– No sé qué decir -murmuró, con los ojos llenos de lágrimas-. Debiste de sentir mucho miedo.

– Un poco. Nunca me acusaron formalmente, sino que se limitaron a detenerme para interrogarme. Supongo que te acordarás del sheriff Grody. No sentía ninguna simpatía por mí. Más tarde, comprendí que simplemente estaba aprovechando la oportunidad para hacerme sudar un poco. Otra persona hubiera manejado el asunto de un modo muy diferente. Además, aquella noche ocurrió algo más, algo que ayudó a equilibrar la balanza un poco. Mi padre se puso de mi lado. Yo nunca me habría imaginado que me apoyaría de ese modo, sin preguntas, sin dudas. Simplemente me dio su apoyo total. Supongo que eso cambió mi vida.

– Mi padre sabía lo mucho que aquella noche significaba para mí -dijo Vanessa-. Lo mucho que tú significabas para mí. Toda mi vida había hecho lo que él quería… excepto en lo que se refería a ti. Se encargó de ocuparse también de eso.

– Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, Van…

– Yo no creo que pueda…

Una exclamación ahogada de dolor interrumpió sus palabras. Alarmado, Brady la giró para tenerla frente a frente.

– Vanessa, ¿qué te pasa?

– No es nada… -susurró. Desgraciadamente, la segunda oleada vino demasiado fuerte, demasiado rápidamente y la hizo doblarse en dos. Con rapidez, Brady la tomó en brazos y se dirigió directamente hacia la casa- No, no hace falta. Estoy bien. Sólo ha sido un pinchazo.

– Respira lentamente.

– Maldita sea, te he dicho que no es nada. Espero que no vayas a montar una escena -susurró, a duras penas.

– Si tienes lo que creo que tienes, vas a verme montar una buena escena.

Cuando entraron en la cocina, ésta estaba vacía. Brady subió rápidamente las escaleras y tumbó a Vanessa sobre la cama de Joanie. Encendió la lámpara y comprobó que la piel de la joven estaba pálida y sudorosa.

– Quiero que trates de relajarte, Van.

– Estoy bien -respondió ella, a pesar de que el ardor no había pasado-. Sólo es estrés y tal vez un poco de indigestión.

– Eso es lo que vamos a descubrir ahora mismo. Quiero que me digas si te hago daño -dijo, mientras se sentaba a su lado. Muy suavemente, le apretó la parte inferior del abdomen-. ¿Te han operado de apendicitis?

– No.

– ¿Alguna otra cirugía abdominal?

– No.

Brady la miró fijamente a los ojos mientras proseguía con el examen. Cuando apretó justamente debajo del esternón, vio que el dolor se dibujaba en los ojos de Vanessa antes de que ella gritara. Aunque tenía un gesto serio en el rostro, le tomó la mano suavemente.

– ¿Cuánto tiempo hace que sientes dolor?

– Todo el mundo siente dolor -replicó ella. Se sentía avergonzada de haber gritado.

– Contesta a mi pregunta.

– No lo sé.

– ¿Cómo te sientes ahora?

– Bien, sólo quiero…

– No me mientas. ¿Tienes sensación de ardor?

– Un poco -admitió, al ver que no le quedaba elección.

– ¿Te ha ocurrido esto antes, después de haber tomado alcohol?

– En realidad ya no bebo.

– ¿Porque es esto lo que te ocurre?

Vanessa cerró los ojos. ¿Por qué no la dejaba en paz?

– Supongo que sí.

– ¿Sientes algo que te corroe por dentro, justo aquí, debajo del esternón?

– A veces.

– ¿Y en el estómago?

– Supongo que es una molestia algo más fuerte.

– Como cuando tienes hambre, aunque mucho más agudo.

– Sí, pero se pasa.

– ¿Qué te estás tomando para el dolor?

– Medicamentos que puedo comprar sin receta. Mira, Brady, veo que convertirte en médico se te ha subido a la cabeza. Estás creando una enfermedad a partir de nada. Me tomaré un par de antiácidos y me pondré bien.

– La úlcera no se trata con antiácidos.

– Yo no tengo úlcera. Eso es ridículo. No vomito nunca.

– Escúchame. Vas a ir al hospital para hacerte unas pruebas y también vas a hacer lo que yo te diga.

– No pienso ir al hospital -replicó ella. Aquella idea le hacía recordar el horror de los últimos días de su padre-.Tú no eres mi médico. Ahora, déjame marchar.

– Vas a quedarte aquí. Y quiero decir aquí mismo.

Vanessa obedeció, aunque sólo porque no estaba segura de poder ponerse de pie. Se preguntó por qué había tenido que ocurrirle allí. Había tenido ataques tan virulentos como aquél, pero siempre había estado sola. Siempre había podido superarlos y los superaría también en aquella ocasión. Justo cuando estaba levantándose de la cama, Brady regresó con su padre.

– ¿A qué se debe todo esto? -preguntó Ham.

– Brady está exagerando -respondió ella con una sonrisa. Se habría levantado si Brady no se lo hubiera impedido.

– El dolor la hizo doblarse en dos cuando salimos a dar un paseo. Tiene ardor y sensación de dolor agudo bajo el esternón.

Ham se sentó en la cama y empezó a examinarla suavemente. Le hizo más o menos las mismas preguntas que Brady. A medida que ella iba respondiendo, la expresión de su rostro se iba haciendo cada vez más severa.

– ¿Qué está haciendo una chica tan joven como tú con una úlcera? -le preguntó por fin.

– Yo no tengo úlcera.

– Pues dos médicos te están diciendo todo lo contrario. Creo que tu diagnóstico es acertado, Brady.

– Los dos os equivocáis -insistió ella. Trató de ponerse de pie, pero Ham se lo impidió. Con suavidad, la hizo recostarse contra la almohada.

– Por supuesto, confirmaremos este diagnóstico con radiografías y pruebas -dijo Ham.

– No pienso ir al hospital -afirmó ella-. Las úlceras las tienen los corredores de bolsa de Wall Street y los presidentes de empresas. Yo no me preocupo compulsivamente ni siento que la tensión rige mi vida.

– Yo te diré lo que eres -dijo Brady-. Eres una mujer que no se ha preocupado de cuidarse y que es demasiado testaruda para admitirlo. Te aseguro que vas a ir al hospital aunque tenga que llevarte atada.

– Tranquilo, doctor Tucker -le recomendó su padre-. Van, ¿has vomitado o has escupido sangre?

– No, claro que no. Sólo es un poco de estrés y puede que un exceso de trabajo…

– Y una úlcera -le aseguró él con firmeza-, pero creo que se podrá tratar con medicación si insistes en no ir al hospital.

– Claro que insisto. Además, no creo que necesite medicación ni dos médicos encima de mí.

– Pues es la medicación o el hospital, señorita -comentó Ham-. Acuérdate que he sido yo el que te ha tratado de casi todas tus enfermedades, hasta de la erupción que te produjeron los pañales. Creo que la medicación podría ayudarla -le dijo a Brady-, mientras se mantenga alejada de comidas picantes y el alcohol mientras dure el tratamiento.

– Yo preferiría que se hiciera las pruebas.

– Y yo también -afirmó Ham-, pero, a menos que la sedemos con morfina y la llevemos a rastras, creo que nos será más fácil tratarla de este modo.

– Déjame pensar en lo de la morfina -gruñó Brady, lo que hizo que su padre soltara una carcajada.

– Te voy a extender una receta -le informó Ham a Vanessa-.Ve por ella esta misma noche. Tienes veinte minutos antes de que cierre la farmacia de Boonsboro.

– No estoy enferma -insistió ella.

– Mira, hazlo por tu futuro padrastro -replicó Ham-. Brady, tengo mi maletín abajo. ¿Por qué no vienes conmigo?

En el exterior de la habitación, Ham agarró a su hijo por el brazo y lo llevó hasta la escalera.

– Si la medicación no soluciona el problema en tres o cuatro días, la presionaremos para que vaya a hacerse esas pruebas. Mientras tanto, creo que cuanto menos nerviosa la pongamos, mejor.

– Quiero saber lo que ha provocado esa úlcera -dijo él, con furia.

– Yo también. Estoy seguro de que ella hablará contigo, pero no le metas demasiada prisa. En ese aspecto, se parece mucho a su madre. Si te acercas demasiado, se cierra en banda. ¿Estás enamorado de ella? -le preguntó a su hijo.

– No lo sé, pero esta vez no voy a permitir que se marche hasta que no lo haya averiguado.


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