Todo lo que hacía, desde el bucear hasta sus hazañas posteriores y de carácter más bien militar, lo hacia por ella, o bien -y ya me estoy contradiciendo otra vez- para hacer pasar inadvertida su nuez. Tal vez, en fin, y sin que por ello haya que descartar a la Virgen, y al ratón de su nuez, podría señalarse un tercer motivo: nuestro Instituto.

Aquel edificio enmohecido e imposible de ventilar, y en particular su aula, significaban mucho para Joaquín Mahlke, y lo llevarían más adelante a realizar esfuerzos de carácter supremo.

Y ahora se impone decir algo a propósito de la cara de Mahlke. Algunos de nosotros hemos sobrevivido a la guerra y vivimos en pequeñas ciudades pequeñas o en pequeñas ciudades grandes; hemos engordado, hemos perdido el pelo y, quien más quien menos, todos nos ganamos la vida.

Por mi parte, hablé con Schilling en Duisburgo y con Jürgen Kupka en Brunsviga, poco antes de que este último emigrara al Canadá. En el acto salió a relucir lo de la nuez: "¡Jesús, lo que tenía en el cuello! ¿No le echamos una vez un gato? ¿No fuiste tú quien… ¿" Los interrumpí: "No, no es eso lo que me interesa; yo me refiero a su cara".

A título de compromiso nos pusimos de acuerdo: Tenía ojos grises o azul grises, pero no brillantes, y en ningún caso pardos. La cara, flaca y alargada, musculosa alrededor de los pómulos. Su nariz no era particularmente grande, pero sí carnosa, y se le ponía fácilmente roja en cuanto hacia frío. El cogote abombado ya se mencionó anteriormente.

Nos costó algún trabajo ponernos de acuerdo a propósito de su labio superior. Jürgen Kupka era de mi parecer: lo tenía arremangado y saliente y no lograba nunca ocultar por completo -excepto al bucear, por supuesto- los dos incisivos superiores, los cuales, por lo demás, tampoco los tenía verticales, sino más bien inclinados a manera de colmillos.

Y aquí empezamos ya a dudar, recordando que la pequeña Pokriefke lo tenía también respingón y mostraba siempre los incisivos. La verdad es que no estábamos totalmente seguros de no confundir a Mahlke y Tula en el caso concreto del labio superior. Es posible que sólo fuera ella la que lo tenía así, porque así lo tenía, sin duda.

Schilling, en Duisburgo -nos encontramos en el restaurante de la estación, porque a su mujer no le gustaban las visitas inesperadas-, me recordó aquella caricatura que por espacio de unos días había provocado tumulto en nuestra clase. Creo que fue en el cuarenta y uno, cuando hizo su aparición entre nosotros un individuo alto, el cual, aunque con cierto acento, hablaba corrientemente alemán y había sido evacuado con su familia del Báltico.

Aristocrático, siempre elegante, sabía griego y hablaba como un libro; su padre era barón, y en invierno llevaba siempre una gorra de piel. Se llamaba, bueno, su nombre de pila era Karel. Dibujaba aprisa y muy bien, con o sin modelo: trineos tirados por caballos y rodeados de lobos, cosacos borrachos, judíos como los del Stürmer, muchachas desnudas montadas en leones, sobre todo muchachas desnudas, de piernas largas y como de porcelana, pero nunca obscenas, o bolcheviques despedazando a niños con los dientes, a Hitler disfrazado de Carlomagno, coches de carreras conducidos por damas con largos chales flotando al viento; y en particular era muy hábil en dibujar con el pincel, la pluma o al crayón caricaturas de los maestros y los condiscípulos en cualquier pedazo de papel, o bien, con la tiza, en el encerado.

Así es como dibujó a Mahlke, no al crayón, sino haciendo rechinar la tiza en la pizarra. Lo dibujó de frente.

En aquel tiempo Mahlke llevaba ya la ridícula raya que le partía la cabeza y se fijaba con agua de azúcar. La cara era un triángulo con vértice en la barbilla. La boca, fruncida y malhumorada. Ninguna traza de incisivos a manera de colmillos.

Los ojos, unos puntos penetrantes debajo de unas cejas dolorosamente fruncidas. El cuello, sinuoso, de medio perfil, con aquella nuez monstruosa. Y detrás de la cabeza y de la faz doliente, una aureola de redentor.

No le faltaba más que hablar: el efecto fue inmediato. En los bancos nos retorcíamos de risa, y sólo recobramos nuestros sentidos cuando ya alguien había agarrado al elegante Karel esto y lo otro por los botones y la emprendió con él a puñetazo limpio, hasta que logramos separarlos cuando ya andaba arrancándose del cuello el destornillador para hacerlo pedazos. Fui yo quien borró del encerado, con la esponja, tu figura de redentor.

IV

Bromas o no: tal vez no hubieras llegado a payaso, pero sí a ser eso que se llama un creador de modas; porque fue Mahlke quien en el invierno que siguió al segundo verano en el bote introdujo las borlas: dos bolas de lana del tamaño de las pelotas de pingpong, lisas o de colores, unidas entre sí por un cordón trenzado de lana con el que se colgaban bajo el cuello de la camisa las bolas anudadas por delante, ligeramente inclinadas, a manera de corbatín.

De los informes que he logrado reunir, resulta que estas bolas o borlas -así las llamábamos nosotros- se llevaron a partir del tercer invierno de guerra en casi toda Alemania, sobre todo en el norte y en el este, y particularmente en los medios estudiantiles. Entre nosotros fue Mahlke quien las introdujo, y hasta es posible que fuera su inventor.

En todo caso, hizo que su tía Susi le confeccionara varios pares de borlas con restos de lana, con estambre destejido de piezas ya muy lavadas, o con el procedente de los calcetines más que zurcidos de su difunto padre, y las llevó a la escuela, colgando del cuello en forma muy vistosa.

A los diez días andaban ya por todas las camiserías: inseguras y tímidas al principio, puestas en cajas de cartón al lado de la máquina registradora, no tardaron en pasar a los escaparates en arreglos llamativos y, lo que era más importante, libres de cupones textiles.

Y de allí, del barrio de Langfuhr, emprendieron su marcha triunfal hacia el norte y el este de Alemania, llegando a llevarse también en Leipzig y Pirna -me consta- e incluso esporádicamente, aunque sólo unos meses más tarde y cuando ya Mahlke había descartado las suyas, en Renania y el Palatinado; siempre, eso sí, exentas del racionamiento.

Recuerdo con toda precisión el día en que Mahlke se quitó del cuello las suyas y habré de volver más adelante sobre el particular.

Nosotros seguimos llevando las borlas mucho tiempo todavía, aunque a lo último ya sólo en son de protesta, porque nuestro director, el profesor Klohse, las había tachado de afeminadas e indignas de un muchacho alemán, prohibiendo llevarlas en el interior del edificio e incluso en el patio de recreo.

Muchos sólo acataron la orden de Klohse, que fue leída como circular en todas las aulas, durante las lecciones que llevaban con él. Por cierto que, en conexión con las borlas, me viene ahora a la memoria lo de Papá Brunies, profesor retirado al que durante la guerra volvieron a llamar a la cátedra.

A éste las borlas le cayeron en gracia, y en una o dos ocasiones, cuando ya Mahlke se había desprendido de las suyas, las ostentó él mismo colgando de su cuello tieso y nos recitó, así ataviado, a Eichendorff: "Oscuros frontones, altos ventanales…" o tal vez otra cosa, pero en todo caso de Eichendorff, que era su poeta predilecto.


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