– Sólo espero que recuerdes que cuando un hombre se aferra con demasiada fuerza a algo, esto termina escapándosele entre los dedos -afirmó. Entonces, apretó con fuerza el hombro de su hijo-.Voy a extender esa receta.

Cuando Brady regresó al dormitorio, Vanessa estaba sentada en el borde de la cama, avergonzada, humillada y furiosa.

– Venga -dijo él-. Podemos llegar a la farmacia antes de que cierre.

– No quiero tus malditas pastillas.

– ¿Quieres que te saque de aquí en brazos o prefieres ir andando? -le preguntó él, muy tranquilo.

– Iré andando, muchas gracias -contestó ella, tras una pequeña pausa.

– Muy bien. Bajaremos por las escaleras de atrás.

Vanessa no quería agradecerle que le librara de las explicaciones y de la compasión de los demás. Empezó a andar con la barbilla muy alta y los hombros cuadrados. Brady tampoco dijo nada hasta que no cerró de un fuerte golpe la puerta del coche.

– Alguien debería hacerte entrar en razón.

– Déjame en paz, Brady.

Brady no contestó. Se dirigió en silencio hacia la carretera principal. Cuando metió la quinta marcha del coche, se sintió más tranquilo.

– ¿Sigues sintiendo dolor?

– No.

– No me mientas, Van. Si no puedes pensar en mí como amigo, piensa en mí como médico.

– Todavía no he visto tú título.

– Te prometo que te lo mostraré mañana mismo -replicó él. Aminoró la marcha cuando llegaron al pueblo de al lado. No volvió a hablar hasta que no llegaron a la farmacia-.Tú puedes esperar en el coche. No tardaré mucho.

Vanessa permaneció sentada en el coche mientras Brady se dirigía hacia la farmacia. Una úlcera. No era posible. No era una persona adicta a su trabajo, ni tenía miles de preocupaciones. Sin embargo, al tiempo que lo negaba, el dolor la corroía por dentro, como si estuviera burlándose de ella.

Sólo deseaba marcharse a casa y poder tumbarse, descansar hasta que el sueño la hiciera olvidarse del dolor. Todo habría desaparecido al día siguiente… ¿Acaso no llevaba meses y meses diciéndose lo mismo?

Cuando Brady regresó, le colocó la pequeña bolsa blanca sobre el regazo y arrancó el coche. No pronunció palabra alguna, lo que permitió que Vanessa se recostara en el asiento y cerrara los ojos.

Aquel silencio le dio tiempo a Brady para pensar. No servía de nada recriminarle su actitud a voces ni enfadarse con ella por estar enferma. Sin embargo, le dolía y le molestaba que ella no confiara lo suficiente en él cuando le decía que estaba enferma y que necesitaba ayuda. Él le iba a proporcionar esa ayuda, tanto si la quería como si no. Como médico, haría lo mismo por cualquiera. ¿Cuánto más estaba dispuesto a hacer por la única mujer que había amado en toda su vida?

«Había amado», se recordó. En este caso, el tiempo verbal pasado era vital. Como una vez la había amado con toda la pasión y la pureza de la juventud, no permitiría que ella pasara por aquella enfermedad sola.

Aparcó delante de su casa y salió del coche para abrirle la puerta. Vanessa salió y comenzó el discurso que tan cuidadosamente había planeado durante el trayecto.

– Siento haberme comportado como una niña y haber sido tan desagradecida. Sé que tu padre y tú sólo queréis ayudarme. Tomaré esta medicación.

– Eso espero -replicó él. Entonces, la agarró del brazo.

– No tienes que entrar.

– Voy a hacerlo. Pienso ver cómo te tomas la primera dosis y luego te voy a meter en la cama.

– Brady, no soy ninguna inválida.

– Ya lo sé y, si depende de mí, no lo serás nunca.

Brady abrió la puerta de la casa, que nunca estaba cerrada con llave, y la llevó directamente arriba. Allí, le llenó un vaso de agua en el cuarto de baño y se lo dio a Vanessa. A continuación, abrió el frasco de las pastillas y sacó una.

– Traga.

Vanessa tardó un momento en abrir la boca. Después, obedeció.

– ¿Vas a cobrarme la visita como médico?

– La primera es gratuita, por los viejos tiempos -contestó, mientras la hacía entrar en su dormitorio-. Ahora, desnúdate.

– ¿No se supone que debes llevar una bata blanca o un estetoscopio al cuello cuando dices eso?

Brady no se molestó en responder. Abrió un cajón de la cómoda y estuvo rebuscando en su interior hasta que encontró un camisón. Después de tirarlo sobre la cama, hizo que Vanessa se diera la vuelta y empezó a bajarle la cremallera.

– Te aseguro que, cuando te desnude por razones personales, lo sabrás perfectamente.

– No me vengas con ésas -replicó ella. Atónita, se agarro el vestido antes de que éste le bajara más allá de la cintura.

– Puedo controlar perfectamente mi apetito animal pensando en tu estómago -le aseguró Brady mientras e metía el camisón por la cabeza.

– Eso es asqueroso

– Efectivamente -afirmó él. Le bajó el vestido a tirones. El camisón ocupó rápidamente su lugar-. ¿Medias?

Sin saber si debía sentirse furiosa o avergonzada, Vanessa se quitó las medias. Brady apretó los dientes. Ni siquiera montones de horas de clase de anatomía podrían haberlo preparado para ver cómo Vanessa se quitaba lentamente las delicadas medias. Se recordó que era médico. Trató de recitar la primera línea del juramento hipocrático.

– Ahora, métete en la cama -le ordenó. Apartó el edredón y luego la tapó suavemente cuando ella se metió. De repente, le volvió a parecer que Vanessa tenía dieciséis años. Se aferró a su profesionalidad y dejó el frasco de pastillas sobre la mesa de noche.

– Quiero que sigas las indicaciones.

– Sé leer.

– No bebas alcohol -dijo Brady. No hacía más que repetirse que él era médico y que Vanessa era su paciente-. Ya no se utilizan las dietas blandas, sino más bien el sentido común. No tomes comidas picantes. Vas a notar alivio muy rápidamente. Seguramente, ni siquiera te acordarás que tienes una úlcera dentro de varios días.

– Ni siquiera la tengo ahora.

– Vanessa, venga… -susurró él. Entonces, le apartó suavemente el cabello del rostro-. ¿Necesitas algo más?

– No -contestó ella. Antes de que Brady pudiera apartar la mano, se la agarró-. ¿Puedes…? ¿Tienes que marcharte?

– Durante un rato, no -respondió. Le besó suavemente los dedos.

– Cuando éramos adolescentes, no podía dejar que subieras aquí -comentó ella.

– No. ¿Te acuerdas de la noche que entré por la ventana?

– Nos sentamos en el suelo y estuvimos hablando hasta las cuatro de la mañana. Si mi padre lo hubiera sabido, te habría…

– Ahora no es momento de preocuparse de eso.

– No se trata de preocuparse, sino de preguntarse. Yo te amaba, Brady. Todo era inocente y dulce. ¿Por qué tuvo que estropearlo todo?

– El destino te guardaba grandes cosas, Van. El lo sabía. Yo estaba en medio.

– ¿Me habrías pedido que me quedara? Si hubieras sabido que mi padre iba a llevarme a Europa, ¿me habrías pedido que me quedara? -quiso saber. Nunca había pensado en preguntárselo, pero siempre había deseado saber la respuesta de aquella pregunta.

– Sí. Yo tenía dieciocho años y era egoísta. Si te hubieras quedado, no serías lo que eres ahora. Ni yo sería lo que soy.

– No me has preguntado si me habría quedado.

– Sé que lo habrías hecho.

– Supongo que sólo se ama con esa intensidad una vez en la vida -suspiró ella-. Tal vez lo mejor sea que ocurra y pase cuando uno es joven.

– Tal vez…

– Yo soñaba que tú venías y me llevabas contigo -confesó, tras cerrar los ojos-, especialmente antes de una actuación, cuando estaba muy nerviosa y lo odiaba.

– ¿Qué era lo que odiabas?

– Las luces, la gente, el escenario… Deseaba tanto que tú vinieras por mí para poder marcharnos juntos… Entonces, comprendía que no ibas a hacerlo y dejaba de desearlo… Estoy muy cansada.

– Duérmete -susurró Brady. Volvió a besarle los dedos.

– Estoy cansada de estar sola -murmuró, antes de quedarse dormida.

Brady permaneció allí sentado, observándola, tratando de distinguir los sentimientos del pasado de los que sentía en el presente. Comprendió que aquél era precisamente el problema. Cuanto más estaba con ella, más se diluía la frontera entre pasado y presente.


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