—¿Estás cansada? Siéntate, Yanina...

—No, madrina, no estoy cansada —afirma Yanina refrenando a duras penas su impaciencia—. Pero temo que usted... que usted si se fatigue más de la cuenta...

—Sí... Mi corazón marcha despacio... Ha amado y ha sufrido demasiado. Es natural... Pero dejemos eso; quiero hablar de Renato... Por él, y para él, necesito que haya paz absoluta en esta casa. Renato la necesita; es el único ambiente en el que respira su corazón tan sensible, tan tierno... y tan apasionado también. Renato es como un niño, Yanina... y contra sus años, contra su fuerza y contra su orgullo de hombre, como a niño tengo que defenderlo. No sé si me comprendes; pero necesito que me comprendas para que no te parezca una ingratitud lo que voy a decirte... Es preciso que Bautista, y que tú misma, se alejen de esta casa...

—¿Cómo? ¿Qué? —se sorprende dolorosamente Yanina—. ¿Va usted a echarnos, madrina?

—¿Para qué emplear ésa frase tan fea, y que al mismo tiempo no es cierta? No, Yanina. He pensado que tu tío debe volver a Francia y que es justo que tú le acompañes. ¿No te gusta la idea de hacer un viaje a Europa?

—Yo lo único que quiero es estar junto a usted, madrina...

—Esperaba esa respuesta... Te la agradezco, y desde luego, es la justa en el primer momento. Pero a poco que pienses en él, le tomarás gusto al viaje... Te echaré de menos, es para mí un verdadero sacrificio...

—Pero piensa usted que el señor Renato no quiere verme, ¿verdad?

—Al menos por algún tiempo, más vale evitarle la ocasión de ver a Bautista... Tú nada has hecho, ya lo sé... pero se lo recuerdas. Piensa que se quedó aquí Bautista contra la voluntad de mi hijo. En estos días espero que también Juan del Diablo se aleje. He puesto los medios, y se irá... Quiero darle a Renato una verdadera luna de miel, pues no la ha tenido por la intranquilidad de estos días, por los continuos problemas que se le presentan...

—Si el señor Renato volviera a poner a mi tío en su puesto, no tendría problemas. Con él no los había... El señor Renato está ciego, no sabe dónde están sus amigos y sus enemigos... No sabe distinguir...

—Yanina, ¿por qué dices eso? —le ataja Sofía con severidad.

—Usted lo sabe igual que yo, madrina...

—Tal vez lo sepa, pero no quedan bien esas palabras en tus labios. Además, quiero que me digas qué razón has tenido para decirlas. ¿A quién te refieres? ¿Has visto, has oído algo para...?

Yanina se ha llevado las manos al pecho, ha palpado de nuevo el duro papel de aquella carta, pero su rostro permanece impasible, nada delata en él la hoguera en la que se abrasa... Suave y cortésmente, dice su mentira:

—Sólo sé lo que le he oído decir a usted, madrina. Perdóneme si...

—No es nada... Comprendo lo que sientes... Tengo por ti gratitud y cariño, hijita, y no te abandonaré nunca. ¿Comprendes? Si no te hallas bien en Europa, puedes volver, seguirme acompañando, y cuando aquí o allá te llegue el momento en que quieras casarte con un buen muchacho de tu clase, te daré una dote con la que has de sentirte dueña y señora de tu hogar...

—Gracias, madrina. No esperaba menos de usted —observa Yanina en forma fría, aunque cortés.

—Sé que te he hecho pasar un trago amargo... Vete a descansar. Pareces nerviosa e impaciente... Anda, vete a buscar a tu tío, háblale de esto y dile que no volverá a Francia con las manos vacías, sino con dinero para vivir sin trabajar o para establecer por su cuenta un pequeño negocio...

—Gracias otra vez, madrina.

Yanina ha besado la mano de Sofía con un gesto automático y se ha alejado después. Frente a la puerta cerrada del despacho, se detiene, con las manos en el pecho para sentir el roce de aquella carta. Y sintiendo también el golpeteo de su corazón desbocado, sintiendo en sus labios, ardidos por el fuego de una pasión sin esperanza, que la hiel del rencor es más amarga que nunca, murmura con rabia:

—¡Echarme de esta casa, alejarme de él...! ¡Ya veremos! ¡Ya veremos quién es la que se aleja!

Hasta el fondo de las cocheras ha llegado Aimée, el pasó rápido y nervioso, la mirada escrutadora... Pero el antiguo mayordomo no se halla en las cocheras, ni en los establos, ni en el departamento de los gañanes, ni en los cuartones destartalados donde se guarda el pienso. Aimée esquiva el encuentro con el somnoliento mozo de guardia, cruza bajo los arcos y se detiene con sorpresa frente a una figurilla fina y oscura que, trepada en lo alto de un montón de heno, parece devorar algo a escondidas.

—Colibrí, ¿qué haces aquí?

—Yo... yo, nada... comer... Pero yo no me robé la empanada. Ana me dijo...

—Acércate y no hables fuerte. ¿Dónde está Juan del Diablo? ¿Por qué no andas con él como siempre? ¿No sabes dónde está? ¡Contesta!

—Pues no sé dónde está, mi ama, de veras que no sé. Él se fue esta mañana para el ingenio... —Y en tono de misterio, agrega—: Se llevó dos caballos... Uno primero y otro después, y me dijo que no hablara con nadie, que no le dijera nada a nadie, que si me buscaban para preguntarme, me escondiera. Y toda la tarde estuve escondido, hasta que se fue ese viejo malo que le pega a la gente... Bautista, ¿no?

—¿Bautista? ¿Que Bautista se fue?

—Si, mi ama, se fue. Metió ropa en un saco, y dos panes y un queso... Luego metió el saco en la alforja de una muía negra que estaba de aquel lado, se puso la chaqueta y el sombrero, cogió la escopeta del sereno, se montó en la mula y se fue...

—¡Bautista se fue... se fue...! —murmura Aimée consternada—. ¿Y tu amo, Colibrí? Dime todo lo que sepas de él. ¡Dímelo!

—Usted también lo sabe, porque es el ama nueva, ¿no? Eso me dijo el amo... Que íbamos a tener ama nueva y que era usted. Yo a nadie, a nadie le digo nada, pero usted si lo sabe... Usted lo sabe todo...

—¿El qué? ¿El qué es todo?

—El barco está en la playa chiquita, al lado del ingenio, y esta noche a las doce estará el amo detrás de la iglesia, y usted se va con él... ¡Usted y yo nos vamos con él!

Aimée ha cerrado los ojos sintiendo que algo helado la recorre de pies a cabeza. Es terror, es espanto... Todo es cierto, respiran verdad las ingenuas palabras del muchachuelo que se ha acercado a hablarle en tono de misterio, brillantes los negros ojos sobre el rostro oscuro, tembloroso y asustado él también. Con angustia mira Aimée a todas partes hasta comprobar que nadie ha escuchado las palabras del pequeño... Luego piensa en aquella carta, caída sabe Dios en qué mano. ¿Pero qué importa aquel papel, comparado con el apremio del momento? El Luzbelescondido muy cerca, aguardándoles, listo para partir quién sabe hacia qué rumbos, hacia qué aventuras, hacia qué puertos... El Luzbel, un barquichuelo ridículo donde la voluntad de Juan es omnipotente, donde habría de someterse, como una esclava, a su dominio, perdido todo: fortuna, dignidad, posición, derechos... hasta el nombre. Ha juntado las manos, ha alzado los ojos al cielo... Si supiera rezar, rezaría en este instante; pero como un relámpago pasa un nombre por su pensamiento:

—¡Mónica! ¡Mónica! Ella puede salvarme... ¡Sólo ella...!

Como una fiera perseguida, ha salvado Aimée el ancho terreno que separa las caballerizas del lujoso edificio central, pero no tuerce hacia el lado izquierdo... Va directamente hacia las habitaciones de los huéspedes, salva la escalinata de piedra, llega junto a la puerta del cuarto de Mónica y alza sin llamar el picaporte, entrando de repente...

Lentamente, Mónica se levanta del reclinatorio en que oraba inclinada la frente, y poco a poco va dominando su emoción, su angustia, su extrañeza, mientras juntas las manos, viviendo un minuto de verdadera agonía, Aimée le aguarda...

—¿Qué te pasa, Aimée? ¿Qué tienes? ¿Para qué vienes a buscarme así?

—No sé ni para qué vengo ni sé cómo me arriesgo acudir a ti... No merezco tu ayuda ni tu apoyo. Merezco que me vuelvas la espalda, que me eches de aquí sin oírme siquiera...


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