Sólo había una cosa que resultaba evidente. Jamás había dejado de amarla.
Después de besarle dulcemente los labios, apagó la luz y dejó que Vanessa descansara.
Capítulo VII
Envuelta en un albornoz de color azul, con el cabello revuelto y de muy mal humor, Vanessa bajó las escaleras. Llevaba dos días tomando la medicación que Ham Tucker le había recetado. Se sentía mejor, algo que la molestaba admitir, pero estaba a años luz de reconocer que necesitaba aquellas pastillas.
El ambiente que había aquella mañana encajaba perfectamente con su estado de ánimo. Unas espesas nubes grises y una abundante lluvia. Era el día perfecto para permanecer sola en casa pensando. De hecho, era algo que tenía muchas ganas de hacer. Lluvia, depresión y una fiesta privada. Estar sola supondría un cambio para ella. No había tenido muchos momentos de soledad desde la noche de la cena en casa de Joanie.
Su madre estaba siempre presente y encontraba toda clase de excusas para regresar a casa dos o tres veces durante los días laborales. El doctor Tucker iba a verla dos veces al día, por mucho que Vanessa protestara. Incluso Joanie había ido a verla para llevarla enormes ramilletes de lilas y boles de sopa casera. Hasta los vecinos iban para interesarse por sus progresos. No había secretos en Hyattown. Vanessa contaba con los buenos deseos y los consejos de los doscientos treinta y tres habitantes del pueblo.
Excepto uno.
No era que le importara que Brady no hubiera encontrado tiempo para ir a verla. De hecho, se alegraba de su ausencia. Lo último que deseaba era que Brady Tucker estuviera constantemente pendiente de ella y dándole consejos. No quería verlo.
Una úlcera. Aquello era ridículo. Era una mujer fuerte, competente y autosuficiente… No tenía nada que ver con el tipo de persona a la que atacan las úlceras. Sin embargo, inconscientemente se apretó una mano contra el estómago.
El dolor con el que había vivido más tiempo del que podía recordar había desaparecido. Las noches habían dejado de ser un suplicio por el lento e insidioso ardor que tan a menudo la había mantenido despierta. De hecho, había dormido como una niña durante dos noches seguidas.
«Una coincidencia», se aseguró. Lo que necesitaba era descansar. Descansar y un poco de soledad. El agotador ritmo que había mantenido durante los últimos años era capaz de derrotar a la persona más fuerte.
Decidió que se daría otro mes, tal vez dos, antes de tomar decisiones en firme sobre su profesión.
Al llegar a la puerta de la cocina, se detuvo en seco. No había esperado encontrar a Loretta allí. De hecho, había estado esperando hasta que oyó que la puerta principal se abría y se cerraba.
– Buenos días -le dijo Loretta, ataviada con uno de sus trajes y con las perlas puestas.
– Pensé que te habías marchado.
– No. Fui a la tienda de Lester a por un periódico. Pensé que tal vez querrías saber lo que está ocurriendo en el mundo.
– Gracias -dijo Vanessa. Estaba tan enojada que no se movió del lugar en el que estaba. No le gustaba lo que sentía cada vez que Loretta realizaba un gesto maternal. Le agradecía la consideración, aunque se imaginaba que sus sentimientos eran tan sólo la gratitud de una huésped por la generosidad de su anfitriona. Eso la dejaba descorazonada y con un fuerte sentimiento de culpabilidad-. No tenías que molestarte.
– No es molestia. ¿Por qué no te sientas, querida? Te prepararé una infusión. La señora Hawbaker nos ha enviado camomila de su propio jardín.
– Mira, no tienes que… -dijo Vanessa. Se interrumpió al escuchar que alguien llamaba a la puerta trasera-. Yo iré a ver quién es.
Abrió la puerta, sin dejar de decirse que no quería que fuera Brady. No le importaba que fuera Brady. Cuando vio que quien había llamado era una mujer, se dijo que no sentía desilusión alguna.
– Hola, Vanessa -le dijo una mujer morena, mientras cerraba un paraguas-. Probablemente no te acuerdas e mí. Soy Nancy Snooks. Antes de casarme me apellidaba McKenna. Soy la hermana de Josh McKenna.
– Bueno, yo…
– Nancy, entra -le pidió Loretta, que se había acercado también a la puerta-. Dios, sí que está lloviendo con fuerza…
– Creo que este año no nos tendremos que preocupar por tener sequía -comentó la joven. Permaneció en la entrada, apoyando el peso de su cuerpo unas veces en un pie y otras en el otro-. He venido porque había oído que Vanessa había regresado y que daba clases de piano. Mi hijo Scott tiene ocho años.
Vanessa se imaginó lo que venía a continuación y se preparó para ello.
– Bueno, en realidad no…
– Annie Crampton está encantada contigo -afirmó Nancy, interrumpiéndola-. Su madre es prima segunda mía. Cuando lo hablé con Bill, mi marido, estuvimos de acuerdo en que las clases de piano le vendrían muy bien a Scott. Nos vendría mejor los lunes por la tarde, si no tienes otra clase entonces.
– No, no tengo otra clase porque…
– Estupendo. La tía Violet me dijo que cobras diez dólares por Annie, ¿no es así?
– Sí, pero…
– Podemos pagarlo. Yo trabajo a tiempo parcial en el almacén de grano. Scott estará aquí a las cuatro en punto. Te aseguro que es muy agradable que hayas vuelto, Vanessa. Ahora tengo que irme a trabajar.
– Ten cuidado con el coche -le advirtió Loretta-. Está lloviendo mucho.
– Lo tendré. Oh y enhorabuena, señora Sexton. El doctor Tucker es el mejor.
– Lo es -afirmó-. Es una buena chica -comento, tras cerrar la puerta, cuando Nancy se hubo marchado-. Veo que se parece bastante a su tía Violet.
– Aparentemente.
– Te advierto que Scott Snooks es un diablillo -dijo Loretta, mientras se preparaba una taza de té.
– Genial -susurró Vanessa. Era demasiado temprano para pensar. Se sentó y apoyó la cabeza sobre las manos-. No me habría atrapado si hubiera estado más despierta.
– Claro que no. ¿Quieres que te prepare unas tostadas a la francesa?
– No tienes por qué prepararme el desayuno -replicó Vanessa. Las manos le ahogaban la voz.
– No es molestia -afirmó Loretta, mientras canturreaba una canción. Se había visto privada de su hija durante doce años. No había nada que le apeteciera más que mimar a su hija con un buen desayuno.
– No quiero entretenerte -dijo Vanessa, mirando la taza de té que su madre acababa de prepararle-. ¿No tienes que abrir la tienda?
– Lo mejor de tener tu propio negocio es que tú dictas el horario -contestó Loretta. Rompió un huevo en un bol y añadió una pizca de canela, azúcar y vainilla-. Además, tú necesitas un buen desayuno. Ham dice que te estas recuperando, pero quiere que engordes cinco kilos.
– ¿Cinco kilos? -repitió Vanessa, a punto de atragantarse con el té-. Yo no necesito…
Lanzó una maldición cuando alguien volvió a llamar a la puerta.
– Yo iré a abrir esta vez -anunció Loretta-. Si se trata de otro posible cliente, le diré que se marche.
Era Brady. Estaba empapado. Sin el resguardo de un paraguas, el agua le caía abundantemente por el cabello. Al ver a Vanessa, sonrió. El placer que le produjo a ella esa sonrisa se transformó en enojo en el momento en el que él abrió la boca.
– Buenos días, Loretta -dijo. Entonces, le guiñó un ojo a Vanessa-. Hola, guapa.
Tras lanzar un bufido, Vanessa se concentró de nuevo en su té.
– Brady, ¡qué sorpresa tan agradable! -exclamó Loretta. Después de aceptar un beso en la mejilla, cerró la puerta-. ¿Has desayunado? -preguntó mientras se dirigía a la cocina para remojar el pan.
– No. ¿Estás preparando tostadas francesas?
– Sí. Tardaré tan sólo un minuto. Siéntate y te haré un plato.
Loretta no tuvo que repetir la invitación dos veces. Después de sacudirse un poco el cabello, Brady se sentó a la mesa con Vanessa. Le dedicó una alegre sonrisa que ocultó convenientemente el hecho de que estaba observando el color de cara que tenía. El hecho de que no hubiera ojeras le compensó por el gesto arisco que ella tenía en el rostro.