PRIMERA DE LAS NOTAS ESCRITAS POR ANA CAÑIZAL

15 DE JUNIO DEL 74

HE EMPEZADO A ESCRIBIR ESTAS notas mientras preparo mi prólogo al libro de memorias de Juan Herrera. Quisiera narrar en ellas lo que me fue ocurriendo a partir del momento en que casualmente di con el manuscrito de La asesina ilustrada de Elena Villena y comentar, a la vez, diversos apartados de este extraño texto. Pero he empezado a escribir sin saber si la tarea que me propongo podré terminarla algún día, y, si lo hiciera, en qué circunstancias sería. Empezaré por una escena nocturna: Juan Herrera acercó su silla a la mesa y procedió a estudiar la dulce articulación de una de las largas e intrincadas frases del último capítulo de sus memorias. Pensó que le fallaban facultades que antes le sobraban. Porque iba envejeciendo, cansado y encorvado a destiempo. Después, rendido de sueño, debió de quedarse dormido en un sofá del amplio gabinete en el que trabajaba. Durmió toda la noche sin saber nada, alejado de todo mal pensamiento.

Ignoraba qué mal se cernía sobre él. Elena Villena, en su casa de la Rué de Sevres, estaba terminando la redacción de La asesina ilustrada, la narración que al día siguiente ella le enviaría.

Atardecer del 25 de mayo: mientras Juan Herrera trabajaba en su estudio de la Rué Doré, recibió el sobre sellado en el que su mujer había volcado secretas esperanzas.

Llevado de su gusto por el disparate, Herrera imaginó que era la víctima de una conspiración palaciega y, desde entonces, tan ingrata perspectiva le hizo ver, a todas horas y en cualquier lugar, la brillante gota de veneno o el falso estilete. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, la única en la que solía ver a gente, fingió, tras recibir el sobre que Elena Villena le había enviado, una calma y serenidad que en modo alguno poseía. Fue en este día, a esa hora, cuando yo le conocí.

Fui invitada por un amigo común a sentarme a la mesa habitual del escritor. Yo misma me presenté a él con un lacónico saludo. Me miró brevemente, sonrió con cierta cordialidad y siguió prestando atención a la discusión que tenía lugar en la mesa. Al poco rato, él volvió a mirarme. Quiso saber por qué no había pedido nada para comer. Había comido en el hotel, de modo que me contentaría, dije, con una buena jarra de cerveza. Me recomendó que me mantuviera lo más distanciada posible de aquella discusión de sobremesa que él calificó de «banal». Yo creo que, más que nada, era aburridísima, porque al poco tiempo de estar sentada a la mesa, me entró mucho sueño. La conversación tan sólo se animaba cuando Herrera intervenía para contradecir, en tono irónico y casi siempre burlón, algún razonamiento que, por la intolerable torpeza con que había sido expuesto, le molestaba vivamente. Cuando hubo terminado el almuerzo, fueron poco a poco desapareciendo todos los comensales, y acabé quedándome a solas con Herrera. Creo que absurdamente cruzamos unas palabras sobre el té chino y que pronto dejó de interesarnos el tema. Entonces decidí no dar más rodeos y le expliqué que me encontraba en París porque me había sido encargado el prólogo a la primera edición de Burla del destino, sus memorias. Rebasados los momentos en que él fingió incredulidad -sabía de sobra que su representante había ya vendido los derechos de Burla del destino a la editorial para la que trabajo-, se extrañó a continuación de que escribiera prólogos siendo tan joven, me sonrió y acabó estrechándome la mano con un gesto deliberadamente cómico. Me ofreció toda clase de facilidades para que pudiera llevar a cabo mi trabajo. «De eso se trata», dije, «por esto estoy aquí: deseaba conocerle». Y añadí tímidamente: «Esa va a ser su mejor ayuda para mi prólogo: permitirme que le conozca un poco.» Me preguntó qué edad tenía yo. «Veinticinco años», dije con un cierto aplomo. Él comenzó a limpiar el hornillo de su pipa y, sin levantar la vista de la mesa, me ofreció las llaves de una pequeña vivienda situada en un rincón del jardín de su casa.

A la mañana siguiente, dando por concluida mi estancia en el hotel Taranne, trasladé mi equipaje a la nueva residencia. Era una espléndida mañana de primavera, y el sol penetraba en los patios, grises y rojos, que se sucedían simétricos a la entrada de la casa del escritor. Entre los patios, fragmentos del jardín: espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras, todo cercado por la maciza curva de un muro que llegaba hasta la entrada de aquella gran casa que, rodeada de árboles y estatuas, dejaba entrever una ordenada sucesión de corredores y habitaciones. Tras los ventanales de la última estancia, entre los últimos cedros y canteros, se hallaba el caserón que me había sido destinado. Tomé posesión de él y pasé a desayunar con Herrera a la sombra del gran porche de su casa. Le encontré despidiéndose de las dos mujeres que cada tres días le visitaban para ocuparse de la limpieza de la casa. Tal como esperaba, él quiso saber cosas de mí; creo que le inquietaba mi edad; también me preguntó en qué iba a consistir mi prólogo. Le respondí con evasivas, ya que en aquel momento aún no tenía nada claro lo que iba a escribir. Hacia el final del desayuno, Herrera se puso de muy buen humor, comenzó a bromear, a contarme anécdotas de su juventud; se burló de un par o tres de escritores -en especial de Vidal Escabia, escritor alicantino de segunda fila, al que dijo haber maltratado de obra y de palabra- y acabó deslizando en la bandeja de mi desayuno unos pliegues de papel higiénico color rosado en los que había escrito un texto que, dijo, era el más idóneo para la contraportada de su libro. Se trataba de un resumen irónico de su biografía:

«Es frecuente que un clima de opinión, de claves no siempre lógicas, privilegie de entre los títulos de un escritor una obra singular, que pasa así a convertirse, por un proceso de asociación casi mecánico, en atributo indisociable del nombre del autor. Si bien esas leyes de individualización suelen operar, en otras circunstancias, de manera arbitraria, es preciso reconocer que en el caso de Burla del destino, la elección ha sido plenamente afortunada, dándose el curioso caso de que la ley de individualización comenzó a operar mucho tiempo antes de que esta obra viera la luz pública. Rara vez se ha conocido tanto a un autor por una obra aún no publicada. Juan Herrera escribió las cuatro partes de esta esperada obra entre 1950 y 1974. Experimento formal en cuanto a la organización de la experiencia autobiográfica, Burla del destino es una sucesión de catas en el recuerdo, de búsquedas de muy distinta naturaleza, que van desde la rememoración pura y simple a la elaboración de recuerdos casi impersonales, de presencias de hechos externos que jalonan una línea de experiencia no tanto personal como colectiva y generacional. Juan Herrera nació en Barcelona en 1907 y vivió en su ciudad natal los años de su juventud. Se exilió a París durante la guerra civil. En 1933, había publicado en España Sombra en batalla, su primer libro de poemas. Siguieron Aire del fuego (1938), Nueva lección sobre la sombra (1949), obras publicadas en México. Ahora, la reedición de su obra, unida a la divulgación de los artículos que publicara en El Sol, así como la publicación de Burla del destino, hace previsible la definitiva incorporación de su nombre al panorama de las letras de su país. No obstante, no vamos a engañar al lector: su desaparición no deja un hueco importante en la historia de la literatura española. JUAN HERRERA.»

¿Sabía él que iba a morir? Falleció, o le asesinaron, poco antes de la medianoche de aquel mismo día. Hasta pocos momentos antes de que perdiera la vida, yo le había estado espiando desde mi casa, pero abandoné la vigilancia cuando, inesperadamente, se cerraron los cortinajes de su estudio ocultando a Herrera de mi vista. Debió ser muy poco después cuando él se desplomó sobre la alfombra junto a su mesa de trabajo. Hubo un momento, mientras le espiaba, en que tuve la impresión de que alguien sigilosamente entraba por la puerta principal de la casa, pero pude perfectamente imaginarlo. El forense dictaminó que la muerte se había producido alrededor de las doce de la noche y que había sido provocada por un paro cardíaco. Respondiendo a una pregunta mía, admitió la posibilidad de que, antes de morir, hubiera recibido una fuerte impresión causada probablemente por algo que vio (de ahí que tuviera los ojos tan abiertos y aquella expresión de horror en su rostro). Pero pronto, muy pronto, el asunto de su muerte quedó zanjado para todo el mundo, y el enigma -si es que lo hay- olvidado por todos excepto por mí.

Que yo espiara sus movimientos aquella noche no voy a justificarlo únicamente en razón de mi enfermiza curiosidad por conocer cómo organizan su vida mis vecinos. A esta manía mía -una vieja tara personal-, hay que añadir, en esta ocasión, el hecho de que Herrera se cuidara de hacer resaltar durante el desayuno el temor que sentía a perder la vida. Llegó a insinuar, sin dar explicaciones, que era acechado por algo o por alguien a quien movían propósitos criminales, y dijo que veía venenos y estiletes por todas partes (acompañó esta frase con gestos de tal dramatismo que, por un momento, incluso pensé que se burlaba de mí). No le presté excesiva atención hasta que acabó poniéndose muy serio y me dijo que, en los últimos días, una premonición de muerte le perseguía. Comprendí que me había invitado a vivir a su lado porque temía quedarse solo y tenía miedo. Cuando nos separamos, hallé en el jardín un rincón cubierto de hiedra desde el que pude observar, sin ser vista, las actividades de Herrera en su último día de vida: de noche le vi, en el resplandor blanco de su estudio, trabajando sin cesar; le vi de día escondido en el salón de la planta baja de la casa trasladando de sitio espejos y plantas, sin acertar a comprender qué era lo que estaba haciendo.

A la mañana siguiente, me extrañó la ausencia de señales de vida en la casa, pero pensé que él, contrariando sus costumbres, había salido a la calle de buena mañana. Eran las nueve en mi reloj, hora en la que él, desde hacía veinte años -según me dijo- preparaba su desayuno tras haber trabajado ya más de dos horas. Salí a dar un largo paseo y llegué hasta el Louvre, donde me entretuve hasta las dos de la tarde. A esa hora él no estaba en su restaurante habitual; tampoco lo encontré en la casa. Fui al cine, visité a unos amigos españoles. Al anochecer, la casa estaba totalmente iluminada, pero él no estaba dentro. Llamé varias veces al timbre, y nadie respondió. Alarmada, decidí penetrar en la casa. No reparé en utilizar mi chaqueta como guante, dando un fuerte golpe en la ventana de la cocina. Hice saltar todo el cristal inferior y así pude alcanzar un pestillo que cerraba la ventana. El resto fue fácil. No había pestillo en la parte superior, y pude abrir. Me subí a la ventana y aparté las cortinas de mi rostro. Nada más entrar en el salón caí en la trampa que probablemente él había tendido a los posibles intrusos y comencé a andar sin rumbo, víctima de la compleja disposición de espejos y plantas que, hábilmente intercaladas entre el mobiliario, creaban al visitante la sensación de haberse extraviado. Por fin, cuando logré abrirme paso por aquel absurdo laberinto, orienté mis pesquisas hacia el estudio del escritor. Abrí la puerta y miré en la oscuridad -era la única habitación no iluminada de la casa- que estaba aliviada por el brillo de los ventanales y por la luz que entraba del pasillo. La esquina del escritorio tenía un brillo tenue y detrás podía verse un bulto caído sobre la alfombra, al pie de un sillón. Hallé finalmente el botón de la luz y se encendió una lámpara de cristal que colgaba del techo. Juan Herrera me miraba, al pie de su escritorio, con los ojos completamente abiertos. Estaba muerto. Avisé por teléfono a Elena Villena, su joven esposa. Vivían separados desde hacía tiempo, pero él me había hablado con afecto de ella, y pensé que avisarla era lo mejor que podía hacer en aquel momento. Ella llamó a la policía.


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