Por lo demás, Oswald Brunies era goloso, tenía una pasión por los dulces y fue arrestado más adelante en el propio edificio escolar: oficialmente, según se dijo, porque se habría quedado con unas tabletas de vitaminas que habían de distribuirse entre los escolares, pero en realidad parece que por razones políticas, pues era masón.
Algunos estudiantes fueron interrogados; confío en que yo no declaré en su contra. Su hija adoptiva, que era una muchacha como una muñeca y tomaba lecciones de danza, se mostró de luto en público; a él se lo llevaron a Sutthof, y allí se quedó: una historia sombría y complicada que merece ser escrita, pero no por mí, y en todo caso no en relación con Mahlke.
Volvamos a las borlas. Es obvio que Mahlke las había inventado pensando en su nuez. Y, efectivamente, por espacio de algún tiempo las borlas lograron calmar algo al indómito brincador que Mahlke albergaba en su garganta. Pero cuando la moda se generalizó y se las ponían ya hasta las de primero, acabaron por dejar de llamar la atención aun en el cuello del que fuera su inventor.
Durante el invierno del cuarenta y uno al cuarenta y dos -que hubo de ser malo para él, porque ni se podía pensar en bucear ni producían ya las borlas el menor efecto- veo todavía a Joaquín Mahlke bajar por la Osterzeile, siempre con sus botas de cordones y envuelto en una soledad monumental, o subir en dirección de la capilla de Santa María, haciendo crujir bajo sus pasos la nieve sembrada de ceniza.
Sin gorra. Con las orejas separadas enrojecidas y quebradizas. El pelo, tieso por efecto del agua azucarada y del hielo, partido en el centro mismo de la cabeza por la raya que le arranca de la coronilla. Las cejas como un signo de angustia, y esos ojos azul pálido, que traspasaban la realidad, llenos de un profundo horror.
Levantado el cuello del abrigo, otro legado de su difunto padre. Debajo de la barbilla, entre puntiaguda y raquítica, una bufanda de lana gris, bien cruzada y sujeta, por las dudas, con un enorme imperdible visible desde lejos.
Cada veinte pasos, su mano derecha sale del bolsillo del abrigo y se cerciora de que la bufanda permanece correctamente en su lugar, en la parte delantera del cuello. He visto a otros cómicos -al payaso Grock en el circo y a Chaplin en el cine- trabajar con esos imperdibles gigantes. Mahlke se adiestra: hombres, mujeres, soldados con licencia y niños, solos o en grupos, caminan en sentido contrario, y sus figuras oscuras se van agrandando sobre el fondo blanco de la nieve a medida que van llegando a su altura.
A todos, como a Mahlke, les sale un vaho blanco de la boca, que desaparece luego por detrás. Y todos los ojos que le vienen al encuentro están fijos -pensará Mahlke para sí- en su cómico, verdaderamente cómico, terriblemente cómico imperdible. En aquel mismo invierno, severo y seco, organicé, con dos primas mías que habían venido de Berlín durante las vacaciones de Navidad, y con Schilling, para que la partida fuera completa, una excursión por el mar de hielo a nuestro dragaminas preso en él. Nos proponíamos alardear un poco y ofrecer a las muchachas, que eran dos lindas rubias de pelo liso suelto y un tanto presumidas a cuenta de su origen berlinés, algo muy especial: nuestro bote. Por otra parte, esperábamos también, una vez allí, poder cometer con ellas -que en el tranvía y hasta en la playa se habían mostrado un poco distantes- alguna locura, aunque no supiéramos bien todavía de qué clase. Mahlke nos estropeó la tarde.
Como los rompehielos habían tenido que abrir varias veces el canal próximo a la entrada del puerto, los témpanos de hielo se habían ido acumulando frente al bote y formaban, acuñados y apilados, una pared quebrada que resonaba al soplo del viento y ocultaba una parte de las superestructuras del puente.
Sólo percibimos a Mahlke cuando nos hubimos encaramado a la barrera de hielo, del alto aproximadamente de un hombre, y después de haber izado a las muchachas hasta nosotros. El puente, la bitácora, los ventiladores detrás y todo lo demás que quedaba formaban en conjunto una sola gran paleta blanco-azulada que un sol congelado lamía inútilmente.
Ni una gaviota. Estaban afuera, sobre la basura de los cargueros aprisionados en la rada.
Por supuesto, Mahlke llevaba el cuello del abrigo levantado, la bufanda hasta la barbilla y el imperdible delante, para sujetarla. No llevaba nada sobre la cabeza y la raya de su pelo; pero sí, en cambio, unas orejeras negras, como las que suelen llevar los basureros y los repartidores de las cervecerías, las cuales, mantenidas unidas y tensas por medio de una tira de lámina que le cruzaba la raya a manera de travesaño, le apretaban, ocultándolas, aquellas orejas que normalmente se le separaban de la cabeza.
No se dio cuenta de nuestra llegada, porque estaba trabajando en la capa de hielo, arriba de la proa, con tal tesón que, ciertamente, no debía de sentir el frío. Con una pequeña hacha estaba tratando de abrir un agujero en el hielo, aproximadamente por donde bajo la capa debía quedar la escotilla abierta de la proa.
Con golpes rápidos y secos practicaba una ranura circular del tamaño aproximadamente de una alcantarilla. Schilling y yo saltamos de la barrera al puente, ayudamos a bajar a las muchachas y se las presentamos. No tuvo necesidad de quitarse los guantes. El hacha pasó simplemente a su mano izquierda, y a cada uno de nosotros le fue tendida una derecha acalorada, que volvió inmediatamente al hacha y a la ranura, así que por turno se la fuimos estrechando. Las dos muchachas se quedaron algo pasmadas. Los dientecitos se les enfriaban.
El aliento les pegaba como escarcha en los pañuelos con que se habían tocado la cabeza, y con ojos atónitos miraban hacia donde el hierro y el hielo se mordían mutuamente. Schilling y yo nos sentimos descartados, pero, haciendo de tripas corazón, empezamos a hablar de sus hazañas de buceador, o sea de las del verano. "¡La de plaquitas que ha subido! ¡Y un extinguidor, y conservas, de veras, junto con el abrelatas! Y al abrirlas, ¿sabéis lo que había dentro? ¡Carne humana! ¡Y el fonógrafo! Cuando ya estaba arriba vimos que salía algo arrastrándose. Y una vez…" Las muchachas no entendían ni la mitad, hacían preguntas tontas y le hablaban a Mahlke de usted.
Él seguía picando sin cesar, sacudía la cabeza con las orejeras cuando en voz demasiado alta esparcíamos sobre el hielo sus proezas de buceador, y no dejaba, con todo, de asegurarse de vez en cuando, con la mano libre, que la bufanda y el imperdible permanecieran en su lugar.
Cuando acabamos con el repertorio y nos pusimos a tiritar, interrumpía la faena cada veinte golpes por unos momentos y, sin enderezarse por completo, llenaba las pausas con palabras modestas e información objetiva. Con mucho aplomo e inseguro al propio tiempo, entreteníase en los detalles de sus intentos menores, pasando por alto las expediciones más osadas; hablaba más de su trabajo que de sus aventuras en el interior húmedo del dragaminas, e iba ahondando cada vez más la ranura en la capa de hielo.
No es que mis primas quedaran prendadas de Mahlke, pues él visiblemente no se cuidaba por seleccionar su vocabulario ni exhibir su ingenio. Por otra parte, ninguna de ellas se hubiera entusiasmado nunca por nadie que llevase orejeras como un abuelito. Pero nosotros dos seguíamos sin contar.