– Queremos preguntarle a su marido por la foto -dijo Bosch en ese momento-. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
Muriel Verloren negó con la cabeza.
– En algún rincón de Toyland. No he tenido noticias suyas en mucho, mucho tiempo.
Pasaron unos segundos de sombrío silencio. La mayoría de las misiones de vagabundos del centro de Los Ángeles estaban apiñadas en el borde del llamado Toy District: varias manzanas donde se alineaban fabricantes y mayoristas de juguetes, e incluso unos pocos vendedores al por menor. No era inusual encontrar vagabundos durmiendo en la puerta de las jugueterías.
Lo que Muriel Verloren les estaba diciendo era que el marido se había perdido en aquel mundo de despojos humanos a la deriva. El restaurador de las estrellas había caído hasta una existencia sin hogar en las calles. Pero había una contradicción. Todavía tenía casa. Simplemente no podía estar en ella por lo que había ocurrido. En cambio, su mujer no iba a dejarla nunca.
– ¿Cuándo se divorciaron? -preguntó Rider.
– No estamos divorciados. Supongo que siempre pensé que Robert se despertaría y se daría cuenta de que por más que se alejara no podría huir de lo que había ocurrido. Pensé que un día lo comprendería y volvería a casa, pero ese día todavía no ha llegado.
– ¿Cree que conocía a todos los amigos de su hija? -preguntó Bosch.
Muriel pensó en ello durante un buen rato.
– Hasta la mañana en que desapareció lo creía. Pero después descubrí cosas. Tenía secretos. Creo que ésa es una de las cosas que más me molestaron. No el hecho en sí de que mantuviera secretos, sino que pensara que tenía que hacerlo. Creo que quizá si hubiera acudido a nosotros las cosas habrían sido diferentes.
– ¿Se refiere al embarazo?
Muriel asintió con la cabeza.
– ¿Qué le hace creer que eso está relacionado con lo que le ocurrió?
Sólo el instinto materno. No tengo pruebas, pero creo que empezó con eso.
Bosch asintió con la cabeza, pero no podía culpar a la hija por mantener secretos. Cuando Bosch tenía la edad en la que murió Becky Verloren vivía solo, sin padres reales. No tenía idea de cómo habría sido esa relación.
– Hablamos con el inspector García -explicó Rider-. Nos dijo que hace varios años le devolvió el diario de su hija. ¿Todavía, lo tiene?
Muriel pareció alarmada.
– Leo un trozo cada noche. No me lo van a quitar, ¿verdad? ¡Es mi biblia!
– Necesitamos que nos lo preste y hacer una copia. El inspector García debería haberla hecho entonces, pero no la hizo.
– No quiero perderlo.
– No lo perderá, señora Verloren, se lo prometo. Lo fotocopiaremos y se lo devolveremos enseguida.
– ¿Lo quiere ahora? Está junto a mi cama.
– Sí, si puede conseguirlo.
Muriel Verloren los dejó y desapareció por un pasillo que conducía hacia el lado izquierdo de la casa. Bosch miró a Rider y levantó las cejas para preguntarle su opinión. Rider se encogió de hombros, dando a entender que hablarían de eso después.
– Una vez mi hija quería otro gato -susurró Bosch-. Mi ex dijo que con uno era suficiente. Ahora sé por qué.
Rider estaba sonriendo de manera inapropiada cuando Muriel volvió a entrar, cargada con un pequeño volumen con una cubierta de flores y las palabras «Mi diario» estampadas en relieve dorado. El dorado empezaba a descascararse. Habían manejado mucho el libro. Se lo dio a Rider, que se esforzó al máximo para cogerlo con reverencia.
– Si no le importa, señora Verloren, nos gustaría echar un vistazo -dijo Bosch-. Para relacionar lo que hemos visto y leído en el expediente con la distribución real de la casa. ¿Le importa que echemos un vistazo? Me gustaría ver la puerta de atrás y también echar un vistazo detrás de la casa.
La señora Verloren señaló con un brazo levantado el camino que tenían que seguir. Bosch y Rider se levantaron.
– Ha cambiado -dijo Muriel-. Antes había terreno sin edificar allí arriba. Salías por nuestra puerta y ya estabas en la montaña. Pero construyeron terrazas. Ahora hay casas de millones de dólares. Construyeron una mansión en el sitio donde encontraron a mi niña. La odio.
No había nada que decir a eso. Bosch se limitó a asentir y la siguió a la cocina a través de un pasillo. Muriel abrió una puerta cristalera que conducía al patio de atrás, y todos salieron. El patio estaba en una empinada pendiente que conducía a unos eucaliptos. A través de los árboles, Bosch distinguió el tejado de estilo colonial de una casa grande y lujosa.
– Antes sólo había árboles -dijo Muriel-, ahora hay casas. Pusieron una verja. No me dejan subir como hacía antes. Creen que soy una vieja loca porque me gustaba subir allí en ocasiones a hacer pícnic en el lugar donde encontraron a Becky.
Bosch asintió y pensó por un momento en una madre que hace pícnic en el sitio donde su hija fue asesinada. Trató de descartar la idea y concentrarse en el estudio de la ladera. Según el informe de la autopsia, Becky Verloren sólo pesaba cuarenta y cuatro kilos. No obstante, subirla por esa pendiente tuvo que ser toda una pugna. Se preguntó por la posibilidad de que hubiera habido más de un asesino. Pensó en Bailey Sable diciendo «los».
Miró a Muriel Verloren, que permanecía quieta y en silencio, con los ojos cerrados. Había inclinado la cabeza de manera que el sol de última hora de la tarde le calentara la cara. Bosch se preguntó si se trataba de algún tipo de comunión con su hija perdida. Como si sintiera que la estaban mirando, Muriel habló, pero mantuvo los ojos cerrados.
– Me encanta este sitio. Nunca me iré.
– ¿Podemos ver la habitación de su hija? -preguntó Bosch.
Muriel abrió los ojos.
– Sólo sacúdanse los pies al volver a entrar en casa.
Ella los condujo de nuevo al pasillo a través de la cocina. La escalera empezaba junto a la puerta que daba al garaje. La puerta estaba abierta, y Bosch atisbó una furgoneta abollada rodeada de pilas de cajas y cosas que aparentemente Muriel Verloren había recogido en sus rondas. También se fijó en lo cerca que estaba la puerta del garaje de la escalera. No sabía si este hecho tenía algún significado, pero recordó que en el expediente se sugería que el asesino se había escondido en algún lugar del interior de la casa y había esperado a que la familia se fuera a dormir. El garaje era el lugar más probable.
El paso de la escalera era estrecho, porque en uno de los lados, y hasta arriba, se alineaban cajas de objetos comprados por Muriel. Rider subió delante. Muriel indicó a Bosch que la siguiera, y cuando éste pasó a su lado le susurró:
– ¿Tiene hijos?
Bosch asintió, sabiendo que su respuesta le haría daño.
– Una hija.
Ella repitió el mismo gesto con la cabeza.
– Nunca la pierda de vista.
Bosch no le dijo que vivía con su madre muy lejos de su vista. Simplemente asintió y empezó a subir la escalera.
En el segundo piso había un rellano y dos habitaciones con un cuarto de baño entre ellas. El dormitorio de Becky Verloren estaba en la parte de atrás y tenía ventanas que daban a la ladera de la colina.
La puerta estaba cerrada, y Muriel la abrió. Entrar en el dormitorio fue como dar un salto en el tiempo. Bosch vio las mismas fotos de diecisiete años atrás que había estudiado en el expediente. El resto de la casa estaba lleno de basura y detritos de una vida desintegrada, pero la habitación donde Becky Verloren había dormido, hablado por teléfono y escrito su diario secreto no había cambiado. De hecho, la habían preservado más tiempo del que había vivido la chica.
Bosch se adentró en el dormitorio y lo observó en silencio. Ni siquiera el gato entraba allí. El aire olía fresco y limpio.
– Está exactamente como el día en que se fue -dijo Muriel-. Salvo que hice la cama.
Bosch miró la colcha de los gatos que se extendía pulcramente hasta el suelo.
– Usted y su marido estaban durmiendo en el otro lado de la casa, ¿verdad? preguntó Bosch.