– Para un tipo que supuestamente estaba apurado por largarse -dijo Rizzoli- hizo un muy buen trabajo de limpieza. Y miren. Tuvo tiempo para doblar el camisón. -Apuntó a un camisón de algodón pulcramente doblado sobre una silla-. Esto no concuerda con su supuesto apuro.

– Pero dejó a su víctima viva -dijo Moore-. El peor error de todos.

– Hay algo que no cierra, Moore. Dobla el camisón, recoge todas sus cosas. ¿Y luego es tan descuidado como para dejar una testigo? Es demasiado astuto como para cometer un error de esa clase.

– Hasta el más astuto puede arruinarlo todo -dijo Zucker-. Ted Bundy fue descuidado al final.

Moore miró a Frost.

– ¿Tú llamaste a la víctima?

– Sí. Cuando revisábamos esa lista de números telefónicos que nos dio la biblioteca. Llamé a esta casa cerca de las dos, dos y cuarto. Me atendió un contestador. No dejé mensaje.

Moore miró alrededor del cuarto, pero no vio ningún contestador. Caminó hasta el living y ubicó el teléfono sobre una mesa. Tenía un identificador de llamadas, y el botón de la memoria estaba manchado de sangre. Utilizó la punta de un lápiz para apretar el botón, y el número del teléfono de la última llamada apareció en la pantalla digital: Departamento de Policía de Boston. 2:14 A.M.

– ¿Será eso lo que lo asustó? -preguntó Zucker, que lo había seguido hasta el living.

– Estaba aquí cuando Frost llamó. Hay sangre en el botón del identificador.

– Entonces el teléfono sonó. Y nuestro asesino no había terminado. Nohabía colmado su satisfacción. Pero el teléfono que sonó en medio de la noche debe de haberlo sacudido. Vino hasta aquí, al living, y vio el número en el identificador de llamadas. Vio que era la policía tratando de localizar a la víctima. -Zucker hizo una pausa-. ¿Qué harías tú en su lugar?

– Saldría de aquí.

Zucker asintió, y una sonrisa se dibujó en sus labios.

«Todo esto es un juego para ti», pensó Moore. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle, que ahora se iluminaba con un brillante caleidoscopio de relampagueantes luces azules. Media docena de patrulleros estaban estacionados frente a la casa. La prensa estaba allí también; podía ver las camionetas de la televisión local instalando sus conexiones satelitales.

– No llegó a disfrutarlo -dijo Zucker.

– Completó la extirpación.

– No, eso es sólo el recuerdo. Un pequeño recordatorio de su visita. No vino aquí sólo para llevarse un órgano. Vino en busca del estremecimiento total: sentir cómo se va agotando la vida de una mujer. Pero esta vez no lo consiguió. Fue interrumpido, distraído por el miedo de que la policía llegase. No se quedó lo suficiente para ver morir a su víctima. -Zucker hizo una pausa-. La próxima será muy pronto. Nuestro asesino está frustrado, y la tensión se le volverá insoportable. Lo que significa que ya está un busca de una nueva víctima.

– O tal vez ya la eligió -dijo Moore. Y pensó: «Catherine Cordell».

Las primeras franjas de claridad encendían el cielo. Moore no dormía desde hacía cerca de veinticuatro horas, había estado ocupado casi toda la noche, funcionando sólo con café. No obstante, cuando miró el cielo no fue cansancio lo que sintió, sino una agitación renovada. Había alguna conexión entre Catherine y el Cirujano, una conexión que se le escapaba. Algún trazo invisible que la ataba a ese monstruo.

– Moore.

Se volvió hacia Rizzoli, y captó en el acto la ansiedad de su mirada.

– Acaban de llamar de Crímenes Sexuales -dijo-. Nuestra víctima es una dama muy desafortunada.

– ¿Qué quieres decir?

– Hace dos meses, Nina Peyton fue atacada sexualmente.

La noticia lo aturdió. Pensó en las páginas en blanco en la agenda de la víctima. Las anotaciones se habían interrumpido hacía ocho semanas. Era allí donde la vida de Nina Peyton había pegado una brusca frenada.

– ¿Hay alguna clase de informe para consultar? -dijo Zucker.

– No sólo un informe -dijo Rizzoli-. Se recogieron muestras.

– ¿Dos víctimas de violación? -dijo Zucker-. ¿Puede ser tan fácil?

– ¿Crees que es el violador el que vuelve para matarlas?

– Tiene que haber algo más que una posibilidad azarosa. El diez por ciento de los violadores seriales se comunica con sus víctimas. Es la manera que tiene el sujeto de prolongar el tormento. La obsesión.

– La violación como preludio del asesinato. -Rizzoli lanzó un chasquido de disgusto-. Maravilloso.

Una nueva idea se le ocurrió a Moore.

– Dijiste que hay muestras de la violación. ¿Se hizo un examen vaginal?

– Sí. Falta el ADN.

– ¿Quién recogió esas muestras? ¿Fue a una sala de emergencias? -Estaba casi seguro de que le contestaría: «Hospital Pilgrim».

Pero Rizzoli negó con la cabeza.

– No fue a emergencias. Se dirigió a la Clínica para Mujeres Forrest Hill. Queda al final de la ruta.

Sobre la pared de la sala de espera de la clínica, un póster en colores de los genitales femeninos se desplegaba por encima de las palabras: «Mujer. Fascinante belleza». Aunque Moore estaba de acuerdo en que la mujer era una maravillosa creación de la naturaleza, se sentía como un sucio voyeur mientras observaba ese diagrama tan explícito. Notó que varias mujeres en la sala de espera lo miraban como las gacelas miran a un depredador en su entorno. El hecho de que lo acompañara Rizzoli no parecía alterar el factor de que se trataba de un varón intruso.

Sintió alivio cuando la recepcionista finalmente dijo:

– Los atenderá ahora, detectives. Es la última puerta a la derecha.

Rizzoli encabezó la marcha por el pasillo, dejando atrás pósters como «Los diez indicios de que tu compañero es abusivo» o «¿Cómo sé si es violación?». Con cada paso sentía que una mancha de culpabilidad masculina se le adhería como grasa a la ropa. Rizzoli no sentía nada de eso; estaba en un terreno familiar. El territorio de las mujeres. Golpeó una puerta con el cartel: «Sarah Daly, enfermera practicante».

– Adelante.

La mujer que se puso de pie para saludarlos era joven y de aspecto moderno. Bajo su uniforme blanco llevaba unos pantalones y una camiseta negra, y su corte varonil ponía de relieve sus ojos de muchacho y los elegantes pómulos. Pero lo que Moore no pudo dejar de mirar fue el pequeño arito de oro en su narina izquierda. Durante casi toda la entrevista sintió que le hablaba a ese aro.

– Revisé su planilla médica después de que me llamaron -dijo Sarah-. Sé que se llenó un formulario policial.

– Lo leímos -dijo Rizzoli.

– ¿Y por qué razón han venido aquí?

– Nina Peyton fue atacada anoche, en su domicilio. Ahora está en condiciones críticas.

La primera reacción de la mujer fue de consternación. Luego fue de ira. Moore lo notó por la forma en que elevó la barbilla y se le encendieron los ojos.

– ¿Fue él?

– ¿Él?

– ¿El hombre que la violó?

– Es una posibilidad que estamos considerando -dijo Rizzoli-. Por desgracia, la víctima está en coma y no puede hablarnos.

– No la llame víctima. Tiene un nombre.

La barbilla de Rizzoli se puso a la par de la suya, y Moore supo que se había ofendido. No era la mejor forma de comenzar una entrevista.

– Señorita Daly -dijo-, éste fue un crimen increíblemente brutal, y necesitamos…

– Nada es increíble -retrucó Sarah-. No cuando hablamos de lo que los hombres hacen a las mujeres-. Tomó una carpeta de su escritorio y se la alcanzó. -Su informe médico. A la mañana siguiente de la violación vino a esta clínica. Yo fui quien la atendió ese día.

– ¿Fue también usted la que le hizo el examen?

– Hice todo. La entrevista, el examen pélvico. Realicé el análisis vaginal y confirmé que había esperma bajo el microscopio. Peiné el vello púbico, recogí muestras de uñas para el análisis de violación. Le di la pildora del día después.

– ¿No acudió a emergencias para más exámenes?

– Cualquier víctima de violación que atraviesa estas puertas es sometida aquí a todos los exámenes por una sola persona. Lo último que necesita es un desfile de caras distintas. De modo que extraigo sangre y la envío al laboratorio. Hago las llamadas necesarias a la policía si la víctima así lo desea.

Moore abrió la carpeta y vio la hoja de datos de la paciente. La fecha de nacimiento de Nina Peyton, su dirección, número de teléfono y empleador figuraban allí. Pasó a la página siguiente, escrita con una letra apretada y pequeña. La fecha de la primera entrada era del diecisiete de mayo.

Queja principal: ataque sexual.

Historia de la enfermedad actual: mujer blanca de veintinueve años, cree que fue sexualmente atacada. La noche anterior tomaba tragos en el Gramercy Pub, se sintió mareada y recuerda haber caminado hasta el baño. No tiene registro de lo que sucedió más tarde…

– Despertó en su casa, sobre su propia cama -dijo Sarah-. No recordaba cómo llegó allí. No recordaba haberse desnudado. Por cierto no recordaba haber rasgado su blusa. Pero allí estaba, desnuda. Sintió algo tirante en la piel de los muslos que consideró semen seco. Tenía un ojo hinchado, y moretones en ambas muñecas. Pronto imaginó lo que había sucedido. Y tuvo la misma reacción que otras víctimas de violación. Pensó: «Es culpa mía. No debería haber sido tan descuidada». Pero es así como funciona con las mujeres. -Miró a Moore a los ojos-. Nos culpamos por todo, incluso cuando es el hombre el que nos viola.

Ante tamaña furia, no había nada que pudiera agregar. Miró la carpeta y leyó el examen físico.

La paciente está desarreglada, abstraída, y habla en un tono monocorde. No vino acompañada, y caminó hasta la clínica desde su casa…

– Seguía hablando de las llaves de su auto -dijo Sarah-. Fue golpeada, un ojo estaba cerrado por la hinchazón, y en lo único que podía concentrarse era en que había perdido las llaves del auto y que necesitaba encontrarlas porque no podría ir a su trabajo. Me tomó algo de tiempo sacarla de ese pensamiento encinar y hacer que me hablara. Se trataba de una mujer a la que nunca le había sucedido nada malo. Era educada, independiente. Una representante de ventas para Suministros Científicos Lawrence. Trata con gente todos los días. Y aquí estaba, prácticamente paralizada. Obsesionada con las estúpidas llaves de su auto. Finalmente abrió la cartera y las buscó en todos los bolsillos, y las llaves estaban ahí. Sólo entonces pudo prestarme atención, y contarme lo que le había sucedido.


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