -dijo el doctor Zucker, y su voz traicionó una perturbadora nota de admiración. El reconocimiento de que allí había un oponente digno de él-. No sólo mantiene viva a la víctima durante todo un día, sino que la deja aquí por un tiempo para enviar un correo electrónico. Nuestro muchacho está jugando a juegos de mente con nosotros.
– O con Catherine Cordell -dijo Moore.
La cartera de la víctima descansaba encima de la cómoda. Con las manos enguantadas, Moore revisó su contenido.
– Billetera con treinta y cuatro dólares. Dos tarjetas de crédito. Carta triple A. Identificación laboral de Suministros Científicos Lawrence, departamento de ventas. Licencia de conducir, Nina Peyton, veintinueve años de edad, un metro sesenta y cuatro, cincuenta y nueve kilos. -Dio vuelta la tarjeta-. Es donante de órganos.
– Creo que acaba de hacerlo -dijo Rizzoli.
Abrió el cierre del bolsillo interno.
– Hay una agenda.
Rizzoli volvió la cara con interés.
– ¿Sí?
Abrió el cuaderno en el mes en curso. Estaba en blanco. Pasó las páginas hacia atrás, hasta que encontró una anotación escrita cerca de ocho semanas atrás: pagar alquiler. Pasó un par de páginas más y encontró diversas anotaciones: Cumpleaños de Sid. Tintorería. Concierto a las 8:00. Reunión de personal. Todos los pequeños detalles mundanos que constituían una vida.
¿Por qué las anotaciones se habían detenido súbitamente ocho semanas atrás? Pensó en la mujer que había escrito esas palabras, imprimiéndolas nítidamente con tinta azul. Una mujer que probablemente esperaba con ansiedad llegar a la página de diciembre y que se imaginaba la Navidad y la nieve con todas las razones para creer que estaría viva para verlo.
Cerró el cuaderno, y de pronto lo embargó una tristeza tan grande que por un momento no pudo hablar.
– No hay nada más entre las sábanas -dijo Frost encorvado sobre la cama-. No hay hilos quirúrgicos ni instrumental ni nada.