– Vd. saca conclusiones por su cuenta. ¿Cuántas personas hay en esta ciudad que le odian porque Vd. se ha metido en sus vidas, porque Vd. se ha dedicado a enviarles a la cárcel?

– Yo no he enviado a nadie a la cárcel.

Eso es cosa de Vds. y de los jueces. Mis culpables son de papel, pertenecen al informe que entrego a mis clientes. No trabajo para Vds. ni para los jueces.

– No le gustamos. Ni los policías ni los jueces.

– Conozco a pocos policías y a pocos jueces que no sacrifiquen su ética a la del Estado. Bajo el franquismo asumieron la tortura y el desprecio a los derechos humanos en nombre de la lógica del Estado a la que tenían los santos cojones de llamar ley, eran tecnócratas de la represión, tecnología avanzada de pensamiento, palabra, obra y omisión.

– Es Vd. un nostálgico. Estamos en otra situación.

– ¿Y mañana? ¿Y si mañana a Vd. le piden que torture y que haga desaparecer a la gente? Si se lo pide el Estado, es decir, España, su España, ¿qué hará Vd.?

– Lo que me dicte mi conciencia, lo más profundo del ser humano. La conciencia. Ese templo interior del que cada uno es el único Dios. Lo más profundo de uno mismo. ¿De qué se ríe Carvalho?

– Lo más profundo del hombre es la piel.

23. CASI NO ME ACORDABA DE CÓMO ERA UNA MUJER

Le dolían las heridas y telefoneó a Gilda Mushnick.

– Me han pegado una paliza. La invito a cenar. ¿La dejan salir de noche?

Un taxi tardó una hora en transportar a la mujer hasta Vallvidrera. No había prometido nada. Se había limitado a colgar el teléfono sin responder y Carvalho pensó que ante Gilda Mushnick se abrían infinitas posibilidades, las más previsibles: no hacer caso de la llamada, vacilar, hacer caso de la llamada y una vez decidida a hacer caso, fraguar la coartada si es que la necesitaba o preparar su cuerpo y su espíritu para ir a una cata a ciegas, a una cata de compasión o de atracción entre contrarios. La mujer que entra en la destartalada villa de Carvalho mirándolo todo como si todo estuviera donde no debiera estar, más bien parece un perito de seguros valorando el después de la catástrofe y la misma mirada que ha dedicado a las cosas, la aplica al hombre.

– Creía que había sido peor.

– Tengo el cuerpo lleno de hematomas.

– ¿Quiere una cura?

– Hay que elegir entre una cura y hacer la cena.

¿Sabe cocinar?

– ¡No!

Rechazó Gilda con repugnancia.

– ¿Nos tuteamos?

Se encogió de hombros la mujer. Tenía unos hombros excelentes, altos, de huesos pequeños pero de perfecto andamiaje, unos hombros de muchacha que ha hecho deporte sólo para tener el esqueleto bonito. Carvalho se fue a la cocina y manipuló los ingredientes del guiso. Cogió una aguja de coser carne, le pasó el fino cordel y se aplicó a unir los bordes de las cuatro piezas que permanecían abiertas y mostrando un montoncito de farsa en su centro.

– Me parece que no lo habrás comido nunca y es difícil de traducir del catalán. Galtes, galtes de porc. Son las mejillas del cerdo, rellenas de foie, carne picada, trufa, exquisitas. Pero tienes apellido judío. ¿No pruebas el cerdo? Te gustará.

Como no hay respuesta, Carvalho termina su tarea, saltea las galtes en aceite, le añade vino blanco, sazonamientos, un vaso de caldo. Deja que el comistrajo cueza a fuego lento, vuelve al comedor living, no está Gilda. Enciende la chimenea, valiéndose de La verdad sobre el caso Savolta de un tal Eduardo Mendoza, un escritor con apellido de delantero centro, al que había visto en la tele hablando de los privilegios de la edad. Había cumplido los cincuenta años el escriba y tenía los cojones de referirse a los privilegios de la edad. Carvalho contempló melancólicamente las llamas que asaban a los personajes de la novela, Lepprince, María Coral, Pajarito de Soto, Cabra Gómez, el comisario Vázquez, Miranda, Cortabanyes, no somos nada, Mendoza, a partir de los cincuenta ya lo somos todo, es decir, nada. Privilegios de la edad. Unas manos de mujer se posaron en sus hombros, Carvalho las retuvo y levantó la cabeza hacia ella.

– Casi no me acordaba de cómo era una mujer.

Gilda olía a mujer desnuda debajo del albornoz de Carvalho. Carvalho la siguió, pero mientras ella se metía en la cama, corrió a la cocina a interrumpir la cocción. A su vuelta la señora de Olavarría, Mushnick de soltera, asomaba medio cuerpo de entre el amasijo de colcha, mantas, sábanas. A su lado se estiró Carvalho y ella le pasó la mano por el cabello. Le acarició las heridas señaladas por el colorido del Topionic, luego las besó, las lamió. Carvalho recibió todas las puntas de aquel cuerpo y correspondió con las suyas, dialogantes los dedos, intransigente el sexo resucitado de meses de letargo. Ella tuvo el éxtasis rápido, de hecho ya se había abierto de piernas con el éxtasis puesto. El orgasmo fue otra cosa. Lento. Largo. Obligado Carvalho a continuar la gimnasia como si su hijo predilecto aún estuviera en las mejores condiciones. A ella le bastaba la voluntad del simulacro, Gilda pertenecía a ese tipo de mujeres que tienen el orgasmo cuando les da la gana y porque les da la gana. El partenaire es un imaginario y a Gilda parece que le gusta el imaginario Carvalho. Cuando recupera la respiración y la sintaxis, Gilda retorna al gusto por besarle las heridas.

– Qué salvajes. Es increíble. De la barbarie a la belleza del amor, de hacer el amor. Estoy tan contenta de haberlo hecho. Es como haberme gastado en una noche más de veinte años de ahorros de asquerosa respetabilidad. ¿Cómo se te ha ocurrido llamarme? ¿Esperabas despertar mi sentimiento protector ante tu estado? ¿Satisfecho?

Gilda ha saltado de la cama con toda la profundidad de su piel al servicio de carnes breves, armónicamente trotonas

Carvalho la contempla evidentemente satisfecho de sí mismo.

– ¿Qué diría tu marido si…?

Ella le selló los labios con un dedo que se quedó jugueteando allí.

– Afortunadamente, como todos los maridos, carece de imaginación.

– Tu marido no está solo y tú sabes muy bien qué pasó y qué está pasando. De qué huía Helga, por qué acertaste a casarte con Olavarría para proteger a tu hermana. Pero ya nada de todo eso sirve.

– Sólo sirve degollar a ese cerdo. Machacarle. Sacarlo de mi vida.

– Es posible. Es posible si testificas y te convertimos en la pieza base para la denuncia de la connivencia que se ha producido en la liquidación de Rocco y Helga.

– ¿Yo?

– Han matado a tu hermana. Tú eres la única que conoce el trasfondo de esta historia.

– ¿Sabes lo que me pides? Esa gente nunca se hunde. Son como corchos. Nunca se hunden. Siempre saben hacerse necesarios. A mi hermana no la resucitaré poniéndome en el punto de mira de todos ellos ¿Y mis hijos? ¿Cómo me mirarían si yo me convirtiera en el instrumento de la desgracia de su padre?

Sin duda se parecía a Helga, pero menos desvalida. Detrás de la arrogancia semidesnuda de Helga se adivinaba en las fotografías su capacidad de compasión, por todo, por todos. Había nacido para ser víctima y se limitó a disimularlo mientras pudo. Se había buscado la ruina tratando de salvar a dos desaparecidas que no conocía y la habían matado porque pretendía ayudar a Rocco a llegar a testificar ante el juez Garfzón. Recorrió con los ojos y las manos las carnes bonitas, bien cuidadas de Gilda y ella le dejaba hacer aunque se le escapaba la risa.

– Pareces un ciego. Me palpas como palpan los ciegos a la primera mujer desnuda de sus vidas.

– ¿Te ha palpado alguna vez un ciego?

– No. Pero sé que palpas como un ciego.

– ¿Estabas ciega cuando aceptaste casarte con Bobby, el hombre que estaba persiguiendo a tu hermana?

– Ahora lo veo claro, pero entonces no era tan fácil decir: la está persiguiendo, la está chantajeando. Él zumbaba a nuestro alrededor, bailaba o zumbaba, como un bailarín y como una serpiente a la vez. Yo veía que caía muy mal a Helga, pero por eso pensaba que mi hermana era una estirada y que yo entendería mejor a aquel señor tan educado, tan obsequioso. Luego Helga desapareció. Se fue a España. Me quedé sola ante el bailarín, ante la serpiente. En España ya lo vi claro. Por si faltara algo, la violación, el niño.


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