Mike sacudió de nuevo la cabeza. Lo más difícil era permanecer despierto.

Había establecido un puesto de observación encima del barranco, a menos de veinte metros de donde estaban acampando Dale y los demás, y era un lugar perfecto; dos rocas le ocultaban a la vista pero le permitían ver, por una rendija vertical, el campamento y el claro del bosque; tres árboles crecían espesos detrás de él, impidiendo que se le acercasen por allí; con una rama caída había excavado una pequeña zanja, de manera que él y sus cosas eran completamente invisibles a un nivel más bajo que las rocas y los arbustos; pero a pesar de todo había disimulado todavía más el lugar con ramas y un tronco caído que había acercado a su izquierda.

Sacó su material: una botella de agua potable y un frasco de agua bendita, marcado con lápiz sobre una etiqueta para no confundirlos, los bocadillos, los gemelos, la porción más grande de la Hostia, que envolvió y guardó en el bolsillo del pecho de su polo, y por fin el arma de Memo, que sacó con gran cuidado de la mochila.

Entonces se dio cuenta de que aquello debía de ser ilegal; con su cañón de medio metro y su culata de nogal, parecía el arma que un gángster de Chicago habría usado en los años treinta para volarle la cabeza a un gángster rival. Mike abrió la recámara con un suave chasquido del seguro, y olió a aceite al levantar el cañón para captar la última luz de la tarde por el liso agujero. Había balas en la caja donde estaba la escopeta de Memo, pero parecían muy viejas, razón por la cual Mike se había armado de valor y había ido a la quincallería de Meyers a comprar nuevos proyectiles del 410. El señor Meyers había arqueado una ceja y había dicho:

– No sabía que tu padre fuese aficionado a la caza, Michael.

– No lo es -había dicho sinceramente Mike-. Pero se ha hartado de que los cuervos se metan en el jardín.

Ahora, al desvanecerse las últimas luces del crepúsculo, Mike puso la nueva caja de cartuchos delante de él, introdujo uno en la recámara, cerró la escopeta y miró a lo largo del cañón y hacia los muchachos sentados alrededor del fuego del campamento, a quince metros de distancia. Era demasiado lejos para aquella escopeta de cañón corto, y Mike lo sabía. Ni siquiera el arma de Dale habría servido de mucho a semejante distancia, y la de cañón aserrado que apuntaba Mike sólo era efectiva a pocos metros. Pero sabía que la dispersión sería terrible dentro de aquel radio. Había comprado cartuchos con perdigones del número seis, adecuados para las codornices o animales más grandes.

La espesura al sur del lugar donde Dale, Kev, Lawrence y Harlen habían montado el campamento haría imposible un acercamiento silencioso y casi imposible cualquier acercamiento. Mike se había encaramado en el borde norte del barranco; sería muy difícil que alguien cruzase el riachuelo y trepase hasta allí sin hacer mucho ruido. Quedaban para poder acercarse los bosques menos espesos del este o del oeste del claro. Mike podía ver claramente ambos sectores desde su punto de observación, aunque la luz menguante hacía difícil captar los detalles. Las voces de sus amigos, charlando alrededor del fuego, parecían bajas y sofocadas al viajar el sonido hasta él a través del aire ahora más fresco.

La escopeta de matar ardillas tenía un punto de mira en la parte de atrás y otro más pequeño en la punta del cañón, aunque ambos eran más ornamentales que útiles. Uno apuntaba al blanco y apretaba el gatillo, dejando que la nube de perdigones hiciese lo demás. Al hacerse de noche, Mike se dio cuenta de que tenía la mano resbaladiza sobre la culata de nogal. Hurgó en la caja de proyectiles, se metió dos cartuchos en el bolsillo de la camisa y unos cuantos más en los del pantalón, y luego guardó de nuevo la caja en la mochila. Puso el seguro y dejó el arma sobre las agujas de pino al lado de la roca, procurando dar a su respiración un ritmo más regular y masticando un bocadillo de mantequilla de cacahuete y gelatina que había cogido apresuradamente por la mañana. El olor a las salchichas que se asaban en el claro del bosque había despertado su apetito.

Sus amigos se acostaron poco después de hacerse de noche. Mike se había puesto un suéter negro y unos pantalones oscuros y estaba sentado, inclinado hacia delante, expectante, atisbando en la oscuridad, tratando de no escuchar la música de fondo de los insectos y las ranas para captar cualquier otro ruido, y procurando no fijarse en las sombras cambiantes de las hojas ni en el centelleo de las luciérnagas para que no le pasara inadvertido el menor movimiento. No hubo ninguno.

Observó cómo Dale y Lawrence se instalaban en la tienda abierta más próxima al pueblo, con los pies visibles como bultos en los dos sacos de dormir iluminados por la vacilante luz. Kevin y Harlen se arrastraron dentro de la tienda del primero, a unos pocos metros a la izquierda y más lejos del fuego. Mike pudo ver a duras penas la gorra de béisbol de Kev sobre el borde del saco de dormir. Por lo visto Harlen se había colocado en dirección opuesta, y las suelas de sus zapatos sobresalían de su cama improvisada. Mike se frotó los ojos, miró fijamente hacia la penumbra, tratando de no hacerlo directamente al fuego, y esperó que todos le hubiesen escuchado atentamente.

«¿Quién me ha hecho jefe y rey?» Sacudió cansadamente la cabeza.

Permanecer despierto era lo más difícil. Varias veces empezó a adormilarse y se despertó de pronto al chocar su barbilla contra el pecho. Entonces se colocó apoyándose incómodamente en la rendija entre las rocas, doblando un brazo detrás de la espalda, de manera que si se dormía, el peso de su cuerpo gravitase sobre el brazo y lo despertase.

A pesar de aquella incómoda posición, estaba medio dormido cuando se dio cuenta de que alguien venía a través del claro del bosque.

Dos formas se movían lentamente desde el oeste, desde la dirección de la Seis del condado, con la precaución de cazadores pisando ramas. Eran unas formas altas, claramente adultas. Dieron un paso y se detuvieron. Dieron otro paso. Apoyaban cuidadosamente los pies en el suelo, con movimientos de ballet en un acecho silencioso.

Mike sintió que su corazón empezaba a palpitar tan furiosamente que le dolía el pecho y sentía vértigo. Sujetó la escopeta con ambas manos delante de él, se acordó del seguro y lo quitó. Tenía los dedos sudorosos y extrañamente entumecidos.

Los dos altos personajes se hallaban ahora a seis metros del campamento de los muchachos y se detuvieron, casi invisibles en la oscuridad. Sólo les delataba el reflejo de la luz de las estrellas en sus ojos y sus manos cuando no se movían. Mike se inclinó hacia delante esforzándose en ver. Los hombres llevaban algo. Entonces Mike vio el centelleo de la luz de las estrellas sobre acero y supo que lo que los dos hombres llevaban eran hachas.

La respiración de Mike se aceleró, se detuvo y se aceleró de nuevo. Se obligó a no fijarse en los dos hombres -eran indudablemente hombres, altos, de largas piernas, vestidos de oscuro- y en agudizar sus sentidos por lo que pudiese ocurrir a su alrededor. Todo el secreto, los planes y la espera habrían sido inútiles si alguien se acercaba por detrás de él.

Pero detrás de él no había nadie. Al menos que él supiera. En cambio observó movimiento en los árboles de detrás de las tiendas. Al menos había otro hombre que se acercaba tan despacio como los dos del claro, pero menos silenciosamente. Éste era más bajo y menos hábil en evitar los crujidos de las ramas secas debajo de los pies. Sin embargo, si Mike no hubiese sabido de qué dirección tenían que venir, no les habría visto ni oído.

Se levantó viento, agitando las hojas sobre su cabeza. Los dos personajes del claro del bosque aprovecharon aquel ruido para acercarse unos pasos al campamento. Llevaban las hachas levantadas sobre el pecho como en posición de ataque. Mike quiso tragar saliva, pero se encontró con que tenía la boca seca y se esforzó en humedecerla.


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