—¿Qué pasó? ¿Qué fueron esas voces? —Yanina se ha encogido buscando las sombras, ha retrocedido de espaldas, huyendo de la figura que aparece en el corredor iluminado, que cruza hacia las cocheras al no hallar respuesta, y que persiste en su llamado—: ¿Quién está ahí? ¿Qué es esto? ¡Ana...!

Sorprendida, la señora D'Autremont se ha inclinado sobre el desmayado cuerpo de Ana. Rápida y silenciosa, Yanina se aleja, mientras la voz de Sofía se eleva llamando insistentemente:

—¡Yanina... Yanina... Esteban... Esteban...!

—¡Doña Sofía! —exclama Aimée acercándose asustada. Y de pronto, con verdadero pánico al reconocer la figura inerte que se halla en el suelo, prorrumpe—: ¡Oh, Ana! ¿Qué pasó? ¿Qué pasó?

—Es lo que quisiera saber... Oí voces, un carro... Llamé y no respondieron; salí a ver lo que ocurría y... No sé qué es lo que tiene esta mujer...

—Parece desmayada, pero...

Aimée ha mirado con ansia el corpiño abierto; con febril angustia palpa su pecho, sus manos, registra sus bolsillos y vuelve la mirada espantada hacia la dama que se ha puesto de pie, al tiempo que explica:

—Hubiera jurado que había alguien junto a ella... Cuando me sintieron acercarme, huyeron... ¡Y me sorprende muchísimo que nadie aparezca!

—¡Oh! Tengo que ir al ingenio... —murmura Ana entre gemidos, ya volviendo poco a poco en sí.

—¿Qué dice?—quiere saber Sofía.

—Nada... Locuras... Parece que delira... —replica Aimée sumamente nerviosa—, ¡Ana, soy yo, y aquí está doña Sofía también! ¿Entiendes? ¡Aquí está doña Sofía!

—Doña Sofía, sí... —murmura Ana haciendo un esfuerzo—. ¡Ay, mi cabeza...! —se queja. Y de pronto, con espanto repentino, exclama—: ¡La carta! ¡Me la quitaron!

—¿Qué carta era ésa? —se aviva la curiosidad de Sofía.

—¡Estás delirando, Ana! —Las uñas de Aimée se han clavado en la muñeca de la mestiza.

Recobrando del todo el sentido. Ana mira el rostro furioso de Aimée, y luego aquel otro rostro pálido, grave y atento, inclinado sobre ella, y aquella voz que es ley en tierras de los D'Autremont:

—¿Qué te ha ocurrido, Ana?

—¡Ay, señora! No sé... no sé... no sé... —rompe a llorar Ana con visible angustia.

—¡No llores y responde! —recrimina Sofía—. ¿Dices que te quitaron la carta?

—Ha debido resbalar y caerse —interviene Aimée, conciliadora, tratando de desviar la investigación de su suegra.

—Pero a tu lado había alguien, Ana. ¿Quién era? —insiste la señora D'Autremont.

—¡No sé... no sé...! —trata de eludir la sirvienta.

—No sabe nada, doña Sofía —vuelve a intervenir Aimée—. Ya sabe usted cómo es ella... Tiene poca cabeza... No se preocupe más... La llevaré a la cocina y haré que la atiendan... No se moleste usted...

—Sí, hija, ve con ella... Yo me he llevado un susto atroz... No sé dónde se meten los criados, que nunca aparecen cuando más se les necesita. —Y alzando algo la voz, llama de nuevo—: ¡Yanina...!

Por el lado opuesto ha aparecido Yanina, impecable, correcta, con el mismo gesto de perfecta solicitud con que se acerca siempre a su señora, y se ofrece humildemente:

—Aquí estoy, madrina, ¿me llamaba usted?

—Te llamé hace rato... Ana se ha dado un golpe, ha sufrido un desmayo... No sé, en realidad... No sabemos... Haz que la atiendan, Yanina...

—No, por Dios... Yo la atenderé —advierte Aimée rápidamente—. Que Yanina la acompañe a usted, doña Sofía... La señora está asustada, Yanina. Creo que necesita una taza de tila inmediatamente... ¡Vamos, Ana!

—¡Qué accidente más extraño! —comenta Sofía.

—Todo es ahora extraño en esta casa, señora. Pero lo único lamentable es que la hayan asustado a usted. Voy hasta la cocina para hacerle una taza de tila...

—No, Yanina, déjalo... Dame el brazo y acompáñame a mi cuarto. Hemos de hablar nosotras también...

—¿Quién te quitó la carta? ¿Quién? —apremia Aimée en un deplorable estado de nerviosidad.

—¡Ay, señora... no sé...! —lloriquea Ana.

—¡Maldita imbécil! Pero, ¿qué te pasó? ¿Qué pudo pasarte?

—Ya le he contado... El Bautista ese... Yo estaba montada en el carro, el Esteban venía ya e íbamos a salir para el ingenio... Llegó el Bautista hecho un demonio y me bajó a tirones. Luego le gritó al Esteban que se fuera y él mismo le arreó los caballos... Yo quise salir corriendo detrás del carro y el Bautista me empujó... Si, me empujó y me dio una patada también. Después, ya no me acuerdo... Me di contra una piedra... Ya no sé nada más, mi ama, ya no sé...

—Estabas totalmente desabrochada. Alguien te registró, te quitó la carta... ¿Quién fue? ¿Quién pudo ser? ¿Bautista acaso? ¿Quién más estaba ahí?

—Nadie... yo no vi a nadie... Yo estaba sola, el Esteban venía... El Bautista llegó corriendo... ¡Seguro fue Bautista, señora!

—Si Bautista tiene esa carta, no se la entregará a Renato, no se atreverá a ponerse frente a él, preferirá vendérmela a mí a buen precio. Tengo que buscarlo, que hablar con él... —Una campanada del reloj de pared la interrumpe, y con sobresalto exclama—: ¡Oh...! La hora que es... Tengo que rescatar esa carta como sea.

Aiméé ha mirado de nuevo por las ventanas. No hay nadie en los portales ni en las galerías, ni en el ancho trecho que separa el edificio central de las cocheras. Ningún ruido se percibe tampoco del otro lado de la casa. Temblando de angustia vuelve hasta el armario cercano, toma un espeso chal de seda, envolviéndose en él la cabeza y los hombros, mientras Ana le mira sorprendida, los gruesos labios entreabiertos, y pregunta:

—¿Adonde va, señora Aimée?

—A buscar a Bautista. Seguramente está escondido en las cocheras. ¡Buen cuidado tuvo de no asomarse cuando lo llamó doña Sofía!

Ha ceñido más el chal alrededor de su cuerpo estatuario, se lo ha echado más a la cara cubriéndola casi por completo, donde sólo brillan sus ojos encendidos de fiebre. Con las dos manos en el pecho, donde el corazón parece golpear, espía un momento el desierto pasillo, y sale rápida y silenciosa como una pantera.

—¿Quieres abrir esa ventana? Esta noche parece que faltara el aire... Esta noche he vuelto a sentir que me ahogo, como en los primeros años en que llegué a estas tierras.

Precisa, silenciosa, con la rapidez y la perfección que son características en ella, Yanina ha abierto la ventana de la amplia alcoba de Sofía, pero en nada cambia el ambiente de la lujosa estancia, no hay una ráfaga de viento, no hay una nube en el oscuro cielo tachonado de estrellas. Es una de esas noches sin luna en que se entretejen los luceros, tan apretados como una red de plata, sobre el terciopelo del firmamento. Con suave paso, la pálida soberana de Campo Real se acerca a la ventana, y el cuerpo delgado, oscuro y vibrante de Yanina, retrocede un paso cediéndole el sitio respetuosamente.

—Durante muchos años aborrecí esta tierra hasta en lo que tiene de más hermoso: su campo, su cielo, su sol de fuego, sus noches inmóviles... ¡Cuántas noches como ésta creí asfixiarme y eché a andar desesperada por esos senderos!

Sofía ha extendido la mano hacia los oscuros campos silenciosos, mientras se siente como invadida, como golpeada por una marejada de recuerdos... ardientes recuerdos de sus primeros meses de casada, amargas memorias de los largos años en que esperara cada noche a Francisco D'Autremont, calculando con áspero despecho en qué brazos olvidaría su nombre, en qué labios estaría bebiendo la miel de un amor que a ella sólo llegaba ya como una sonrisa, como una ternura deferente, como un amable y frío respeto...

—¿No va usted a acostarse, madrina? Necesita descansar...

—Esta noche no tengo sueño. Hemos de hablar, Yanina. ¿Quieres escucharme?

—Desde luego, madrina.

Yanina ha inclinado la cabeza con aquel gesto de frío respeto que suele hacer como una autómata, pero las manos temblorosas se juntan, apretándose sobre el pecho, y tiembla más al contacto de aquella carta. Allí tiene la prueba, el arma terrible, el puñal con que puede de un golpe certero destronar a su odiada rival... Pero, ¿rival en qué? Al bajar la cabeza se ha mirado a si misma, contemplando a su pesar el traje típico con que se viste; la ancha falda de tela floreada, el delantal blanquísimo, y vuelve a mirar también, como otras veces, sus delgadas manos morenas... Son finas y bellas, cuidadas con esmero... manos color de cobre claro, forzadamente castas, que se crispan en el ansia de todas las candas, que se cierran como queriendo atrapar un anhelo imposible, manos a la vez puras y lúbricas, generosas y perversas... manos que al fin se saben dueñas del turbio destino de Aimée...


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: