A continuación, reanudó el registro de la guantera y encontró el contrato de alquiler, la documentación del coche y una cajita de herramientas que contenía una linterna. También halló un tubo de pomada para las hemorroides. Le pareció un lugar extraño para tenerla, pero Bosch pensó que tal vez Aliso la guardaba a mano para viajes largos en coche.
Mientras metía cada objeto en una bolsa distinta, Bosch se fijó en que había una pila de repuesto en la caja de herramientas. Aquello le extrañó porque la linterna necesitaba dos pilas; tener sólo una no servía de mucho.
Bosch pulsó el botón de la linterna, pero ésta no se encendió. Al desenroscar la tapa, cayó una pila. Bosch miró dentro y descubrió una bolsita de plástico, que extrajo con la ayuda de un bolígrafo. La bolsita contenía unas dos docenas de cápsulas marrones.
Billets se acercó.
– Poppers -anunció Bosch-. Nitrato amílico. Se supone que ayudan a levantarla y durar más, para mejorar el orgasmo.
De pronto Bosch sintió la necesidad de explicar que no lo decía por propia experiencia.
– Me ha salido en otros casos.
Ella asintió. Donovan se acercó con el recibo en un sobre de plástico transparente.
– Hay un par de manchas borrosas, pero nada que nos sirva -dijo.
Bosch lo cogió y llevó el resto de pruebas al mostrador.
– Art, me llevo el recibo, los poppers y los papeles del coche, ¿vale?
– Muy bien.
– Te dejo el billete de avión y la cartera. Quiero que te des prisa con las huellas de la cazadora y… ¿qué más? Ah sí, la purpurina. ¿Cómo lo ves?
– Espero tenerlo todo para mañana. También echaré una ojeada a las fibras, pero lo más probable es que sean excluyentes.
Así pues la mayor parte del material que habían recogido se quedaría en el almacén tras un rápido examen de Donovan y sólo entraría en juego si se identificaba a un sospechoso, para excluir o relacionar a éste con el lugar del crimen.
Bosch cogió un sobre grande de un estante situado encima del mostrador, metió todas las pruebas que se llevaba y lo guardó en el maletín. Finalmente se dirigió hacia las cortinas, acompañado de Billets.
– Hasta la próxima, Art -se despidió ella.
– Adiós, teniente.
– ¿Quieres que llame al garaje para que vengan a recoger el coche? -se ofreció Bosch.
– No, aún voy a tardar un poco -respondió Donovan-. Primero tengo que pasar la aspiradora y después igual se me ocurre otra cosa. Ya los llamaré yo.
– Vale. Hasta luego.
Bosch y Billets salieron de la nave.
Fuera, él encendió un cigarrillo y contempló el cielo oscuro y sin estrellas.
Ella, por su parte, comenzó a fumarse uno de los suyos.
– ¿Y ahora adónde? -preguntó la teniente.
– A contárselo a los familiares. ¿Quiere usted venir? Será divertido.
Aquello la hizo sonreír.
– No, creo que me voy a casa, pero antes dime qué opinas del caso. Me preocupa un poco que la DCO haya pasado sin siquiera echarle un vistazo.
– A mí también. -Bosch dio una larga calada y exhaló el humo-. Yo creo que será un caso muy difícil, a no ser que saquemos algo de esas huellas. De momento son nuestra única pista.
– Bueno, dile a tu gente que os quiero a todos en la comisaría a las ocho para hablar de lo que hemos averiguado hasta ahora.
– Mejor a las nueve. Para entonces puede que Donovan ya sepa algo de las huellas.
– Muy bien, a las nueve. Hasta mañana, Harry. Y de ahora en adelante, cuando hablemos así, de manera informal, llámame Grace.
– Muy bien, Grace. Buenas noches.
Ella expelió el humo de golpe.
– ¿A esto le llamas buenas? -dijo riendo.
De camino a Mulholland Drive y Hidden Highlands, Bosch llamó al buscapersonas de Rider y, poco después, ella le telefoneó desde una de las casas que estaba visitando. Rider le explicó que se hallaba en la última casa con vistas al claro y que sólo había encontrado un residente que recordase el Rolls-Royce blanco. El hombre había visto el coche el sábado, alrededor de las diez de la mañana, y estaba casi seguro de que no estaba allí el viernes por la noche cuando salió al balcón a contemplar el atardecer.
– Eso encaja con la hora que ha mencionado el forense y con el billete de avión. De momento todo apunta al viernes por la noche, un poco después de volver de Las Vegas. Probablemente lo mataron de camino a su casa. ¿Nadie oyó los disparos?
– No, pero en dos de las casas no había nadie, así que voy a volver a intentarlo.
– Déjalas para mañana. Yo salgo ahora mismo para Hidden Highlands y prefiero que vengas conmigo.
Bosch y Rider quedaron en la entrada de la urbanización donde había vivido Aliso. Bosch quería que Kiz lo acompañara a dar la noticia al familiar más cercano por dos motivos: porque a ella le resultaría útil aprender aquella triste tarea y porque, según las estadísticas, nunca debía descartarse al pariente más cercano como posible sospechoso. Y, por supuesto, siempre era mejor tener un testigo cuando se hablaba con alguien que más adelante podía ser tu presa.
Bosch consultó su reloj. Eran casi las diez. Encargarse de la notificación significaba que no llegarían al despacho de la víctima hasta la medianoche. Así pues, llamó al centro de comunicaciones de la policía y le dio a la operadora la dirección de Melrose para que la buscara en la guía. Finalmente ella le dijo que correspondía a Archway Pictures, tal como Bosch había adivinado. El Archway era un estudio de tamaño mediano que alquilaba despachos e instalaciones de producción a realizadores independientes. Que Bosch supiera, ellos no producían sus propias películas desde los años sesenta. Habían tenido un golpe de suerte, ya que conocía a alguien de seguridad del estudio: Chuckie Meachum. Chuckie era un viejo detective de Robos y Homicidios que se había retirado hacía unos años y había aceptado un empleo como subdirector de seguridad del Archway; a Bosch le sería muy útil para acceder al despacho de Aliso. Primero pensó en llamarlo y quedar con él, pero luego descartó la idea. No quería que nadie supiera que iba para allá.
Al cabo de quince minutos, Bosch llegó a Hidden Highlands y vio el coche de Rider aparcado en el arcén de Mulholland Drive. Después de parar un momento para dejar subir a su ayudante, ambos se dirigieron a la pequeña caseta de ladrillo donde un guarda vigilaba la entrada a la urbanización. Hidden Highlands era un ejemplo perfecto de la gran cantidad de comunidades pudientes que se ocultaban, atemorizadas, en las colinas y valles que rodeaban Los Ángeles. Muros, verjas, garitas y fuerzas de seguridad privadas eran los ingredientes secretos del tan cacareado «crisol de culturas» del sur de California.
Cuando un guarda vestido de azul salió de la caseta con la lista de residentes, Bosch ya tenía la placa preparada. El guarda era un hombre alto y enjuto, cuyo rostro gris revelaba cansancio. Bosch no lo reconoció pese a haber oído que la mayoría de vigilantes eran policías de la División de Hollywood que trabajaban allí en sus horas libres. Incluso había visto ofertas de empleos a media jornada en el tablón de anuncios de la comisaría.
El guarda repasó a Bosch de arriba abajo, evitando expresamente mirar la placa.
– ¿Puedo ayudarles? -inquirió finalmente.
– Vamos a la casa de Anthony Aliso.
Bosch le dio la dirección que constaba en el permiso de conducir de la víctima.
– ¿Me dan sus nombres?
– Detective Harry Bosch, policía de Los Ángeles; lo pone ahí. Y ella es la detective Kizmin Rider.
Bosch le ofreció su tarjeta de identificación, pero al guarda, que estaba tomando nota de sus nombres, seguía sin interesarle. Bosch se fijó en que su placa de hojalata rezaba: «Capitán Nash».