Di entre tanto un vistazo al estudio. Lo primero que llamó mi atención fue que la habitación tenía la forma de la letra V y era muy oscura e imitaba el interior de un mausoleo. La mesa cuadrada, de roble negro, quedaba encajada en un hueco, y encima de ella encontré gran cantidad de papeles. En uno de ellos podía verse, si se miraba con mucha atención, un triángulo verde que imitaba la forma de la habitación. En el interior del triángulo, un hombre yacía decapitado entre un montón de libros. Extraño dibujo, pensé, y en verdad que era extrañísimo porque, si se seguía mirando con atención, la imagen de pronto se diluía convirtiéndose en un amorfo conglomerado de sombras negruzcas. En una de ellas, era distinguible el rostro de un hombre -que yo identifiqué con el príncipe Mdivani- en el momento de ser degollado por su propio Rolls. Y, si se seguía mirando muy fijamente, el Rolls se convertía en una noria que traqueteaba bajo un cielo de ceniza al paso de un faisán de juguete. Nunca he sido capaz de ver tantas imágenes en un solo dibujo y creo que puedo achacarlo al miedo que me dominaba desde que encontré el cadáver. Me senté en un sillón y desvié mi atención de aquel dibujo cuando, de pronto, sin poder evitarlo, descubrí nuevas cosas en la habitación. El empapelado de la pared ocultaba otro empapelado debajo. Bastaba con rasgar ligeramente el papel para comprobar que había otro, de gran colorido, representando imágenes de una mujer vista por un artesano de la Edad Media. Y, de seguir rasgando el papel, se pasaba a otro en el que el dibujo, repetido hasta la saciedad, era una mujer en una cartografía del Renacimiento. Extraño empapelado, pensé llena de confusión. Cada vez que el papel era rasgado, éste ofrecía cortésmente la sucesión de una historia: la mecanización del mundo. Porque, si se seguía rasgando en la pared, aparecía un nuevo dibujo: el de una mujer representada esta vez por un ordenador. Pensé que nada de todo esto tenía demasiada lógica. Seguí inspeccionando y vi que, camuflado en uno de esos aparatos que anuncian vistas de espléndidos paisajes, había, entre esferas afelpadas, una neblina que ocultaba un mensaje envuelto en papel de plata: un misterioso elogio del té chino, compuesto por doce frases que se iniciaban con letras mayúsculas. Leído el texto en forma vertical, las doce mayúsculas componían el nombre de ELENA VlLLENA. En un apartado del papel se veía la fotografía de una mujer que, vestida a la usanza de finales del XIX en Francia, sonreía a la cámara en una playa probablemente normanda. La fotografía era traspasada por una inscripción escrita en bolígrafo rojo: «Oh Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta» (más tarde averigüé que era una invocación del Anónimo Sevillano). Al fondo, se veían difuminados retazos de un paisaje: un flanco de rocas, un castillo y un breve trozo de tierra adentrándose en el mar. Poco después, llamó mi atención una libreta escolar, un cuaderno de música, sobre cuya tapa había sido escrito, también en tinta roja, La asesina ilustrada. El cuaderno, con tres pequeñas manchas de sangre, se hallaba sobre el escritorio, perdido entre los innumerables papeles y libros, y a su lado estaba el sobre en el que probablemente había llegado a manos de Herrera. Elena Villena -lo decía bien claro- era la remitente. Iba a ver de qué se trataba cuando llamaron al timbre y se inició una insoportable serie de visitas: primeramente llegaron tres gendarmes, más tarde un inspector y un forense, y finalmente Elena Villena, que, al igual que los otros visitantes, me sometió a un largo e irritante interrogatorio. En Elena Villena, reconocí en el acto a la mujer fotografiada en la playa normanda. Se sentó frente a mí y empezó a acribillarme con las preguntas más absurdas e inesperadas. Cuando hubo terminado, se quedó mirando al jardín, como con cierta nostalgia. Me dediqué a observarla. Tenía unos treinta y cinco años; parecía mucho más joven. Era muy hermosa. Imposible encontrar una cara más sombría y más cándida. Su cabellera era negra y lisa, peinada con raya al medio. Movía su pequeño cuerpo con estudiada dejadez. Se sentó en un sofá y apoyó su cabeza en un cojín de raso azul. Sujetaba en la mano una copa de la que bebió un sorbo antes de quitarse las gafas y dirigirme una mirada muy fría por encima del borde de la copa. Decidí pasar al contraataque y ser yo la que, a partir de entonces, preguntara. Quise saber, de entrada, si podía continuar viviendo en la casa que Herrera me había cedido. Su respuesta fue muy amable y me sorprendió. Dijo que para mí sería aún mejor instalarme en la casa de Herrera, trabajar en su estudio, ya que estaría más cerca de la documentación que precisaba para mi prólogo. Me dio las llaves de la casa y me dijo que podía instalarme en ella. Me quedé encantada. Se puso de pie, se despidió de mí y, tras dar una media vuelta enérgica, desapareció por la puerta del estudio.

Retiraron el cadáver de Herrera, y, cuando por fin se hubieron marchado todos de la casa, me quedé sola y la recorrí habitación por habitación. Me entretuve mucho en la biblioteca, inmensa y llena de atractivos. Cuando entré de nuevo en el estudio, algo llamó mi atención: todo seguía igual que cuando encontré el cuerpo de Herrera, todo excepto la disposición de los papeles y libros que había sobre su mesa de trabajo. Había desaparecido, sin que acertara a explicármelo, aquel cuaderno de música en cuya portada yo había leído, en grandes caracteres, «La asesina ilustrada». Papeles y libros aparecían muy revueltos, pero me pareció que tan sólo aquel cuaderno era lo que había desaparecido de allí. Pensé que Elena Villena se lo había llevado y me pregunté por qué lo había hecho. Rendida de sueño, me acosté en la cama que había en el estudio. La desaparición del cuaderno hizo que durmiera intranquila. No dejaba de recordar todos los sucesos de aquel día; presentí que iba a tener un mal sueño.

Aquella noche vi que la luna brillaba a través de un anillo de niebla entre las altas ramas de los árboles que escoltan la vía del ferrocarril que une la ciudad de Barcelona con la de Sitges. Por un momento, dentro del sueño, me preguntaba por qué había vuelto tan pronto a mi país y pensaba que sin duda estaba soñando, aunque finalmente abandonaba la idea. En mi compartimento del tren, sentado a mi lado, había un viajero que se obstinaba en hablarme. Yo estaba leyendo el libro de memorias de Herrera, y la lectura me arrastraba a enamorarme de Elena Villena. Apenas prestaba atención a las palabras de aquel incordiante viajero que se empeñaba en contarme una historia. «Estaba yo mirando hacia el palo de sonda», me decía, «cuando vi que un marino abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta. Su actitud me extrañó. Yo no sé si ha viajado usted alguna vez en barco…» Dejaba muy pronto de escucharle y seguía leyendo mi libro, pero al poco rato volvía a prestar cierta atención al viajero y comprobaba que éste seguía hablando, aunque había dado un giro notable a su relato: «Esto, una vez que se hizo usual», me decía, «explicaría por qué Feríeles mantuvo su posición durante mucho tiempo…» Volvía a la lectura de mi libro, pero cada vez me interesaba menos.

No podía concentrarme, y lo que es peor: no lograba prescindir de la monónota voz del viajero. «Escuche, escuche», oí que me decía, «escuche la lluvia golpear contra el techo y las ventanas del tren». No sabía qué responderle, mientras él me miraba sin expresión alguna. Por un momento pensaba en cambiar de compartimento, pero finalmente optaba por una solución más rápida: no volver a hacerle el más mínimo caso. Sin embargo, poco antes de llegar a la estación de Sitges, aquel hombre estaba ya hablándome cada vez más cerca del oído. Era obsesionante. «A él le mataron por la espalda, le dieron un susto. Esto es todo, créame», oí que me decía. Por suerte, en aquel momento, el tren se detenía en la estación de Sitges y yo descendía a toda velocidad. Caminaba hacia la playa. Iba vestida como un investigador privado: traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color, adornados con ribete azul oscuro. Iba por las calles de Sitges caminando alegre, silbando una canción, mirando los escaparates. De pronto recordaba que yo era nada más y nada menos que la detective encargada de solucionar el misterio de la muerte de Juan Herrera. Había ido a Sitges a trabajar en el caso. Caminando hacia la playa, llegaba, por un breve paseo entre matorrales de hibiscos en flor, al jardín de una gran torre.

Un hombre, de pie, inmóvil, me señalaba con el brazo una dirección, diciéndome cortésmente: «Haga el favor, es por ahí.» Muy educadamente, influida por su gentil tono de voz, le daba las gracias aun a sabiendas de que se me estaba mostrando simplemente la puerta de salida. A la larga, este incidente (una cordial intervención a no pisar terrenos que me estaban vedados) hacía mella en mi mermada moral y me devolvía al estado de mal humor del que ingenuamente creía haberme zafado. Pensaba que antaño, en mis buenos tiempos, una cosa así no me hubiera afectado para nada. Pasaba el día interrogando a imaginarios testigos de la muerte de Herrera. Al final, enloquecía y creía, por ejemplo, que todos los jardines del pueblo tenían un aire embrujado y que pequeños ojos salvajes, desde lo alto de los arbustos, me espiaban. A esto (pensaba) me había conducido tanto interrogatorio inútil y tantas indagaciones que lo único que conseguían era alejarme cada vez más de la verdad. Ya de noche, me sentaba en la terraza de un bar frente al mar e intentaba calmarme sin lograrlo. Era la viva imagen de la desesperación; bastaba con observarme unos segundos para comprobar inmediatamente que estaba perdiendo la razón. Hablaba sola, dirigiéndome a un comensal imaginario al que servía champán, a la vez que trataba de esposarlo culpabilizándole del asesinato de Herrera. A la hora de los postres, me sentía más relajada y me quedaba con una expresión muy dulce observando el alegre desfile de parejas de jóvenes enamorados que me miraban furtivamente cuando pasaban frente a mi mesa. Decidía que lo mejor que podía hacer era descansar y tomaba una habitación en un hotel frente al mar.

Tras una ducha fría, me acostaba y soñaba que soñaba que una de aquellas parejas de enamorados se me acercaba tímidamente y me entregaba un mensaje en el que podía leerse: «Si desea conocer la verdad, diríjase al 202 del Paseo Marítimo.» Precipitadamente abandonaba el hotel y me dirigía a la casa. A un timbre con eco sucedía la aparición de una joven de ojos muy negros, vestida de mayordomo, bellísima, que me invitaba a pasar a una habitación que parecía una antesala. Era un recinto que me resultaba vagamente familiar. Allí, medio cubierta por cortinajes de raso color marfil, con el pelo caído sobre la espalda a la manera de una crin de león, estaba Elena Villena, vestida con chaqueta de armiño, sujetando una copa, reposando su cabeza en un cojín de raso azul. «Así que usted está investigando», me decía ella riéndose. Yo callaba porque, entre otras cosas, ignoraba en aquel momento cuál era la respuesta más pertinente a aquellas insolentes palabras. Estaba, por otra parte, demasiado atemorizada para poder ironizar con gracia, como yo sabía hacerlo cuando copiaba el desparpajo habitual de los detectives. «Si anda buscando un culpable», me decía ella mirando hacia la puerta que se hallaba al fondo de la sala, «no espere hallarlo aquí».


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