—¿Cuándo te dormiste? —preguntó después.
—No sé, no podría precisar.
—¿Pero fue después de que me durmiera?
—Sí.
—¿No escuchaste nada? —preguntó volviéndose hacia él—. Algún escándalo, una pelea...
—No. Creo que estuvieron muy pacíficos. Primero cantaron, al rato Roscheper y sus amigos mearon bajo nuestra ventana y después me quedé dormido. Estaban a punto de irse.
—Vístete —dijo ella después de tirar el cigarrillo por la ventana y ponerse de pie.
Víktor sonrió, burlón, y extendió la mano para tomar los pantalones. «Escucho y obedezco —pensó—. La obediencia es buena cosa. Basta con no preguntar nada.»
—¿Vamos caminando o tienes un vehículo?
—¿Qué?... Primero caminemos, después se verá.
—¿Ha desaparecido alguien?
—Eso parece.
—¿Roscheper? —Víktor vio que ella lo miraba con una expresión dubitativa. Se estaba arrepintiendo de haberlo despertado. Se preguntaba: «¿Y quién es él para llevarlo conmigo?»—. Estoy listo —concluyó él.
Ella seguía dudando y jugaba maquinalmente con la linterna.
—Está bien... vamos. —Pero no se movía del lugar.
—¿Quieres que le arranque una pata a la mesa? —propuso Víktor—. O, digamos, a la cama...
Ella se estremeció.
—No. Eso no sirve. —Abrió un cajón de la mesa y sacó de allí una enorme pistola negra. Se la tendió—. Toma.
Víktor estuvo a punto de rechazar el arma, pero resultó ser una pistola deportiva, de pequeño calibre. Además, no tenía cargador.
—Dame las balas.
Ella lo miró, sin comprender, después llevó la vista a la pistola.
—No —dijo—. Las balas no harán falta. Vamos.
Víktor se encogió de hombros y se guardó la pistola en un bolsillo. Bajaron al vestíbulo y de allí fueron al porche. La niebla había comenzado a disiparse y caía una fina lluvia helada. No había coches junto a la entrada. Diana tomó un caminito entre los arbustos empapados y encendió la linterna.
«Qué situación más idiota», pensó Víktor. Tenía muchos deseos de preguntar de qué iba todo aquello, pero no podía hacerlo. Habría que inventar cómo formular la pregunta. Quizá dándole la vuelta. No preguntar, sino dejar caer un comentario donde estuviera implícita la pregunta. ¿Tendría que pelear? No tenía ganas. Ese día no le apetecía pelear. Golpearé con la culata. En la frente, entre los ojos... ¿Cómo anda el chichón? El chichón estaba en su lugar y seguía doliendo. Qué raras eran las obligaciones de las enfermeras en aquel sanatorio. Siempre consideré que Diana era una mujer con un secreto. Desde la primera mirada, todo el tiempo... Qué humedad, sería bueno darse un trago antes de salir. Tan pronto regrese, me daré ese trago... «Qué duro soy —pensó—. No hay preguntas. Escucho y obedezco.»
Rodearon el ala del edificio, atravesaron las lilas y llegaron a la cerca. Diana la examinó con la linterna y descubrió que faltaba una barra metálica.
—Víktor —dijo, en voz baja—, ahora seguiremos por el sendero. Irás detrás de mí. Mira dónde pisas y no des ni un paso a los lados. ¿Comprendido?
—Comprendido —repitió Víktor, obediente—. Un paso a la izquierda o un paso a la derecha, disparo [3].
Diana cruzó la cerca la primera y le alumbró el camino a Víktor. Bajaron la cuesta lentamente. Se hallaban en la ladera oriental de la colina sobre la que se alzaba el sanatorio. A su alrededor se escuchaba el rumor de la lluvia que caía sobre árboles invisibles. En una ocasión Diana resbaló, y Víktor apenas tuvo tiempo de sostenerla, aguantándola por los hombros. Ella se soltó con impaciencia y siguió adelante. A cada momento repetía: «Mira dónde pisas... Sigue detrás de mí». Víktor, obediente, miraba hacia abajo, hacia las piernas de Diana, que aparecían y desaparecían en el círculo de luz saltarín. Al principio, esperaba un golpe en la nuca, directamente sobre el chichón o algo así, pero después decidió que eso no ocurriría. No tenía sentido. Lo más probable es que algún loco se hubiera escapado, por ejemplo que Roscheper sufriera de delirium tremensy hubiera que hacerlo volver, amenazándolo con la pistola descargada...
Diana se detuvo de repente y dijo algo, pero sus palabras no llegaron a la conciencia de Víktor, pues un segundo después vio, junto al camino, unos ojos brillantes, inmóviles, enormes, que miraban fijamente por debajo de una frente empapada y convexa, solamente la frente y los ojos, nada más, ni boca, ni nariz, ni cuerpo, nada. Una oscuridad húmeda y pesada, y en el círculo de luz unos ojos brillantes y una frente de blancura antinatural.
—Canallas —exclamó Diana, con voz entrecortada—. Sabía que harían algo así. Bestias.
Cayó de rodillas, la luz de la linterna se deslizó por el cuerpo oscuro y Víktor vio un arco metálico, una cadena sobre la hierba. Diana le ordenó que se apresurara y él se agachó junto a ella; sólo en ese momento comprendió que se trataba de un cepo, y que el cepo aprisionaba la pierna de un ser humano. Intentó separar las mandíbulas metálicas con ambas manos, pero se limitaron a ceder un poco y después volvieron a cerrarse.
—¡Idiota! —gritó Diana—. ¡Con la pistola!
Víktor, haciendo rechinar los dientes, se sentó sobre el terreno y tensó los músculos hasta que sus hombros crujieron y las mandíbulas se le desencajaron.
—¡Arrástralo! —ordenó, con voz ronca.
La pierna desapareció, los arcos metálicos se cerraron de nuevo, apresando esta vez sus dedos.
—Sostén la linterna —le dijo Diana.
—No puedo —replicó Víktor con aire culpable—. Me ha pillado. Toma la pistola, está en el bolsillo...
Diana, maldiciendo, le metió la mano en el bolsillo. Él entreabrió nuevamente el cepo, ella introdujo la culata y Bánev pudo liberarse.
—Ten la linterna —repitió ella—. Veré cómo tiene la pierna.
—El hueso está destrozado —dijo una voz tensa desde la oscuridad—. Llévenme al sanatorio y llamen a un coche.
—Es lo correcto —repuso Diana—. Ahora. Víktor, dame la linterna, cárgalo.
Diana iluminó la escena. El hombre estaba sentado sobre el terreno, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. La mitad inferior de su rostro estaba oculta bajo una venda negra.
«Un gafudo —pensó Víktor—. Un mohoso. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?»
—Levántalo —le apuró Diana, impaciente—. Échatelo a la espalda.
—Ahora mismo —repuso Víktor, pensando en los círculos amarillos que rodeaban los ojos; sintió una náusea—. Ahora... —Se agachó junto al mohoso y se volvió, presentándole la espalda—. Agárrese a mi cuello.