Las cejas de ella se alzaron de golpe.

– ¿Cómo es posible que seas responsable de controlar a animales salvajes?

– Basta con decir que puedo y lo hago. -dijo él tensamente, descartando el tema.

Los dientes de Isabella se apretaron en protesta. ¿Iba a tener que acostumbrarse que ser sumariamente ignorada? En su casa había hecho casi lo que había quería, tomando parte en acaloradas discusiones, incluso en las políticas. Ahora su vida había cambiado no una vez, sino dos, al antojo del mismo hombre. Habría sido mucho más fácil si él no le hubiera resultado tan atractivo. Bajo sus largas pestañas, sus ojos llamearon hacia él, una llamarada de temperamento que luchó por controlar.

– No está usted empezando muy bien, Signor DeMarco, si su intención es cambiar mi opinión sobre usted.

Él la miró sobresaltado por un momento, como si nadie hubiera expresado su desagrado antes. El Capitán Bartolmei, que montaba cerca de su don, giró la cabeza, pero no antes de que Nicolai captara la súbita sonrisa. Sergio, al otro lado, sufrió en un ataque de tos. El don balanceó la cabeza en dirección a los soldados, y el risueño sonido cesó inmediatamente. Nicolai apretó los brazos alrededor de Isabella.

Isabella iba a la deriva, a salvo y segura en la calidez de los brazos del don. Pero era consciente de la tensión entre los tres hombres. En realidad, era más que los tres hombres. Se extendía por las columnas de hombres, como si estuvieran todos esperando que ocurriera algo. Isabella cerró los ojos y permitió a su cabeza encontrar un nicho sobre el pecho de Don DeMarco. No quería ver u oír nada más. Se echó la capa sobre la cabeza.

La sensación de temor persistió de todos modos. Crecía a cada paso que daban los caballos. No era una sensación de maldad, sino más bien de anticipación, de espectación. Parecía que cada uno de los jinetes sabía algo que ella no. Con un suspiro de resignación se echó la capucha hacia atrás y miró al don.

– ¿Qué es? ¿Qué va mal? -Él parecía más distante que nunca. Isabella contuvo el temperamento que siempre conseguía meterla en problemas. Don DeMarco era el que tomaba todas las decisiones. Si ya estaba lamentando su pequeño antojo de regresarla al palazzo, ese no era su problema, y podía parecer tan sombrío como quisiera pero ella no iba a sentirse culpable.

Nicolai no le respondió. Isabella estudió su cara y comprendió que él estaba completamente concentrado en algo más. Notó que el capitán y Sergio montaban cerca de su don, protectoramene. Volvió la atención a las manos de él, tan firmes sobre las riendas mientras guiaba al caballo a través de la nieve. Isabella se sentó erguida. Don DeMarco no estaba guiando al caballo. Sergio y el capitán lo estaban haciendo con sus propias monturas. La atención total del don estaba profundamente centrada dentro de sí mismo, y no parecía ser completamente consciente de nada de lo que le rodeaba. Ni siquiera de Isabella.

La expresión de él captó su interés. Estaba luchando internamente… lo sentía… aunque su cara era una máscara de indiferencia. Isabella sabía cosas. Siempre las había sabido, y ahora mismo era muy consciente de que Nicolai DeMarco estaba luchando una terrible batalla.

Ella sabía que los leones estaban todavía paseando junto a las dos columnas de jinetes, mucho más lejos que antes pero todavía allí. ¿Estaba el don controlando su comportamiento de algún modo? ¿Realmente tenía semejante habilidad? La idea era aterradora. Nadie en el mundo exterior aceptaría nunca tal hecho. Sería condenado y sentenciado a muerte. Los rumores eran una cosa… a la gente le encantaba chismorrear, adoraba ser deliciosamente asustada… pero sería algo completamente diferente que Don DeMarco pudiera realmente controlar un ejército de bestias.

Isabella fue consciente del caballo bajo ellos. Donde antes el animal había sido firme, se estaba ahora poniendo progresivamente nervioso, danzando, tirando de la cabeza. La capa que la envolvía en su calidez parecía casi haber vuelto a la vida, haciendo que ella oliera al león salvaje, que sintiera el roce de la melena contra su mejilla.

Don DeMarco refrenó a su montura, deteniendo a las columnas de jinetes. Ella pudo sentir el cambio en su respiración, el aire moviéndose a través de sus pulmones en una ráfaga, su aliento cálido en la nuca. Entonces el capitan señaló a las dos columnas de jinetes que continuaran avanzando hacia el palazzo. La tormenta amortiguó efectivamente los sonidos de caballos y jinetes mientras desaparecían en el mundo blanco y arremolinante.

Nicolai tocó el pelo de Isabella, su mano pesada y grande le recorrió la cabeza y espalda. El roce fue increíblemente sensual, e Isabella se estremeció. Él se inclinó contra ella colocando su boca cerca del oído.

– Lamento no poder escoltarte de vuelta al palazzo, pero Rolando se ocupará de que llegues a salvo. Yo tengo otros deberes apremiantes-. Esa peculiar nota gruñona retumbó profundamente en su garganta, sensual y aterradora al mismo tiempo. Fácilmente, fluídamente, él se bajó del caballo, con una mano demorándose en el tobillo de ella.

El aliento de Isabella quedó atascado en su garganta. Ella llevaba botas, pero sintió ese toque íntimo directamente a través de su cuerpo.

– Hay leones, Signor DeMarco. Los siento alrededor de nosotros. No puede quedarse aquí a pie. -señaló ansiosamente-. Nada puede ser tan importante.

– El Capitán Bartolmei se ocupará de que vuelvas al castello. Sarina está esperándote, y se asegurará de que estés bien cuidada en mi ausencia. Volveré tan pronto como sea posible.- El viento soplaba con fuerza. El pelo del don flameaba en su cara, espeso y peludo, dorado en su coronilla, oscurecido casi hasta el negro cuando caía por su espalda-. Isabella, quédate cerca del capitán hasta que estés a salvo dentro de las paredes de mi hogar. Y escucha a Sarina. Ella solo quiere protegerte.

– Don DeMarco -interrumpió el Capitán-, debe apresurarse.

Todos los caballos estaban resoplando y danzando nerviosamente. La montura de Isabella estaba girando los ojos con miedo, echandola la cabeza hacia atrás e intentando retroceder.

Isabela se extendió y cogió el hombro de Nicolai.

– No tiene capa, y hace frío ahí fuera. Por favor venga con nosotros. O al menos vuelva a coger su capa.

Don DeMarco miró la pequeña mano enguantada sobre su hombro.

– Mírame, mi señora. Mira mi cara.

Oyó como contenían el aliento, con miedo, los dos hombres que los protegían. No desperdició con ellos un mirada, miró solo a Nicolai. Por alguna razón que no podía determinar, él le estaba rompiendo el corazón. Parecía tan lejano, tan absolutamente solo. Atrevidamente le enmarcó la cara con las palmas de sus manos.

– Te estoy mirando, mio don. Díme que debo buscar. -Su mirada vagó sobre la cara marcada de él, tomando nota de las hermosas y esculturales líneas, las profundas cicatrices, la llameante intensidad de sus ojos ámbar.

– Díme que ves -ordenó él por segunda vez, con expresión cautelosa.

– Te veo a ti, Don Nicolai DeMarco. Un hombre muy misterioso, pero al que algunos llamarían guapo. -Su pulgar rozó una persistente caricia sobre la mandíbula ensombrecida. Isabella descubrió que no podía apartar la vista de su ardiente mirada.

– ¿Serías tú uno de esos que llamaran guapo a Don Nicolai DeMarco? -preguntó él, su voz más baja que antes, haciendo que el viento se las llevara casi antes de que ella captara las palabras. La mano de él subió por su mandíbula, cubriendo el punto exacto donde el pulgar de ella le había acariciado, manteniendo su tacto en la calidez de la palma.

Una lenta sonrisa curvó la boca de Isabella, pero antes de poder responderle, su montura retrocedió, obligándola a aferrar las riendas.


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