—No duermas —dijo él.
—Aja —balbuceó ella.
—¿Te sientes bien?
—Sí.
—¿Y si te tiro de la oreja?
—Aja... Suelta, me duele.
—Oye, ¿no podría vivir aquí una semanita?
—Sí.
—¿Y dónde?
—Quiero dormir. Deja dormir a una pobre mujer ebria.
Él calló y permaneció acostado, sin moverse. Ella dormía ya. «Eso es lo que haré —pensó él—. Aquí se está bien, hay silencio. Pero de noche, no. O quizá también de noche. No se pondría a beber cada noche, tiene que curarse... Vivir aquí tres o cuatro días... cinco o seis... y beber menos, no beber del todo, trabajar un poquito... llevo tiempo sin trabajar... Para comenzar a trabajar hay que añorarlo mucho, tanto que no se desee otra cosa... —Se estremeció mientras se dormía—. Y con respecto a Irma... Lo que haré será escribirle a Rotz-Tusov con relación a Irma. Ojalá no se asuste, ese Rotz-Tusov, cobarde. Me debe novecientas coronas... Cuando se trata del señor Presidente, eso no tiene la menor importancia, todos nos volvemos cobardes. ¿Por qué somos todos tan cobardes? ¿A qué tenemos miedo? Le tenemos miedo a los cambios. No podremos ir a una taberna de escritores y darnos un trago de algo bueno... el portero no inclinará la cabeza a nuestro paso... y, en general, no habrá portero, me harán portero a mí. Pero si me mandan a las minas, entonces me irá mal... Pero eso ocurre rara vez, los tiempos han cambiado... las costumbres no son ya tan brutales. He pensado cien veces en ello, y cien veces he descubierto que no tenía de qué sentir miedo, pero lo sigo teniendo de todos modos. Porque se trata de una fuerza bruta —se contestó—. Es terrible, cuando contra uno se lanza una fuerza bruta, un cerdo con colmillos, una bestia invulnerable, tanto ante la lógica como ante las emociones... Y no tendré a Diana...»
Se quedó dormido y se despertó de nuevo porque bajo la ventana abierta hablaban en voz alta, con carcajadas que parecían relinchos. Los arbustos crujían.
—No puedo detenerlos —decía la voz estropajosa del jefe de policía—. No hay ley que permita eso...
—La habrá —respondió la voz de Roscheper—. ¿Soy diputado o no?
—¿Y hay alguna ley que permita que haya un criadero de infecciones junto a la ciudad? —gruñó el burgomaestre.
—¡Habrá esa ley! —repitió Roscheper con terquedad.
—Ellos no infectan a nadie —intervino el falsete del director del gimnasio—. Quiero decir, médicamente hablando...
—Eh, profesor —le reconvino Roscheper—, no olvides abrirte la bragueta.
—¿Y hay alguna ley que permita arruinar a personas honestas? —chilló el burgomaestre—. ¿Hay una ley que permita arruinarlas?
—¡Tendrás esa ley! —repitió Roscheper—. ¿Soy diputado o no?
«¿Qué podría tirarles a la cabeza?», pensó Víktor.
—¡Roscheper! ¿Eres amigo mío? —dijo el jefe de policía—. Desgraciado, yo te llevé en brazos. Yo fui quien te eligió, maldito. Y ahora esos asquerosos andan por la ciudad y no puedo hacer nada. No existe una ley así, ¿entiendes?
—La habrá —dijo Roscheper—. Te digo que la habrá. Tendrá que ver con la contaminación atmosférica...
—¡Y moral! —intervino el director del gimnasio—. Moral y de las costumbres.
—¿Qué?... Digo que tendrá que ver... con la contaminación de la atmósfera, así como con la escasez de especies piscícolas en los embalses cercanos... liquidaremos las infecciones y los enviaremos a lugares apartados. ¿Es lo que hace falta?
—Me dan ganas de darte un beso —dijo el jefe de policía.
—¡Qué listo! —apuntó el burgomaestre—. ¡Qué cabeza! Yo también...
—Tonterías —dijo Roscheper—. No vale la pena... ¿Cantamos algo? No, no me apetece. Vamos a beber la última copa.
—Correcto. La última y a casa.
Los arbustos crujieron nuevamente.
—¡Oye, profesor, se te ha olvidado cerrarte la bragueta! —gritó Roscheper ya lejos.
Bajo la ventana se hizo el silencio. Víktor se quedó dormido nuevamente, tuvo un sueño insignificante, y después se oyó el timbre del teléfono.
—Sí —respondió Diana con voz ronca—. Sí, soy yo... —Tosió—. No importa, no importa... Todo ha ido bien, creo que está satisfecho... ¿Qué? —Ella hablaba, recostada sobre Víktor, y de repente él percibió la tensión que se apoderó del cuerpo de la mujer—. Qué extraño —siguió diciendo ella—. Ahora lo compruebo... Sí... Bien, se lo diré. —Colgó el teléfono, pasó por encima de Víktor y encendió la lámpara de noche.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Víktor, soñoliento.
—Nada. Duerme, ahora vuelvo.
A través de los párpados entrecerrados, la vio recoger la ropa dispersa por la habitación, con una expresión tan seria que lo hizo sentirse alarmado. Diana se vistió rápidamente y se marchó, estirándose el vestido sobre la marcha.
«Seguramente Roscheper se siente mal —pensó Víktor mientras trataba de distinguir algún sonido—. Bebió de más, ese viejo despreciable.» En el enorme edificio reinaba el silencio y se oían nítidamente los pasos de Diana por el pasillo, pero no torció hacia la derecha, cómo él esperaba, sino hacia la izquierda. Después se oyó chirriar una puerta y el sonido de los pasos se extinguió. Se volvió sobre un costado e intentó volver a dormirse, pero no lo logró. Se dio cuenta de que esperaba a Diana y que no se dormiría hasta que ella regresara. Entonces se sentó en el lecho y encendió un cigarrillo. El chichón en la nuca comenzó a latir, y eso le hizo fruncir el entrecejo. Diana no regresaba. De repente, le vino a la memoria el perfil aquilino del bailarín. «¿Y qué pinta ése aquí?», pensó Víktor. Un artista que encarna a otro artista, que hace el papel de un tercero... Ah, se trataba de que había salido precisamente del lado izquierdo, de ahí adonde había ido Diana. Había llegado hasta el rellano de la escalera y, de águila, se convirtió repentinamente en un palomo. Al principio había sido un hombre de mundo, pero después comenzó a comportarse como un petimetre malcriado... Víktor se puso de nuevo a escuchar. El silencio era profundo, todos dormían... Alguien roncaba. Después, la puerta volvió a chirriar y se oyeron pasos que se aproximaban. Diana entró, su rostro seguía serio. El asunto continuaba, aún no había concluido. Diana tomó el teléfono y marcó un número.
—No está —dijo—. No, no, se ha marchado... También lo creo... No tiene importancia, no se preocupe. Buenas noches.
Colgó, permaneció un momento de pie, mirando a la oscuridad reinante más allá de la ventana, y a continuación se sentó en el lecho, junto a Víktor. Tenía en las manos una linterna cilíndrica. Víktor encendió un cigarrillo y se lo tendió. Ella se puso a fumar en silencio mientras meditaba.