– Por donde ahora tenemos los pies pasaba el primer meridiano de Cádiz -explicó Tánger-. No se situó aquí de modo oficial más que durante veinte años a partir de 1776, antes de desplazarlo a San Fernando; pero, desde mediados de siglo, en las cartas de navegación españolas sustituía oficiosamente al meridiano tradicional de la isla de Hierro, que los franceses ya habían cambiado por París y los ingleses por Greenwich… Eso significa que, si la longitud que aquella mañana establecieron a bordo del “Dei Gloria” se refería a este lugar, el bergantín se hundió a cuatro grados y cincuenta y un minutos de donde nos encontramos ahora. Si aplicamos las correcciones de las tablas de Perona, exactamente a cinco grados y doce minutos, longitud este.
– Trescientas doce millas -dijo Coy.
– Eso es.
Dieron unos pasos, internándose bajo el arco. Una farola con el cristal roto derramaba luz amarillenta sobre una ventana enrejada. Al otro lado, a cielo abierto, Coy pudo distinguir muñones de columnas y más ruinas. Todo tenía aspecto de desolación y abandono.
– Fue Jorge Juan quien fundó aquí el primer observatorio astronómico -dijo ella-. En un torreón hoy desaparecido que estaba ahí, en la esquina que ocupa ese colegio…
Había hablado en voz baja, como si el lugar la intimidara. O tal vez era la oscuridad apenas atenuada por la maltrecha farola.
– Este arco -prosiguió- es cuanto queda del viejo castillo. Lo construyeron sobre el recinto de un antiguo anfiteatro romano, y albergaba la Compañía de Guardiamarinas… Sus profesores y los encargados del observatorio eran marinos ilustrados, hombres de ciencia: Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían publicado sus trabajos sobre la medición de un grado de meridiano en el Ecuador, Mazarredo era un excelente táctico naval, Malaspina estaba a punto de realizar su famoso viaje, Tofiño se disponía a levantar el atlas hidrográfico definitivo de las costas españolas -giró sobre sí misma, atenta a su alrededor, y la voz sonó entristecida-… Todo acabó en Trafalgar.
Se internaron un poco en el callejón. Había ropa blanca tendida arriba, entre los balcones, como sudarios inmóviles en la noche.
– Pero en 1767 -prosiguió Tánger- este lugar significaba
algo. Por aquel tiempo cerraron el colegio de navegación que tenían los jesuitas, y la biblioteca náutica del observatorio se enriqueció con sus libros y con otros comprados en París y Londres.
– Los libros de esta mañana -dijo Coy.
– Ésos. Los viste allí, en sus vitrinas. Tratados de navegación, astronomía y viajes. Libros magníficos que todavía esconden secretos.
Sus sombras se tocaban en la pared, entre los ladrillos desnudos y las viejas piedras. Una gota de agua de una sábana tendida cayó en la cara de Coy. Alzó el rostro y vio una estrella solitaria brillando intensamente en el rectángulo negro azulado del cielo. Por la hora y la posición calculó que podía tratarse de Régulus, las garras delanteras del León, que en esa época del año ya debía de haber cruzado el eje norte-sur.
– El castillo -seguía contando Tánger- estuvo ocupado por los guardiamarinas hasta que se trasladaron a la isla de León, hay San Fernando; pero el observatorio siguió en este lugar unos años más, hasta 1798. Entonces el meridiano de Cádiz dejó de pasar por aquí, desplazándose veinte kilómetros al este.
Coy tocó una pared. El yeso se deshizo entre sus dedos.
– ¿Qué pasó con el castillo?
– Se convirtió en cuartel, y luego en cárcel. Por fin lo demolieron, y de él sólo quedan un par de viejos muros y un arco… Este arco.
Habían vuelto sobre sus pasos y contemplaban de nuevo la bóveda oscura y baja.
– ¿Qué es lo que buscas? -dijo él.
Oyó su risa suave, muy queda, entre las sombras que le velaban la cara.
– Ya lo sabes. El “Dei Gloria”.
– No me refiero a eso. Ni tampoco a tesoros ni cosas así… Lo que pregunto es qué buscas tú.
Aguardó la respuesta, pero no se produjo. Ella callaba, inmóvil. Al otro lado del arco, los faros de un automóvil iluminaron un trecho de la calle antes de alejarse de nuevo. El resplandor recortó un momento su perfil en la pared sombría.
– Tú sabes lo que busco -dijo por fin.
– Yo no sé nada -suspiró él.
– Sabes. Te he visto mirar mi casa. Te he visto mirarme a mí.
– No juegas limpio.
– ¿Y quién lo hace?
Se había movido como si fuese a alejarse bruscamente; pero al fin se mantuvo quieta. Estaba a un paso, y casi podía sentir la tibieza de su piel.
– Hay una vieja adivinanza -añadió ella tras un silencio-…
¿Eres bueno descifrando adivinanzas, Coy?
– No mucho.
– Yo sí lo soy. Y ésta es una de mis favoritas… Hay una isla. Un lugar habitado sólo por dos clases de personas: caballeros y escuderos. Los escuderos mienten y traicionan siempre, y los caballeros nunca… ¿Comprendes la situación?
– Claro. Caballeros y escuderos. Lo entiendo.
– Bien. Pues un habitante de esa isla le dice a otro: “te mentiré y te traicionaré”… ¿Comprendes? Te mentiré y te traicionaré. Y la pregunta es si quien habla es caballero o escudero… ¿Tú qué opinas?
Se tocó la nariz, perplejo.
– No sé. Tendría que pensarlo despacio.
– Claro -ella lo observaba con fijeza-. Piénsalo.
Seguía muy cerca. Coy sintió hormiguear la punta de sus dedos. La voz le sonaba ronca:
– ¿Qué quieres de mí?
– Que respondas a la adivinanza.
– No hablo de eso.
Tánger ladeó un poco la cabeza. Encogía los hombros.
– Quiero ayuda -apartó la vista-. No puedo hacerlo sola.
– Hay otros hombres en el mundo.
– Quizás -hizo una larga pausa-. Pero tú posees ciertas virtudes.
– ¿Virtudes? -la palabra lo desconcertaba. Intentó responder algo, mas encontró su mente en blanco-. Creo que…
Se quedó en eso, la boca entreabierta, frunciendo el ceño en las sombras. Entonces Tánger habló de nuevo:
– No eres peor que la mayor parte de los hombres que conozco.
Y tras una corta pausa añadió:
– … Y eres mejor que algunos de ellos.
No es ésta la conversación, pensó él, irritado. No era ésa la conversación que deseaba mantener en aquel momento. No lo era en absoluto; y en realidad, decidió, no quería mantener conversación alguna. Era mejor estar callado junto a ella, adivinando la tibieza de su carne moteada. Era mejor resguardarse a sotavento de los silencios; aunque ése, el del silencio, fuese un lenguaje que Tánger dominaba mucho más que él. Un lenguaje que ella hablaba desde hacía miles de años.
Se volvió, comprobando que lo observaba. Había dos reflejos azul marino en mitad de su rostro, bajo la mancha clara del cabello.
– ¿Y qué es lo que quieres tú, Coy?
– Tal vez te quiera a ti.
Sobrevino un largo silencio, y él descubrió que resultaba más fácil decirlo así, en aquella penumbra que velaba las caras y parecía que también velase las voces. Resultaba tan fácil que había escuchado sus propias palabras antes de pensar siquiera en pronunciarlas, y no sintió después más que un leve desconcierto de sí mismo. Un ligero rubor que sin duda Tánger no veía.
– Eres demasiado previsible -susurró ella.
Dijo aquello sin retroceder, firme incluso cuando lo vio moverse un poco hacia adelante y alzar despacio una mano hasta su rostro. Y luego pronunció su nombre igual que una advertencia; como una crucecita o una mota azul sobre el blanco de una carta náutica. Coy, dijo. Y luego repitió: Coy. Pero éste movió suavemente la cabeza, a un lado y otro, de un modo muy lento y muy triste.
– Iré contigo hasta el final -dijo él.
– Lo sé.
En ese momento, a punto ya de rozarle el cabello, miró por encima del hombro de ella, y se detuvo. Una silueta menuda y vagamente familiar se recortaba bajo el arco, al extremo del callejón. Estaba allí de pie, tranquila, esperando. Entonces los faros de otro automóvil iluminaron fugazmente la calle, la sombra osciló bajo el arco de pared a pared, y Coy reconoció sin dificultad al enano melancólico.