– Vamos. ¿Una llamada y ya crees que va a pensar que alguien le va detrás después de diecisiete años?

– No, no por Becky. Estoy preocupado por cualquier otra cosa en la que esté envuelto. Podríamos meternos en medio de algo y ni siquiera saberlo.

Bosch dejó los prismáticos. Rider tenía razón. Arrancó el coche.

– De acuerdo, ya hemos echado nuestro vistazo -dijo él-. Ya podemos salir de aquí. Vamos a ver a Muriel Verloren.

– ¿Y Panorama City?

– Puede esperar. Los dos sabemos que ya no vive en esa casa. Comprobarlo es sólo una formalidad.

Empezó a salir marcha atrás.

– ¿Crees que deberíamos llamar antes a Muriel? -preguntó Rider.

– No. Vamos a llamar a la puerta.

– Somos buenos en eso.

12

Al cabo de diez minutos estaban delante de la casa de los Verloren. El barrio en el que había vivido Becky Verloren todavía parecía agradable y seguro. Red Mesa Way era una avenida amplia, con aceras a ambos lados y no pocos árboles de copa frondosa. La mayoría de las casas eran bungalows con extensas parcelas de terreno. En los años sesenta, las propiedades más grandes atrajeron a la gente a establecerse en la esquina noroeste de la ciudad. Cuarenta años después, los árboles habían alcanzado la madurez y el barrio daba sensación de cohesión.

La casa de los Verloren era una de las pocas que tenía una segunda planta. Era de estilo bungalow, pero el tejado asomaba por encima de un garaje de dos plazas.

Bosch sabía por el expediente del caso que el dormitorio de Becky se encontraba en el piso de arriba, encima del garaje y en la parte de atrás.

La puerta del garaje estaba cerrada. No había signo aparente de que hubiera alguien en la vivienda. Aparcaron en el sendero de entrada y caminaron hasta el portal. Al pulsar el timbre, Bosch oyó un repique, un único tono que parecía muy distante y solitario.

Salió a abrir una mujer que llevaba un vestido sin forma que la ayudaba a ocultar su cuerpo sin forma. Llevaba sandalias. Tenía el cabello teñido de un rojo demasiado anaranjado. Parecía un trabajo casero que no había ido según lo planeado, pero o bien la mujer no se había fijado o no le importaba. En cuanto abrió la puerta, un gato gris salió al patio delantero.

– Smoke, ¡ten cuidado! -gritó primero. Después dijo-: ¿Puedo ayudarles?

– ¿Señora Verloren? -preguntó Rider.

– Sí, ¿qué desean?

– Somos de la policía. Nos gustaría hablar con usted de su hija.

En cuanto Rider dijo la palabra «policía» y antes de llegar a «hija», Muriel Verloren se llevó ambas manos a la boca y reaccionó como si se repitiera el momento en que descubrió que su hija había muerto.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Díganme que lo han detenido. Díganme que han detenido al mal nacido que me arrebató a mi niña.

Rider puso una mano en el hombro de la mujer para reconfortarla.

– No es tan sencillo, señora -dijo-. ¿Podemos entrar y hablar?

Muriel Verloren retrocedió y les dejó entrar. Parecía estar susurrando algo y Bosch pensó que quizás era una oración. Una vez que estuvieron en el interior de la casa, la señora Verloren cerró la puerta después de gritar una vez más una advertencia al gato que se había escapado.

La casa olía como si el animal no se escapara con la frecuencia precisa. La sala de estar a la que los llevó estaba ordenada, pero los muebles tenían un aspecto viejo y gastado. En el lugar se percibía el característico olor de orín de gato. Bosch de repente lamentó no haber invitado a Muriel Verloren al Parker Center para el interrogatorio, aunque sabía que eso habría sido un error. Necesitaban ver la casa.

Los dos detectives se sentaron uno junto al otro en el sofá, y Muriel se colocó en una de las sillas que había al otro lado de la mesa baja de cristal. Bosch se fijó en las huellas de pezuñas gatunas en el cristal.

– ¿De qué se trata? -preguntó desesperadamente-. ¿Hay noticias?

– Bueno, supongo que la noticia es que estamos investigando el caso otra vez -dijo Rider-. Soy la detective Rider y él es el detective Bosch. Trabajamos en la unidad de Casos Abiertos del Parker Center.

Mientras se dirigían a la casa, Bosch y Rider habían acordado ser cautelosos con la información que proporcionaban a los Verloren. Hasta que conocieran la situación de la familia sería preferible recibir antes que dar.

– ¿Hay novedades? -preguntó Muriel con urgencia.

– Bueno, estamos empezando -replicó Rider-. Estamos revisando la investigación, tratando de ponernos al día. Sólo queríamos venir y decirle que estamos trabajando otra vez en el caso.

Muriel se mostró un poco alicaída. Aparentemente había pensado que tenía que haber algo nuevo para que la policía se presentara después de tantos años. Bosch sintió una punzada de culpa por reservarse el hecho de que el análisis de ADN les había proporcionado una pista sólida como una roca con la que trabajar, pero en ese momento sintió que era lo mejor.

– Hay un par de cosas -dijo, hablando por primera vez-. En primer lugar, al mirar en los archivos del caso, nos encontramos con esta foto.

Sacó del bolsillo la foto de Roland Mackey a sus dieciocho años y la puso en la mesa de centro, delante de Muriel. Ella inmediatamente se inclinó a mirarla.

– No estamos seguros de cuál es la conexión -continuó Bosch-. Pensamos que quizá podría reconocer a este hombre y decirnos si lo recuerda de entonces.

La mujer continuó mirando sin responder.

– Es una foto de mil novecientos ochenta y ocho -aclaró Bosch con la intención de animarla a hablar.

– ¿Quién es? -preguntó ella finalmente.

– No estamos seguros. Se llama Roland Mackey. Tiene un historial de pequeños delitos cometidos después de la muerte de su hija. No estamos seguros de por qué estaba su foto en el expediente. ¿Lo reconoce?

– ¿Le han preguntado a Art o a Ron?

Bosch iba a preguntarle quiénes eran Art y Ron cuando cayó en la cuenta.

– De hecho, el detective Green se retiró y falleció hace mucho tiempo. El detective García es ahora inspector García. Hablamos con él, pero no pudo ayudarnos con Mackey. ¿Y usted? ¿Podría haber sido uno de los conocidos de su hija? ¿Lo reconoce?

– Podría haber sido. Hay algo en él que reconozco. Bosch asintió.

– ¿Sabe cómo lo reconoce y de dónde?

– No, no lo recuerdo. ¿Por qué no me lo dice y quizás ayude a refrescarme la memoria?

Bosch cruzó una mirada fugaz con Rider. No era algo completamente inesperado, pero siempre complicaba las cosas que el progenitor de una víctima estuviera tan ansioso de ayudar que simplemente preguntara a la policía qué querían que dijera. Muriel Verloren había esperado diecisiete años a que el asesino de su hija fuera puesto a disposición del sistema judicial. Estaba muy claro que iba a elegir respuestas que en modo alguno entorpecieran la posibilidad de que eso ocurriera. En ese punto tal vez ni siquiera le importaba que se tratara de una pista falsa. Los años transcurridos habían sido crueles con ella y e1 recuerdo de su hija. Alguien tenía que pagar todavía.

– No podemos decírselo porque no lo sabemos, señora Verloren -explicó Bosch-. Piense en ello y díganoslo si lo recuerda.

Ella asintió con tristeza, como si considerara que era otra oportunidad perdida más.

– Señora Verloren, ¿cómo se gana la vida? -dijo Rider.

La pregunta pareció poner de nuevo a la mujer delante de ellos, sacándola de sus recuerdos y anhelos.

– Vendo cosas -respondió como si tal cosa-. En Internet.

Esperaron una explicación más profunda, pero no la consiguieron.

– ¿De veras? -preguntó Rider-. ¿Qué cosas vende?

– Lo que encuentro. Voy a ventas de garaje. Encuentro cosas. Libros, juguetes, ropa. La gente compra lo más inimaginable. Y pagan lo que sea. Esta mañana he vendido dos servilleteros por cincuenta dólares. Eran muy viejos.


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