Don Juan se apretó los costados, riendo, y admitió que le divertía imaginar cuánto habría disfrutado su benefactor con ese diálogo entre ellos. En especial cuando él, en un paroxismo de horror rechazó la invitación, hecha en buena fe, para aprender brujería diciendo: "Yo soy un indio. Nací para odiar y temer a la brujería".
Belisario intercambió miradas con su mujer y su cuerpo empezó a sacudirse como en convulsiones. Don Juan lo observó con más atención y se dio cuenta de que estaba sollozando en silencio, obviamente herido por el rechazo. Su mujer tuvo que sostenerlo hasta que dejó de llorar y recobró la compostura.
Cuando ya salían de la casa, Belisario le dio a don Juan otro consejo. Le dijo que debía tener en cuenta dos cosas: que el monstruo aborrecía a las mujeres, y que don Juan debía mantenerse muy alerta por si aparecía un remplazante y sucedía que el monstruo le cobraba aprecio, al punto de querer cambiar de esclavo. Pero que no pusiera en ello muchas esperanzas, pues iban a pasar años antes de que siquiera pudiera salir de la casa. Al monstruo le gustaba asegurarse de que sus esclavos le eran leales o, cuando menos, obedientes.
Don Juan no pudo soportar más. Se desmoronó en llanto y le dijo a Belisario que a él nadie lo esclavizaría. En todo caso, siempre podía suicidarse. El anciano, muy conmovido por ese arranque confesó haber sentido exactamente lo mismo, pero, ¡caramba!, el monstruo era capaz de leer los pensamientos y cada vez que intentó quitarse la vida se lo había impedido de inmediato.
Belisario se ofreció otra vez a llevarse a don Juan con él para aprender brujería como la única solución posible. Don Juan le dijo que su solución era como saltar de la sartén al fuego.
Belisario empezó a llorar a gritos y abrazó a don Juan. Maldijo el momento en que le había salvado la vida y juró que él no tenía ni la menor idea de que fueran a cambiar puestos. Se sonó la nariz y,mirando a don Juan con ojos ardientes, dijo "La única manera de sobrevivir es si te disfrazas. Si no eres listo, el monstruo puede robarte el alma y convertirte en un idiota que solo hace sus quehaceres. ¡Que lástima que yo no tenga tiempo de enseñarte a ser actor!" y lloró aún más.
Don Juan, ahogado en lágrimas, le pidió que le enseñara cómo disfrazarse, porque él ni siquiera podía concebir lo que era un disfraz. Belisario le confió que el monstruo tenía muy mala vista y le recomendó experimentar con cualquier ropa que le agradara. Tenía, después de todo, muchos años por delante para probar diferentes disfraces. Abrazó a don Juan en la puerta, llorando abiertamente. Su esposa le tocó la mano a don Juan con timidez. Y se fueron.
– Nunca en toda mi vida, he sentido tal pánico y tal desesperación -dijo don Juan-. El monstruo hacía resonar los trastes dentro de la casa como si me esperara con impaciencia. Me senté en la puerta y gemí como perro adolorido. Después vomité de puro miedo.
Don Juan dijo que pasó horas sentado allí sin poder moverse. No se atrevía ni a huir ni a entrar. No es exageración decir que estaba al borde de la muerte cuando vio a Belisario moviendo los brazos, tratando frenéticamente de llamarle la atención desde el otro lado de la calle. El solo verlo ahí le brindó a don Juan un instantáneo alivio. Belisario estaba agazapado en la acera vigilando la casa. Le hizo señas a don Juan para que se estuviera quieto.
Después de un rato horriblemente largo, Belisario gateó unos cuantos metros y se agazapó otra vez, quedando completamente inmóvil. Así, arrastrándose de esa manera, avanzó hasta llegar al lado de don Juan. Le llevó horas hacer eso. Mucha gente pasó por la calle, pero nadie pareció notar la desesperación de don Juan o las maniobras del viejo. Cuando por fin Belisario llegó a su lado, le susurró que no se había sentido bien al dejarlo como perro atado a un poste. Su esposa no estaba de acuerdo, pero él había regresado para rescatarlo. Después de todo, gracias a don Juan, él había ganado su libertad.
Le preguntó a don Juan en un susurro, pero con gran fuerza, si estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por salir del atolladero. Y don Juan le aseguró que él era capaz de todo. De la manera más cautelosa, Belisario le tendió un atado de ropa. Luego delineó su plan. Don Juan debía ir al ala de la casa más alejada de las habitaciones del monstruo y cambiarse lentamente de ropa, comenzando por quitarse el sombrero y dejando los zapatos para el último. Tenía después que poner toda su ropa en un armazón de madera, una estructura tipo maniquí que debía construir rápidamente, tan pronto estuviera dentro de la casa.
El siguiente paso consistía en que don Juan se pusiera el único disfraz que engañaría al monstruo: las ropas en el paquete.
Don Juan corrió al interior de la casa y preparó todo. Construyó una especie de espantapájaros con los palos que encontró en el patio; luego se quitó la ropa y la colocó en el armazón. Pero al abrir el paquete se llevó la sorpresa de su vida. ¡El paquete contenía ropas de mujer!
– Me sentí más que estúpido -dijo don Juan- y estaba a punto de ponerme mi propia ropa otra vez cuando escuché los gruñidos inhumanos de ese hombre monstruoso. ¡Yo estaba perdido! Me habían criado, en realidad, para despreciar a las mujeres y para creer que la única función de la mujer es cuidar al hombre. Ponerme ropas de mujer era para mí tanto como convertirme en mujer. Pero mi miedo era tan intenso que cerré los ojos y me puse la pinche ropa.
Miré a don Juan imaginándolo con ropas femeninas. La imagen era tan ridícula que estallé en carcajadas.
Según contó don Juan cuando el viejo Belisario, que lo esperaba en la acera de enfrente, lo vio con ese disfraz comenzó a llorar sin control. Sollozando así guió a don Juan hasta las afueras del pueblo donde su mujer estaba esperando junto con los dos arrieros. Uno de ellos, muy atrevidamente, le preguntó a Belisario si estaba robándose a esa muchacha tan rara para venderla a un prostíbulo. El viejo lloró tanto que parecía estar a punto de desmayarse. Los arrieros no sabían qué hacer con las lágrimas del viejo, pero la esposa en lugar de apiadarse de don Juan o del pobre viejo, comenzó a carcajearse a su vez, sin que don Juan pudiera comprender la razón.
El grupo inició el viaje en la oscuridad por caminos poco transitados, con rumbo al norte. Belisario no habló mucho. Parecía estar asustado y a la espera de dificultades. Su esposa peleaba con él constantemente y se quejaba de que ponían su libertad en peligro al llevarse a don Juan con ellos. Belisario le dio órdenes estrictas de no volver a mencionar el asunto, por miedo a que los arrieros descubrieran el disfraz de don Juan. Aconsejó a don Juan que mientras no supiera portarse convincentemente como mujer, actuara como una persona un poquito tocada de la cabeza.
En pocos días, el miedo de don Juan había disminuido bastante. De hecho, se sentía con tanta confianza que ni siquiera recordaba haber tenido miedo. De no haber sido por la ropa que vestía, hubiera podido considerar toda la experiencia como un mal sueño.
Don Juan me aclaró que usar ropas de mujer bajo esas condiciones le produjo una serie de cambios drásticos. La esposa de Belisario lo instruyó, con verdadera seriedad, en todo lo que corresponde a una mujer. Don Juan la ayudaba a cocinar, a lavar la ropa y a juntar leña. Belisario le rasuró la cabeza y le untó una medicina de olor muy fuerte y desagradable diciendo a los arrieros que la chica estaba llena de piojos. Don Juan dijo que como era lampiño, no le fue difícil pasar por mujer, pero se sentía asqueado consigo mismo, con toda esa gente y, sobre todo, con su destino. El acabar usando ropas femeninas y haciendo labores de mujer era más de lo que él podía soportar.
Un día explotó. Los arrieros fueron la gota que desborda el vaso. Esperaban y exigían que esa muchacha tan rara los sirviera y los entretuviera como una esclava. Además, lo obligaban a estar siempre en guardia, porque considerándolo mujer le hacían proposiciones deshonestas en cada oportunidad que tenían.