– ¿Les esperan?

– No creo. Es un asunto policial.

– De acuerdo, pero tengo que avisar. Son las reglas de la urbanización.

– Preferiría que no lo hiciera, capitán Nash.

Bosch abrigaba la esperanza de que emplear la graduación del guarda le ayudaría. Nash dudó un instante.

– Bueno, hagamos una cosa -sugirió-. Ustedes vayan para allá y yo ya pensaré en una razón para retrasar unos minutos la llamada. Si se quejan les diré que, como estoy solo, no he tenido tiempo.

El guarda retrocedió y metió la mano para pulsar un botón que había en el interior de la caseta. La barrera se elevó.

– Gracias, capitán. ¿Trabaja usted en Hollywood?

Bosch sabía que no, ya que resultaba evidente. Nash carecía de la mirada fría de un policía, pero Harry quería crear una buena relación por si lo necesitaba más adelante.

– Qué va -contestó Nash-. Yo estoy aquí todo el día. Por eso me hicieron capitán de la vigilancia. Los demás trabajan también en la comisaría de Hollywood o en la de West Hollywood, así que yo organizo los turnos.

– ¿Y por qué le ha tocado el turno de noche un domingo?

– A todo el mundo le van bien unas horas extras.

– Tiene razón -convino Bosch-. ¿Dónde está Hillcrest?

– Ah, sí. Cojan el segundo camino a la izquierda; ése es Hillcrest. La casa de Aliso es la sexta a mano derecha. Tiene una piscina magnífica, con vistas a toda la ciudad.

– ¿Lo conocía? -intervino Rider, al tiempo que se inclinaba para ver a Nash por la ventanilla de Bosch.

– ¿A Aliso? -le contestó Nash, que también se agachó para verla a ella. Tras reflexionar un instante, contestó-: No mucho. Lo conozco como al resto de residentes; es decir, casi nada. Para ellos yo soy igual que el tío que limpia las piscinas. Oiga, me ha preguntado usted si lo conocía; ¿es que ha muerto?

– Muy astuto, capitán -respondió Rider.

La detective se enderezó, dando por terminada la conversación. Bosch le hizo a Nash un gesto de agradecimiento y puso rumbo a Hillcrest. De camino, Harry le contó a Rider lo que había descubierto en la nave y el resultado de las pesquisas de Edgar. Mientras ponía al día a Kiz, Harry contemplaba las enormes casas y los bien cuidados jardines. Muchas de las propiedades estaban rodeadas por muros o setos altos cuyos bordes parecían recortados cada mañana. «Muros dentro de muros», pensó Bosch. Se preguntó qué harían los propietarios con tanto espacio aparte de vigilarlo con aprensión.

Bosch y Rider tardaron cinco minutos en encontrar la casa de Aliso en una bocacalle sin salida, en la cima de la colina. Después de franquear las puertas abiertas de la finca, llegaron a una mansión estilo Tudor que se alzaba tras un sendero empedrado. Harry salió del coche con el maletín en la mano y contempló el edificio. Su tamaño era intimidante, pero arquitectónicamente hablando no era gran cosa. Él no hubiese comprado una casa semejante ni aunque hubiera dispuesto del dinero necesario.

Después de pulsar el timbre, Bosch se volvió hacia Rider.

– ¿Has hecho esto alguna vez?

– No, pero soy del sur de Los Ángeles. Allá hay tantos tiroteos que he visto a mucha gente recibir la noticia.

Bosch asintió.

– No es por menospreciar esa experiencia, pero esto es distinto -le advirtió a Rider-. Lo importante no es lo que te digan, sino lo que observes.

Harry volvió a pulsar el timbre iluminado, tras lo cual oyó el sonido de una campana en el interior de la casa. Entonces se volvió hacia Rider, que estaba a punto de hacerle una pregunta cuando una mujer abrió la puerta.

– ¿Señora Aliso? -preguntó Bosch.

– ¿Sí?

– Señora Aliso, soy Harry Bosch, detective del Departamento de Policía de Los Ángeles y ésta es mi compañera, la detective Kizmin Rider. Queremos hablar con usted sobre su marido.

Bosch le mostró su placa y la mujer se la quitó de la mano. Normalmente la gente no hacía eso, sino que se asustaba o la miraba como si se tratara de un objeto extraño y fascinante que no debía tocarse.

– No entien…

La señora Aliso se calló al oír un teléfono en algún lugar de aquella enorme casa.

– Discúlpenme. Tengo que…

– Ése será Nash desde la verja. Me dijo que iba a avisarla, pero detrás había una cola de coches. Parece que nosotros hemos llegado antes. -Bosch hizo una pausa-. Tenemos que hablar con usted.

Ella dio un paso atrás y le franqueó la entrada.

La señora Aliso parecía unos cinco o diez años más joven que su marido, por lo que Bosch dedujo que rondaría los cuarenta y cinco. Era esbelta y atractiva, con el cabello moreno y liso. Harry intuyó que aquella cara tan maquillada debía de haber pasado más de una vez por las manos de un cirujano plástico. De todos modos, se la veía cansada, ajada. La señora Aliso tenía las mejillas sonrosadas, como si hubiera estado bebiendo. Llevaba un vestido azul celeste que dejaba al descubierto unas piernas morenas y todavía bien torneadas. Sin duda habría tenido mucho éxito en su juventud, pero Bosch intuyó que había llegado a esa etapa en que algunas mujeres creen, a menudo sin motivo, que su belleza está desapareciendo. Quizá por eso llevaba tanto maquillaje. O tal vez porque estaba esperando a su marido.

Bosch y Rider la siguieron hasta un gran salón decorado con una mezcla incongruente de cuadros modernos en las paredes y muebles antiguos sobre la mullida moqueta blanca.

El teléfono seguía sonando. La señora Aliso les ofreció asiento y después atravesó la sala y otro pasillo, que daba a un pequeño despacho. Desde allí la oyeron contestar el teléfono, decirle a Nash que no pasaba nada y colgar.

Cuando regresó al salón, la señora Aliso se sentó en un sofá tapizado con un discreto estampado de flores. Bosch y Rider eligieron dos butacas cercanas que hacían juego con el sofá. Harry echó un vistazo a su alrededor y reparó en que no había ninguna foto enmarcada; sólo los cuadros. Las fotos eran una de las primeras cosas que Bosch buscaba cuando tenía que formarse un juicio rápido de una relación.

– Lo siento -se disculpó Bosch-. No sé su nombre de pila.

– Verónica. ¿Por qué quiere hablar de mi marido, detective? ¿Le ha pasado algo?

Bosch se inclinó hacia delante. A pesar de haberlo hecho infinidad de veces, nunca se acostumbraba y siempre se preguntaba si aquélla era la mejor manera.

– Señora Aliso… Lo siento mucho, pero su marido ha muerto. Ha sido víctima de un homicidio.

Bosch la observó con atención, pero ella no dijo nada. Instintivamente, se cruzó de brazos y bajó la cabeza con una mueca de dolor. No hubo lágrimas, todavía no. Por experiencia, Bosch sabía que éstas solían llegar al principio -en cuanto los familiares abrían la puerta y adivinaban lo ocurrido- o mucho más tarde, cuando se daban cuenta de que la pesadilla era real.

– No lo entien… ¿Cómo? -preguntó ella, con los ojos todavía fijos en el suelo.

– Lo encontraron en su coche. Le habían disparado.

– ¿En Las Vegas?

– No. Aquí, no muy lejos. Parece que volvía a casa del aeropuerto cuando… cuando alguien lo detuvo. Todavía no estamos seguros. Encontramos su coche en Mulholland, cerca del Hollywood Bowl.

Bosch seguía observando a Verónica Aliso, que aún no había levantado la vista. En ese momento se sintió algo culpable puesto que no la estaba contemplando con lástima. Sin embargo, Harry había pasado por aquella experiencia demasiadas veces para sentir pena, tan sólo buscaba gestos falsos. En una situación así, su recelo superaba a su compasión. Al fin y al cabo ése era su trabajo.

– ¿Puedo traerle algo, señora Aliso? -le ofreció Rider-. ¿Agua? ¿Café? ¿Quiere algo más fuerte?


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