«Qué pijo», pensó Víktor sin estar muy seguro. Había ido a vomitar... Miró a la izquierda. Allí todo estaba oscuro.
Se quitó el impermeable, cerró la habitación y se dedicó a buscar a Diana. «Habrá que ir al dormitorio de Roscheper —pensó—. ¿En qué otra parte puede estar?»
Roscheper ocupaba tres habitaciones. En la primera habían cenado hacía poco: sobre las mesas, cubiertas por manteles manchados, se amontonaban platos sucios, ceniceros, botellas, servilletas arrugadas, y no había nadie, a no ser una calva sudorosa y solitaria que roncaba encima de un plato con áspic de pescado.
En la habitación central el humo era denso y pesado. Sobre la enorme cama de Roscheper saltaban unas chicas forasteras, semidesnudas. Jugaban un extraño juego con el señor burgomaestre, rojo al borde de la apoplejía, que metía su hocico entre las dos como un cerdo entre bellotas, y también emitía chillidos y gruñidos de satisfacción. También estaban allí otras personas: el jefe de policía, sin guerrera; el juez de la ciudad, con ojos que estaban a punto de salírsele de las órbitas del nerviosismo y la falta de aire; y una vivaracha desconocida, vestida de color lila. Los tres jugaban en una mesa de billar infantil, colocada sobre el tocador. En un rincón, recostado en la pared, estaba sentado el director del gimnasio, con las piernas extendidas, la chaqueta manchada y una sonrisa idiota en el rostro. Víktor se disponía ya a marcharse cuando alguien le agarró la pernera del pantalón. Miró hacia abajo y se apartó de un salto. Allí estaba, a cuatro patas, el diputado, caballero de diversas órdenes, autor del sonado proyecto sobre la repoblación de los embalses de Kitchingan, el mismísimo Roscheper Nant.
—Quiero jugar a los caballitos —gimió el parlamentario, implorante—. ¡Vamos, a los caballitos! ¡Arreeee! —insistía.
Víktor se liberó con delicadeza y echó una mirada a la última habitación. Vio a Diana allí. Al principio no se dio cuenta de que se trataba de Diana, y después, molesto, pensó: «¡Qué tierno!». Había mucha gente, hombres y mujeres vagamente conocidos, formaban un corro y marcaban el ritmo con las manos, y en el centro del corro Diana bailaba con el mismo pijo del bronceado amarillento, dueño del perfil aguileño. Los ojos de ella ardían, al igual que sus mejillas, el cabello volaba sobre sus hombros y se movía como una diablesa. El del perfil aguileño intentaba estar a su altura.
«Qué raro —pensó Víktor—. ¿De qué se trata? Algo está fuera de lugar. Él baila bien, en realidad baila maravillosamente. Como un profesor de danza. No baila, sino que muestra cómo hay que bailar... Pero ni siquiera como un profesor, sino como un alumno en un examen. Anhela recibir un sobresaliente. No, no es eso. ¡Escucha, querido, estás bailando con Diana! ¿Acaso no te das cuenta de ello?» Víktor aguzó su imaginación, como hacía habitualmente. El actor baila en el escenario, todo va bien, perfecto, todo marcha de la forma debida, sin falsedades, pero en casa ocurre una desgracia... no, no tiene que ser una desgracia, simplemente esperan el momento en que él regresará, y él también espera a que bajen el telón y apaguen las luces... y no hace falta que sea un actor, sino un hombre cualquiera que encarna a un actor, que a su vez encarna a un hombre cualquiera... ¿Es que Diana no se da cuenta? Es una falsificación.
Un maniquí. Entre ellos no hay nada que los aproxime, ninguna seducción, ni una sombra de deseo... Es imposible imaginarse que puedan decirse el uno al otro algo que no sean palabras vacías. ¿Ha sudado usted? Sí, lo he leído, dos veces incluso... En ese momento vio que Diana, apartando a los invitados, corría hacia él.
—¡Vamos a bailar! —le gritó, todavía a cierta distancia.
Alguien se le interpuso en el camino, otro la tomó de un brazo, pero ella se liberó, riendo, mientras Víktor buscaba con los ojos al del rostro amarillento y no lo encontraba, y eso lo preocupaba de forma desagradable.
Ella llegó corriendo junto a él, lo agarró por la manga y lo arrastró al corro.
—¡Vamos, vamos! Todos los que aquí están son de los nuestros, los borrachos, los harapientos, la escoria... ¡Muéstrales lo que es bailar! Ese chico no sabe nada.
Lo arrastró al corro. Alguien en la multitud gritó: «¡Tres hurras por el escritor Bánev!». El tocadiscos calló por un segundo, y al momento volvió a aullar y ladrar. Diana se le pegó, después dio un paso atrás, olía a perfume y a vino, su cuerpo ardía y ahora Víktor no veía otra cosa que no fuera su rostro, excitado y maravilloso, y su cabello que flotaba.
—¡Baila! —gritó ella, y él comenzó a bailar—. Qué bien que has venido.
—Sí, sí.
—¿Por qué estás sobrio? Siempre estás sobrio cuando no se necesita.
—Me emborracharé.
—Hoy te necesito borracho.
—Lo estaré.
—Quiero hacer contigo lo que se me ocurra. No tú conmigo, sino yo contigo.
—Sí.
Ella reía, satisfecha, y a continuación bailaron sin hablar, sin ver nada y sin pensar en nada. Como en sueños. Como en el combate. Así era ella ahora, como un sueño, como un combate. Diana, la posesa... En torno a ellos daban palmadas y gritaban, al parecer alguien intentaba bailar, pero Víktor lo apartó de un empujón para que no interfiriera, mientras Roscheper gritaba sin parar: «¡Oh, mi pobre pueblo borracho!».
—¿Es impotente?
—Por supuesto. Yo lo baño.
—¿Y qué tal?
—Del todo.
—¡Oh, mi pobre pueblo borracho! —gemía el diputado.
—Vámonos de aquí —dijo Víktor.
La tomó de la mano y la condujo afuera. Borrachos y harapientos, que apestaban a alcohol rancio y a ajo, les abrían paso, y en la puerta un mocoso de labios gruesos, con manchas rojas en las mejillas, se interpuso y dijo algo grosero, mientras agitaba los puños, pero Víktor le dijo: «Más tarde, más tarde», y el mocoso desapareció. Sin soltarse las manos, corrieron por el pasillo vacío, después Víktor abrió la puerta sin liberar la mano de ella, la cerró a sus espaldas e hizo calor, hizo un calor insoportable, asfixiante, y la habitación, que primero había sido amplia y espaciosa, se volvió estrecha e incómoda, y entonces Víktor se levantó y abrió de par en par las ventanas, y un aire negro y húmedo envolvió sus hombros y su pecho desnudo. Retornó al lecho, buscó en la oscuridad la botella de ginebra, dio un trago y se la pasó a Diana. A continuación se acostó, a su izquierda fluía un aire frío y a la derecha había algo sedoso y tierno. Oía la prolongación de la borrachera: los invitados cantaban a coro.
—¿Durará mucho tiempo? —preguntó.
—¿Qué? —replicó Diana, medio dormida.
—Que si van a seguir aullando mucho tiempo.
—No sé. ¿Y qué nos importa? —Se volvió sobre un lado y colocó la mejilla sobre el hombro de él—. Hace frío —se quejó.
Se metieron bajo la colcha.