Repitió algo que me decía con mucha frecuencia: que no se reciben bien a los voluntarios en el mundo de la brujería, porque ya tiene propósitos propios y eso les dificulta enormemente renunciar a su individualidad. Si el mundo de los brujos exige ideas y actos contrarios a esos propósitos, los voluntarios simplemente se enfadan y se van.

– Revivir el vínculo de un aprendiz es un verdadero logro para un nagual -continuó don Juan-. Dependiendo, por supuesto, de la personalidad del aprendiz, la tarea puede ser lo más simple que hay, o uno de los peores dolores de cabeza que uno puede imaginar.

Don Juan me aseguró que, aunque yo pudiera tener otras ideas al respecto, la tarea de revivir mi vinculo con el intento no era tan molesta para él como la suya propia había sido para su benefactor. Admitió que yo tenía un mínimo de autodisciplina que me era muy útil, mientras que él nunca tuvo ni eso; y su benefactor, a su vez aún menos.

– La diferencia se puede observar en la manera cómo el espíritu toca la puerta -continuó-. En algunos casos, el toque es apenas perceptible. En mi caso, fue un comando. Había recibido un balazo; la sangre me salla a borbotones por un agujero en el pecho. Mi benefactor tuvo que actuar con rapidez y sin vacilación; de la misma manera que su benefactor lo hizo con él. Los brujos saben que cuanto más fuerte sea el comando, más difícil será el discípulo.

Don Juan me explicó que uno de los aspectos más ventajosos de su conexión con dos naguales fue el poder oír las mismas historias desde dos puntos de vista. Por ejemplo, la historia del nagual Elías y las manifestaciones del espíritu, vista desde la perspectiva del nagual Julián, el aprendiz, es la historia de la dura manera cómo el espíritu a veces toca la puerta.

– Todo lo relacionado con mi benefactor era muy difícil -dijo, y comenzó a reír-. Cuando tenía veinticuatro años, el espíritu no sólo tocó su puerta, sino que casi la echó abajo.

Dijo que la historia realmente empezó años atrás, cuando su benefactor era todavía un apuesto adolescente, vástago de una honorable familia de la ciudad de México. Un adolescente mimado, rico, con educación y con una personalidad tan carismática que todo el mundo lo quería, en especial las mujeres, quienes se enamoraban de él a primera vista. Desafortunadamente, estos atributos positivos no impedían su holgazanería, su total falta de disciplina, y su pasión por entregarse a todo vicio imaginable.

Don Juan dijo que dada su personalidad y su situación hogareña -era el único hijo varón de una viuda rica quien, junto con sus otras cuatro hijas, colmaron de mimos al joven- no era nada difícil entender cómo se entregaba al vicio. Aún sus mismos amigos lo creían un delincuente moral que vivía sólo para darse a los placeres eróticos.

A la larga, sus excesos lo debilitaron tanto que cayó mortalmente enfermo de tuberculosis, la temida enfermedad de la época. Pero su dolencia, en lugar de moderarlo, le creó una condición física que lo hizo sentirse más sensual que nunca. Ya que no tenía ni un mínimo de control, se entregó de lleno a la perversión y su salud se deterioró hasta el extremo en que no había esperanza para él.

El dicho de que no hay mal que venga solo fue totalmente cierto. Mientras su salud declinaba, falleció su madre, quien era su única fuente de apoyo y moderación. Le dejó una considerable herencia, que podría haberle servido para vivir toda su vida, pero siendo el pervertido que era, gastó en pocos meses hasta el último centavo. Al no tener profesión ni oficio con qué respaldarse, se puso a vivir de lo que le caía en las manos.

Sin el dinero que le proporcionaba seguridad, se quedó sin amigos e incluso las mujeres que en otros tiempos lo amaron, le volvieron la espalda. Por primera vez en su vida, se encontró frente a una realidad que le exigía algo de sí. Considerando su estado de salud, su situación podría haber sido el fin, pero era flexible. Decidió trabajar para ganarse la vida.

Sus hábitos de sensualidad, empero, eran demasiado profundos para ser cambiados y lo forzaron a buscar empleo en lo único para lo cual tenía habilidades naturales: el teatro. Él mismo decía, medio en broma, que sus credenciales artísticas eran sus exageradas y banales reacciones emocionales, y el haber pasado la mayor parte de su vida adulta en el lecho de actrices.

Se unió a una compañía teatral que viajaba a provincias. Fuera del círculo de amigos y relaciones que le era familiar se transformó en un actor dramático intenso: era siempre el héroe tísico de las obras religiosas y morales de la época.

Don Juan comentó que una extraña ironía había marcado siempre la vida de su benefactor. Ahí estaba él, un perfecto depravado muriéndose a causa de su vida disoluta y aun así, desempeñando papeles de santos y míticos. Incluso llegó a encarnar el papel de Jesús en la interpretación de la Pasión durante la Semana Santa.

Su salud resistió una sola gira teatral por los estados del norte: Dos cosas le sucedieron en la ciudad de Durango: su vida terminó y el espíritu tocó su puerta.

Tanto su muerte como el toque del espíritu llegaron al mismo tiempo, a plena luz del día en los matorrales. La muerte lo sorprendió en el acto de seducir a una joven. Ya estaba sumamente débil y ese día se excedió demasiado. La joven, vivaz, fuerte y locamente apasionada por él, lo incitó, con su promesa de hacer el amor, a caminar hasta un lugar muy apartado y solitario, a kilómetros de distancia. Allí, en vez de hacer el amor, lo obligó a forcejear con ella por horas enteras. Cuando la joven por fin se rindió, él estaba completamente exhausto y tosía tanto que casi no conseguía respirar.

Sintió un agudo dolor en el hombro. Tenía la sensación de que se le estaba desgarrando el pecho; un ataque de incontrolable tos lo hizo arquearse. Pero aun así su compulsión por buscar el placer lo obligó a consumar su seducción. Y continuó hasta que la muerte se le presentó en forma de una hemorragia. Fue entonces cuando el espíritu hizo su aparición, a través de la persona de un indio que acudió en su ayuda. Desde antes ya él había notado que el indio los seguía, pero no le dio más importancia al asunto, ya que estaba absorto en su seducción.

Vio, como en un sueño, a la chica. Ella no estaba asustada ni había perdido la compostura. Callada y eficientemente, se puso su ropa y se esfumó como una brisa.

También vio que el indio corrió hacia él y trató de incorporarlo. Lo oyó decir idioteces, suplicar a Dios y mascullar palabras incomprensibles en una lengua extraña. Después, el indio actuó con tremenda rapidez. Situándose de pie detrás de él, le propinó un fuerte golpe en la espalda.

Muy racionalmente, el moribundo dedujo que ese hombre o bien estaba tratando de desatascar el coágulo de sangre que lo mataba, o lo estaba tratando de asesinar. A medida que lo golpeaba en la espalda más y más, el agonizante quedó convencido de que era el amante o el esposo de la muchacha, y que lo quería matar por haberla seducido. Pero al ver sus ojos intensamente brillantes, cambió de parecer; comprendió que el indio estaba simplemente loco y que no tenía nada que ver con la mujer. Con su último destello de racionalidad, prestó atención a los masculleos del indio. Estaba diciendo que el poder del hombre era incalculable; que la muerte existía sólo porque nosotros habíamos aprendido a intentarla; y que el intento de la muerte podía ser suspendido al hacer que el punto de encaje cambiara de posición.

Después de tales aseveraciones, ya no le cupo la menor duda de que ese hombre estaba completamente loco. Su situación era tan terriblemente teatral, morir a manos de un indio loco que mascullaba idioteces, que juró vivir el drama hasta el fin. Y se prometió no morir de la hemorragia ni de los golpes, sino de risa. Y rió hasta morir.

Don Juan comentó que, naturalmente, su benefactor no podía tomar al indio en serio. Nadie en sus cabales lo haría, porque nadie tiene una conexión con el espíritu que esté limpia; mucho menos un posible aprendiz que, después de todo, no se estaba dando de voluntario a la brujería.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: