Me sentí impulsado a hacerle una pregunta.

– ¿Estaban los arrieros en complicidad con su benefactor? -pregunté.

– No -replicó y comenzó a reír a carcajadas-. Eran dos simpáticos muchachos que habían caído momentáneamente bajo su hechizo. El había alquilado sus mulas para cargar sus plantas medicinales y llevarlas a Durango. Pero les dijo que les pagaría muy bien si lo ayudaban a secuestrar a una joven.

"La única cómplice era la bella y esbelta mujer que se intercambiaba con la india gorda".

La naturaleza y el alcance de los actos del nagual Julián me dejaron atónito. Me imaginé a don Juan rechazando proposiciones amorosas y lloraba de risa.

Don Juan continuó con su relato. Dijo que el día que explotó se enfrentó al viejo con severidad y le anuncié que la farsa había durado bastante, y que los arrieros no lo dejaban en paz con sus insinuaciones soeces. Belisario sin inmutarse le aconsejó ser más comprensivo, porque ya se sabe que los hombres siempre serán hombres; y se echó a llorar a gritos, desconcertando a don Juan por completo, al punto de hacerlo defender furiosamente a las mujeres.

Se había apasionado tanto con la condición de la mujer que se asustó a sí mismo. Le dijo a Belisario que de seguir así, terminaría peor que si se hubiera quedado de esclavo del monstruo.

Su desconcierto creció aún más cuando el viejo Belisario, llorando sin control, murmuró idioteces: que la vida era linda, que el poquito precio que teníamos que pagar por ella era una ganga, y que el monstruo podría devorarle el alma de don Juan sin siquiera permitirle suicidarse.

"Coquetea con los arrieros", le aconsejó a don Juan en un tono conciliatorio. "Son campesinos primitivos; todo lo que quieren es jugar, así que dales un empujoncito tú también cuando te lo den a ti. Deja que te toquen la pierna. ¿Qué te cuesta?" y siguió llorando a lagrima viva.

Don Juan le preguntó por qué lloraba así.

– Porque tú eres perfecto para todo eso -respondió, mientras su cuerpo se retorcía con la fuerza de su llanto.

Don Juan le agradeció a Belisario por todas las molestias que se había tomado por él, añadiendo que ya se sentía salvo y que quería marcharse. "El arte del acecho es aprender todas las singularidades de tu disfraz", dijo Belisario sin prestar atención a lo que don Juan le estaba diciendo. "Y aprenderlas tan bien que nadie podría descubrir que estás disfrazado. Para hacer eso, necesitas ser despiadado, astuto, paciente, y simpático".

Don Juan no tenía idea de lo que Belisario estaba hablando. En lugar de averiguarlo, le pidió ropas de hombre. Belisario se mostró muy comprensivo. Le dio a don Juan algunas ropas viejas y unos cuantos pesos de regalo. Le prometió que su disfraz siempre estaría ahí, disponible, en caso de necesitarlo. Nuevamente, lo instó con vehemencia para que se fuera a Durango con él a aprender brujería y así librarse del monstruo de una vez por todas. Don Juan le dio las gracias, pero se rehusó. Sin decir palabra, Belisario se despidió dándole fuertes palmadas en la espalda, repetidas veces.

Don Juan cambió de ropa y le pidió a Belisario que le indicara el camino. Este le respondió que el rumbo de la senda era hacia el norte y si la seguía tarde o temprano llegaría al siguiente pueblo. Agregó que a lo mejor se volvían a cruzar en el camino ya que todos llevaban la misma dirección: la que los alejara del monstruo.

Libre al fin, don Juan se alejó lo más rápidamente que pudo. Debió haber caminado dos o tres kilómetros antes de encontrar señales de gente. Sabía que había un pueblo en las cercanías y pensó que quizás podría conseguir trabajo ahí en tanto decidía a dónde ir. Se sentó a descansar por un momento, anticipando las dificultades que normalmente encontraría cualquier forastero en un pueblo apartado. De pronto, con el rabillo del ojo, alcanzó a ver un movimiento entre los matorrales que bordeaban la senda. Tuvo la sensación de que alguien lo observaba. Se aterrorizó tanto que saltó y empezó a correr en dirección al pueblo, pero el monstruo le salió al frente y arremetió contra él, tratando de aferrarlo por el cuello. Falló por un par de centímetros. Don Juan gritaba como nunca había gritado jamás, sin embargo, tuvo suficiente control como para girar en redondo y correr de regreso en busca de Belisario.

Mientras don Juan corría para salvar la vida, el monstruo iba tras él, abriéndose paso entre los arbustos a sólo unos cuantos metros de distancia. Don Juan dijo que nunca en su existencia había oído un ruido más pavoroso. Por fin, vio a las mulas moviéndose con lentitud en la distancia y gritó pidiendo auxilio.

Belisario; al reconocerlo, corrió hacia él desplegando evidente terror. Le arrojó el paquete de ropas de mujer y gritó 'corre como vieja, tonto'.

Don Juan admitió no saber cómo tuvo la presencia de ánimo necesaria para correr a la manera de las mujeres, pero lo hizo. El monstruo dejó de perseguirlo. Belisario le indicó que se cambiara apresuradamente mientras él mantenía al monstruo a raya.

Sin mirar a nadie, don Juan se unió a la mujer de Belisario y a los sonrientes arrieros, quienes evidentemente nunca se dieron cuenta de que la chica rara era hombre. Nadie dijo una palabra durante días. Por fin, Belisario le habló a don Juan y comenzó a darle lecciones diarias de cómo se comportan las mujeres. Le dijo que las mujeres indias eran practicas y que iban directamente al grano, pero que también eran muy tímidas y siempre que se sentían acosadas mostraban las señales físicas del miedo en sus ojos huidizos, en sus bocas apretadas, y en las dilatadas aletas de la nariz. Todas estas señales iban acompañadas de una terrible obstinación; una testarudez de mula seguida por una risa tímida.

Belisario hizo que don Juan practicara esa conducta femenina en cada pueblo por donde pasaban. Don Juan estaba sinceramente convencido que le estaba enseñando a ser actor. Belisario insistía en que le estaba enseñando el arte del acecho. Le dijo a don Juan que el acecho es un arte aplicable a todo, y que consiste de cuatro facetas: el no tener compasión, el ser astuto, el tener paciencia, y el ser simpático.

Otra vez sentí el impulso de romper el hilo de su relato.

– ¿Pero, no es que el acecho se enseña en la conciencia acrecentada profunda? -pregunté.

– Por supuesto -replicó con una sonrisa-. Pero debes comprender que, para algunos hombres, usar ropas de mujer es la puerta de entrada a la conciencia acrecentada. Para mí lo fue. De hecho, vestir a un brujo macho de mujer es más eficaz, para entrar a la conciencia acrecentada, que empujar su punto de encaje, pero más difícil de ejecutar.

Don Juan dijo que su benefactor lo entrenaba diariamente en las cuatro facetas, los cuatro modos del acecho e insistía en que don Juan comprendiera que no tener compasión no significaba ser grosero; ser astuto no significaba ser cruel; tener paciencia no significaba ser negligente y ser simpático no significaba ser estúpido.

Le enseño que esas cuatro disposiciones de animo debían ser perfeccionadas hasta que fueran tan sutiles que nadie las pudiera notar. Creía que las mujeres eran acechadoras innatas. Y convencido de ello, sostenía que sólo en ropa de mujer podía un hombre aprender el arte del acecho.

– Fui con él a cada mercado de cada pueblo por el que pasamos. Y regateaba con todo el mundo -continuó don Juan-. Mi benefactor se hacía a un lado y me observaba. -No tengas compasión de nadie, pero sé encantador -me decía-. Sé astuto, pero muy decente. Ten paciencia, pero sé activo. Debes ser muy simpático y al mismo tiempo aniquilador. Sólo las mujeres pueden hacer eso. Si un hombre actúa de ese modo se lo toma por afeminado.

Y como para asegurarse de que don Juan se mantuviera en línea, el hombre monstruoso aparecía de cuando en cuando. Don Juan lo alcanzó a ver merodeando por el campo. Lo veía, en especial, después de que Belisario le palmeaba vigorosamente la espalda, supuestamente para aliviarle un agudo dolor nervioso en el cuello. Don Juan rió diciendo que no tenía la menor sospecha de que con las palmadas lo hacía entrar en la conciencia acrecentada.


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