– Pero no rompiste.

– Tenía miedo. No es tan fácil salir del espacio que te marca la mirada de la serpiente.

Ha saltado de la cama con toda la profundidad de su piel al servicio de carnes breves, armónicamente trotonas. Está vistiéndose y comenta:

– Ahora bien, si lo machacas, si tú consigues machacarlo, déjalo hecho papilla y yo seré feliz. ¿Te parezco una mujer araña? ¿Una perversa y egoísta mujer araña? ¿Una viuda negra, quizás?

– Me parece que en este caso mi papel no puede ser excesivo. Más que machacar a alguien, he de conseguir al menos salvar a alguien.

– ¿A mí?

– No. Tú te salvas sola. Te quitas las angustias con masajes. Aún quedan víctimas al alcance de la razón social Osorio amp; Olavarría.

– Ya no te gusto. Estás saciado. Incluso deseas que me vaya.

Desea que se vaya, pero no quiere expresarle el menor rechazo.

– Tenemos toda la vida por delante.

Gilda vuelve a examinar las cosas y entre ellas Carvalho, ya utilizado.

– Si vuelvo, primero pasaré a ordenarte el paisaje. No puedo soportar el desorden. ¿Qué miras? ¿No me has visto hasta ahora?

Carvalho se limita a leerla, como si descodificara su sistema de señales según la pretensión de Lifante, y es varias veces sincero cuando comenta:

– Casi no me acordaba de cómo es una mujer.

24. CERRADA LA DOLCE VITA POR DEFUNCIÓN DE LA DUEÑA

La casi inexistencia de la calle de las Tapias impidió que se concentraran vecinos comentando la extraña muerte de Pepita de Calahorra. Por la calle ya sólo pasan vicealcaldes enseñando a urbanistas nacionales y extranjeros qué se puede hacer para remodelar lo más canalla de un barrio de prostitución. Centros cívicos, parques, parkings, alguna instalación deportiva. La Dolce Vita ya tiene orden de derribo y la empresa encargada ha contribuido a la normalización lingüística colocando el cartel Enderrocs Siurana. Biscuter se ha ido a velar el cadáver de Pepita a Sancho Dávila, a donde lo han trasladado desde el Dispensario de Peracamps: sobredosis de heroína. Carvalho merodea en torno del viejo cabaret y desde dentro le llegan maullidos desesperados. Precintado por el juez el local, Carvalho arranca un contraplacado claveteado y al rato desde el hueco saltan los doce gatos apadrinados por doña Pepita, recelosos algunos, aturdidos ante la realidad que les esperaba más allá de su pequeño reino afortunado. Los más desconcertados son los más frágiles y la mirada de Carvalho selecciona a un gatito atigrado en verde, canijo, con un ojo de cada color. Se deja llevar por el impulso de cogerlo, pero cuando el animal dobla el cuello para frotar su cabeza contra la mano de Carvalho, la mano se retira y el cerebro opone reparos a la adopción de un estorbo para la operación de vivir. El asesinato de la perrita Bleda permitió a Carvalho, hace ya veinte años, descubrir que no hay dolores menores, adaptados al tamaño convencional de la muerte. Tuvo que andar hasta la plaza André Pieyre de Mandiargues para conectar con la prostitución residual del Barrio Chino acampada en las fronteras de la reserva lumpen, a punto ya para Enderrocs Siurana, la piqueta y allí La Gaditana le dijo que Pepita no se pinchaba, que era muy aprensiva y le tenía mucho miedo a contraer un mal malo.

– ¿Sobredosis Pepita? Como no fuera de vino de Málaga. Al vino de Málaga sí que le daba.

Cayetano había seguido a Carvalho desde la calle de las Tapias y le dejó rodeado cada vez de más viejas putas con deseos de ser útiles a no sabían qué o quién, todas ellas amigas íntimas de Pepita o Juanita o Paquita de Calahorra, daba lo mismo. Subió Cayetano hasta la calle San Pablo y buscó la plaza abierta a costa de parte de la calle Robadors y dedicada a la memoria de Salvador Seguí, el Noi del Sucre, un líder anarquista asesinado por pistolero de la patronal. Seguía siendo asesinado, ahora por los urbanistas que le habían dedicado un hueco urbano enmarcado por sorprendidas paredes restos de casas derrumbadas, fachadas de miserias deslumbradas por el sol de pronto aparecido y una humanidad de viejos, niños, muchachos entre dos estancias en la cárcel Modelo y policías que salían de un furgón permanente para desentumecer las piernas y el aburrimiento. El gordo estaba sentado en un banco demasiado bajo para su volumen y no dio acuse de recibo del mendigo que se sentaba a su lado.

– Te la estás buscando, ché. No has cumplido ninguna parte del acuerdo, pero el dinero te lo has quedado.

– Deje hacerlo a mi manera. Cumpliré. Pero ese detective merodea más de la cuenta, le he dejado a dos manzanas rodeado de íntimas amigas de Pepita de Calahorra. ¿Por qué sobredosis? Ella no se pinchaba.

– ¿Y a mí qué me cuentas? Del detective ése no te preocupes. Lo tengo controlado y raya. Hasta sé dónde vive su familia más lejana, la única que tiene, un tío que estuvo en Argentina mucho tiempo y que ahora quiere convencerle de que se vaya para allí a resolverle un problema.

– Ese tío de América vive en un sobreático, en la calle Marina. A las puertas de la Villa Olímpica. Procuro conocer el terreno que piso.

No volvió la cabeza el gordo para expresar su sorpresa y quería terminar la reunión cuanto antes.

– Te has de comer el marrón.

– El de Pepita no.

– Eso no es un marrón. Es una muerte accidental. Ya sabes a qué me refiero. Helga y Rocco. Ahora. Ahora mismo. Me dejas, te vas a ver a Lifante y cantas, no podías soportar que la Palita te vejara con ese tío pelirrojo canoso y con coleta, cantas hoy, porque si no lo haces el próximo eres tú.

Recorrió Cayetano la calle Robadors, apenas dos bares abiertos para las penúltimas profesionales, en la calle viejos muertos de sexo.

– A mi aire, señor, a mi aire. Cumpliré.

– Tu cadáver no va a tener un buen aspecto y nadie lo va a encontrar. ¿Quién va a interesarse por tu desaparición? ¿Tienes familia?

– Tuve un abuelo. Padres. Una prima.

– ¿Dónde?

– En el sur.

Se levantó Cayetano y musitó:

– Esta tarde, lo más tardar mañana a última hora, cumpliré.

Recorrió Cayetano lo que quedaba de la calle Robadors, apenas dos bares abiertos para las penúltimas profesionales, en la calle viejos muertos de sexo, por todas partes el anuncio de Enderrocs Siurana. Dobló por San Rafael, pasó ante Casa Leopoldo y desembocó en la plaza abierta a costa de parte de las calles Aurora y Cadena. Siguió por Aurora hasta llegar ante la puerta de plancha acanalada y oxidada de un almacén. Ningún candado ligaba la puerta a la acera y Cayetano la levantó con cuidado para que el óxido no la convirtiera en virutas de chatarra. Una nave sin otro contenido que las cagadas de las ratas, más allá el rectángulo de luz de un patio interior donde crecía una higuera y en torno de la higuera Bienzobas, Aguader, Pérez, la Reme y el grandullón de El Pequeñito. La higuera había conseguido prosperar durante cien, doscientos años, creciendo hacia el sol por la chimenea de aquel patio interior, sin otro riego regular que el goteo de las coladas tendidas cuando aquellas casas estaban habitadas.

– No hay que abusar de estos encuentros.

Empezó Bienzobas. Nunca había mirado a nadie a la cara y no iba a hacer una excepción. De vez en cuando observaba a sus compañeros de hurtadillas para comprobar que seguían allí o cabeceaba para respaldar la oratoria de la Reme, también conocida por La Pasionaria de la Derecha del Ensanche. La situación, según la Reme, corroboraba la tesis que ella había expuesto muchas veces, la necesidad de una organización estable de mendigos con sus normas y sus estatutos aprobados según la ley de asociaciones.

– Legal, nada. Ni hablar.

Oponía Pérez.

– La democracia me pilló en la cárcel y fuimos tan ingenuos que montamos una asociación de presos. Todo el mundo dijo que de buten, pero en cuanto había una reivindicación, ¿a quién fostiaban, a quién daban cera? A los camaradas asociados. Si a los cundas nos fostiaban, imaginaros lo que nos harían a los vagueras. Los cundas tienen un sitio, una razón social, la cárcel, ocupan un espacio físico. ¿Nosotros?


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