Comieron temprano, devorando primero todos los bocadillos que traían y encendiendo después el fuego para preparar los frankfurts. Encontrar los palos adecuados para sostener las salchichas costó un buen rato, y afilar perfectamente los extremos, más rato aún. Cada vez que Lawrence decía algo sobre las salchichas, Harlen reía entre dientes.

– ¿Qué es? -preguntó Dale al fin-. Explica el chiste.

Harlen empezó a hacerlo, diciendo algo sobre Cordie Cooke, pero entonces sacudió la cabeza.

– Olvídalo.

A las siete todavía hacía calor, y Lawrence quería ir a la cantera para bañarse en la charca. Los otros se opusieron, recordándole pacientemente el plan. Harlen quería coger melcocha a las siete y media, pero los otros insistieron en esperar hasta que fuese de noche. Era el protocolo adecuado. A las ocho, Kevin estaba nervioso y dispuesto a acostarse en el saco de dormir; pero las sombras sólo habían empezado a cubrir el claro y aún había luz suficiente para ver, incluso en el bosque.

Pero veinte minutos después, las zonas bajas al norte de ellos se volvieron frescas y oscuras. Al poco rato aparecieron luciérnagas en los sectores oscuros entre los árboles, centelleando como lejanos y silenciosos fogonazos. El coro de ranas de la cantera y de ranas arbóreas de la zona pantanosa del pie de la colina empezó a eso de las diez, llenando de sonidos el crepúsculo invasor. Los grillos y las cigarras de los bosques de detrás de los chicos eran muy ruidosos.

A las nueve menos cuarto, el cielo se había ido oscureciendo y se veían estrellas, y en algunos lugares era difícil distinguir las masas de hojas oscuras del cielo cada vez más negro. Los bosques se volvieron negros. Los últimos ruidos de tráfico de la Seis del condado, a ochocientos metros al oeste, cesaron cuando los últimos trabajadores hubieron pasado hacia el norte en dirección a sus casas y los bebedores se hubieron dirigido hacia el sur, camino del Arbol Negro o del pueblo. Durante un rato los muchachos pudieron oír, si prestaban atención, el chasquido metálico de las tapas de los comederos automáticos de los cerdos del tío Henry; pero era un sonido débil y lejano que se extinguió con las últimas luces.

Por fin se hizo de noche. A pesar de la progresión propia del verano, la noche pareció caer y envolverles de pronto.

Dale echó ramitas al fuego. Ascendieron pavesas en la noche, desde el claro del bosque hacia las estrellas. Los muchachos se juntaron más, con las caras iluminadas desde abajo. Trataron de cantar pero descubrieron que no tenían ganas de hacerlo. Harlen sugirió que contasen cuentos de fantasmas, y los otros fruncieron el entrecejo y no dijeron nada.

El riachuelo producía un suave gorgoteo en la vertiente de la colina. Daba la impresión de que en el oscuro bosque había criaturas que se despertaban para cazar, que había muchos ojos que se abrían, iris verticales que se ensanchaban para captar la débil luz de las estrellas y encontrar sus presas.

Envuelto en el coro de los insectos y en el croar lejano de cien especies de ranas, llegó el sonido imaginado de predadores moviéndose silenciosos en la noche e iniciando su acecho de carne fresca.

Los muchachos se envolvieron en camisas gruesas y viejos suéters, arrojaron más leña al fuego y se sentaron más juntos hasta que casi se tocaron sus hombros. El fuego crepitaba y chisporroteaba, transformando sus caras en máscaras diabólicas hasta que pronto el resplandor anaranjado fue la única luz de su mundo.

El principal problema de Mike era permanecer despierto. Había estado buena parte de la noche anterior sentado en el viejo sillón, en la habitación de Memo, con el frasco de agua bendita en una mano y la Hostia consagrada envuelta en un pañuelo, en la otra. Su madre entró para ver cómo estaba Memo, a eso de las tres de la madrugada, y le envió arriba, reprendiéndole por su necedad. Mike se había dejado la Hostia en el antepecho de la ventana.

Había ido a visitar al padre Cavanaugh después de repartir los periódicos, pero el sacerdote se había ido y la señora McCafferty estaba muy inquieta. Los médicos habían decidido trasladar al padre C. Al St. Francis Hospital de Peoria, pero cuando llegó la ambulancia el martes por la tarde, el cura había desaparecido. La señora McCafferty les juró que había estado todo el tiempo trabajando en la cocina, en la planta baja, y que le habría oído si él hubiese bajado la escalera; además, estaba demasiado enfermo para bajar. Pero los médicos sacudieron la cabeza y dijeron que evidentemente el enfermo no se habría marchado volando. Mientras Mike y los otros muchachos habían estado comparando notas en su casa arbórea y tratando de descifrar algo del misterioso libro que Dale había hurtado al señor Ashley-Montague, la señora McC. y varios feligreses estuvieron registrando el pueblo. Ni rastro del padre Cavanaugh.

– Juraría por mi rosario que el pobre padre estaba demasiado enfermo para levantar la cabeza, y mucho menos para marcharse -había dicho la señora McCafferty a Mike, enjugándose los ojos con el delantal.

– Tal vez se ha ido a casa -había dicho Mike, aunque tenía el convencimiento de que no era así.

– ¿A casa? ¿A Chicago? -El ama de llaves se mordió el labio, como reflexionando sobre la idea-. Pero, ¿cómo? El coche de la diócesis está todavía en el garaje y el autobús de Galesburg a Chicago no pasará hasta mañana.

Mike se había encogido de hombros y había prometido que en cuanto supiese algo del paradero del padre C. se lo comunicaría inmediatamente, así como al doctor Staffney; después se había ido a la sacristía a prepararse para la misa con el cura sustituto de Oak Hill. Durante toda la misa, dicha en voz aburrida y soñolienta por el sacerdote visitante y respondida distraídamente por el monaguillo, Mike había pensado en los gusanos pardos que se escondían y serpenteaban debajo de la piel del padre C. «¿Y si ahora él es uno de ellos?»

Esta idea le hizo sentirse mareado.

Había hecho que su madre jurase que cuidaría de Memo aquella noche, y entonces había tomado precauciones rociando el suelo y la ventana con agua bendita y colocando pedacitos de la Hostia rota en las esquinas de la tela metálica y a los pies de la cama de Memo. Dejar sola a Memo esta noche era la parte del plan que le disgustaba.

Entonces había llenado su mochila y había salido antes de que lo hiciesen los otros muchachos. La tensión del trayecto hasta la Seis del condado le había despejado un poco la cabeza, pero las noches sin dormir seguían pesando sobre él y haciendo que le zumbasen ligeramente los oídos.

Mike no había llegado a la granja del tío Henry sino que había abierto la puerta de los pastos, más allá del cementerio del Calvario, y había pedaleado junto a la valla por las rodadas cubiertas de hierba; después había escondido su bici entre unos abetos, encima del barranco, y había vuelto atrás, en espera de que llegasen Dale y los otros. Éstos lo habían hecho una hora y media más tarde, y Mike había lanzado un suspiro de alivio: la posibilidad de que el camión de recogida de animales muertos les interceptase había sido algo que no podían prever, salvo para convenir un encuentro al mediodía junto a la torre del agua.

Mike permaneció en el bosque durante la visita de los muchachos a la casa del tío Henry, observando a través de los prismáticos que había pedido prestados a su padre. La lente izquierda de los gemelos que había usado su padre en las carreras de caballos de Chicago estaba ligeramente nublada, pero funcionaba lo suficiente para que Mike pudiese ver a sus amigos sentados y bebiendo limonada con tía Lena, mientras él sudaba a mares y se agitaba nervioso entre los arbustos.

Más tarde les siguió dentro del bosque, manteniéndose a unos quince metros de ellos, caminando paralelamente a su camino -así podía saber exactamente adónde se dirigían- y tratando de que no le viesen ni oyesen. Se había puesto un polo verde y unos viejos pantalones de algodón a modo de camuflaje, con una muda de ropa más oscura para la noche, pero lamentaba no tener prendas auténticas de camuflaje de combate.


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