Alatriste le dirigió una sonrisa torcida, sin rastro de humor.
– Me limité a aceptar el trabajo que tú me recomendaste.
– ¡Pues maldita sea la hora y maldita sea mi estampa! -Saldaña emitió un largo y rudo suspiro-… Voto a Dios que quienes te emplearon no parecen satisfechos con la ejecución del negocio.
– Es que era demasiado sucio, Martín.
– ¿Sucio?… ¿Y qué importa eso? No recuerdo haber hecho un trabajo limpio en los últimos treinta años. Ni creo que tú tampoco.
– Era sucio hasta para nosotros.
– No sigas -Saldaña levantaba las manos, alejando la tentación de averiguar más-. No quiero saber nada de nada. En estos tiempos, saber de más es peor que saber de menos… -miró de nuevo a Alatriste, incómodo y decidido al mismo tiempo- ¿Vas a venir por las buenas, o no?
– ¿Cuáles son mis naipes?
Saldaña lo consideró mentalmente. Hacerlo no le llevó mucho tiempo.
– Bueno -concluyó-. Puedo demorarme aquí mientras pruebas suerte con la gente que tengo ahí afuera… No tienen muy buen puño, pero son seis; y dudo que ni tan siquiera tú llegues a la calle sin, al menos, un par de buenas cuchilladas en el cuerpo y algún pistoletazo.
– ¿Y el trayecto?
– En coche cerrado, así que olvídalo. Tenías que haberte largado antes de que viniéramos, hombre. Has tenido tiempo de sobra para hacerlo -la mirada que Saldaña le dirigió al capitán estaba cargada de reproches-… ¡Que se condene mi alma si esperaba encontrarte aquí!
– ¿Dónde vas a llevarme?
– No te lo puedo decir. En realidad he dicho mucho más de lo que debo -yo seguía en la puerta del otro cuarto, muy callado y quieto, y el teniente de alguaciles reparó en mí por segunda vez-… ¿Quieres que me ocupe del muchacho?
– No, déjalo -Alatriste ni me miró, absorto en sus reflexiones-. Ya lo hará la Lebrijana.
– Como quieras. ¿Vas a venir?
– Dime dónde vamos, Martín.
Movió el otro la cabeza, hosco.
– Ya te he dicho que no puedo.
– No es a la cárcel de Corte, ¿verdad?
El silencio de Saldaña fue elocuente. Entonces vi dibujarse en la cara del capitán Alatriste aquella mueca que a menudo le hacía las veces de sonrisa.
– ¿Tienes que matarme? -preguntó, sereno.
Saldaña volvió a negar con la cabeza.
– No. Te doy mi palabra de que las órdenes son llevarte vivo si no te resistes. Otra cosa es que después te dejen salir de donde yo te lleve… Pero entonces habrás dejado de ser asunto mío.
– Si no les importara el revuelo, me habrían despachado aquí mismo -Alatriste se deslizó un dedo índice por delante del cuello, imitando el movimiento de un cuchillo-. Te mandan porque quieren sigilo oficial… Detenido, interrogado, dicen que puesto en libertad después, etcétera. Y en el entretanto, vayan vuestras mercedes a saber.
Sin rodeos, Saldaña se mostró de acuerdo.
– Eso creo yo -dijo, ecuánime-. Me extraña que no medien acusaciones, que verdaderas o falsas son lo más fácil de preparar en este mundo. Quizá temen que hables en público… En realidad, mis órdenes me prohíben cambiar una sola palabra contigo. Tampoco quieren que registre tu nombre en el libro de detenidos… ¡Cuerpo de Dios!
– Déjame llevar un arma, Martín.
El teniente de alguaciles miró a Alatriste, boquiabierto.
– Ni hablar -dijo, tras una larga pausa.
Con gesto deliberadamente lento, el capitán había sacado la cuchilla de matarife y se la mostraba.
– Sólo ésta.
– Estás loco. ¿Me tomas por un imbécil?
Alatriste hizo un gesto negativo.
– Quieren asesinarme -dijo, con sencillez-. Eso no es grave en este oficio; ocurre tarde o temprano. Pero no me gusta poner las cosas fáciles -de nuevo afloró la mueca parecida a una sonrisa--. Te juro que no la usaré contra ti.
Saldaña se rascó la barba de soldado viejo. El tajo que ésta le tapaba, y que le iba desde la boca a la oreja derecha, se lo habían hecho los holandeses en el asedio de Ostende, cuando el asalto a los reductos del Caballo y de la Cortina. Entre sus compañeros de aquella jornada, y de algunas más, se contaba Diego Alatriste.
– Ni contra ninguno de mis hombres -dijo Saldaña, al cabo.
– Jurado.
Todavía dudó un poco el teniente de alguaciles. Al cabo se volvió de espaldas, blasfemando entre dientes, mientras el capitán escondía la cuchilla de matarife en la caña de una bota.
– Maldita sea, Diego -dijo Saldaña, por fin-. Vámonos de una condenada vez.
Se fueron sin más conversación. El capitán no quiso llevar capa, por verse más desembarazado, y Martín Saldaña estuvo de acuerdo. También le permitió ponerse el coleto de piel de búfalo sobre el jubón. «Te abrigará del frío», había dicho el veterano teniente disimulando una sonrisa. En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con Caridad la Lebrijana. Apenas bajaron la escalera, sin pensarlo dos veces cogí las pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo con la capa, me lo puse bajo el brazo y corrí tras ellos.
Apenas quedaba día en el cielo de Madrid; si acaso alguna claridad recortando tejados y campanarios hacia la ribera del Manzanares y el Alcázar Real. Y así, entre dos luces, con las sombras adueñándose poco a poco de las calles, anduve siguiendo de lejos el carruaje, cerrado y con tiro de cuatro mulas, donde Martín Saldañia y sus corchetes se llevaban al capitán. Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba tranquilizador en absoluto.
Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. Los estuve observando, jadeante, escondido junto al guardacantón de una esquina con mi atado bajo el brazo. De ese modo vi bajar a Alatriste, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de allí. Aquello me inquietó, pues ignoraba quién más podía estar dentro. Acercarme era excusado, pues corría riesgo cierto de que me atraparan. Así que, lleno de angustia pero paciente como -según le había oído alguna vez al mismo Alatriste- debía serlo todo hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi padre.