Mike apretó los puños.

– ¿Cómo retiraron al viejo C. J. Congden?

– Exactamente -dijo la voz grave del presunto sacerdote-. Efectivamente, había dejado de ser útil. Tenía otros…, digamos que otros servicios que ofrecer.

Mike se inclinó hacia delante.

– ¿Quién diablos es usted?

De nuevo el repiqueteo de piedras.

– Michael, todas las explicaciones del mundo no podrían hacerte comprender la complejidad de la situación en la que te has metido. Tratar de explicártelo sería como enseñar catecismo a un gato o a un perro.

– Adelante -murmuró Mike-. Haga una prueba conmigo.

– No -gruñó la cara pálida. La voz muerta no pretendía crear la ilusión de una charla normal-. Sólo te diré que si tú y tus amigos aceptáis nuestro ofrecimiento de una tregua, podréis ver el otoño.

Mike sintió que el corazón daba saltos en su pecho. Le flaquearon súbitamente las piernas al apoyarse en la pared, en una actitud que creyó que era relajada, casi normal. Una vez, durante una misa solemne con el padre Harrison, hacía años, poco después de convertirse en monaguillo, se había desmayado al cabo de veinticinco minutos de estar de rodillas. Ahora sintió un zumbido parecido en los oídos. «No, no, aguanta, presta atención.»

– ¿Quiénes son esos «nosotros» a los que se ha referido? -preguntó Mike, sorprendido al oír lo firme que sonaba su voz-. ¿Un puñado de cadáveres y una campana?

La cara blanca se movió atrás y adelante.

– Michael, Michael…

El cura se puso en pie y dio un paso en su dirección.

Mike miró disimuladamente hacia la izquierda y vio que algo del tamaño del Soldado salía del campo del otro lado de la calle y empezaba a deslizarse hacia el césped, cerca de la ventana de Memo.

– ¡Dígale que se detenga! -gritó Mike, y sacó la pistola de agua.

La cara del padre Cavanaugh sonrió. Chascó los dedos y el Soldado se detuvo debajo del tilo, a diez metros de distancia. La sonrisa del padre C. continuó ensanchándose, mostrando las muelas de atrás, hasta que pareció que la cara iba a abrirse por la mitad como sobre un gozne. Aquella boca imposible se abrió de par en par y Mike vio más dientes, hileras e hileras de dientes, unas líneas blancas interminables que parecían hundirse en el gaznate de aquella cosa.

Y aquello que parecía el padre Cavanaugh no fingió mover la boca ni la mandíbula al brotar la voz de su vientre.

– Ríndete ahora, gusanillo hijo de perra, o te arrancaremos del pecho el maldito corazón; te cortaremos los cojones y se los serviremos a nuestros secuaces; te haremos saltar los ojos de las órbitas, como hicimos con aquel estúpido amigo tuyo…

– Duane -murmuró Mike, sintiendo que se le cortaba la respiración y empezaba de nuevo, aunque de mala gana.

Le dolían el cuello y el vientre a causa de la tensión. En la sombra del jardín, el Soldado empezó a deslizarse de nuevo hacia la ventana de Memo.

– Ah, ssssí -silbó suavemente el padre Cavanaugh dando otro paso hacia Mike.

Estaba levantando los largos dedos. Su cara era como si se fundiese, pensó Mike. La carne ondeaba debajo de la piel, los cartílagos y los huesos se adaptaban de otra manera, y la larga nariz y la barbilla se juntaban para formar el hocico que Mike había visto en el Soldado, en el cementerio. «Cuando mataron al padre C.»

Todavía no pudo ver las babosas, pero la cara del sacerdote se estaba convirtiendo en un embudo. Y aquella cosa se acercó otro paso, levantando las manos.

– ¡Váyase al infierno! -gritó Mike, sacando la pistola de agua de debajo del cinto y apretando el gatillo.

El padre Cavanaugh pareció sobresaltarse durante un segundo; después se echó atrás y luego se rió, produciendo un ruido como de dientes mordiendo pizarra. Detrás de Mike, el Soldado se perdió de vista al doblar la esquina de la casa.

Mike levantó la pistola con mano firme y disparó otro chorro de agua bendita contra la cara de aquella cosa. «No sirve…, él no cree.»

Una vez, su maestra del quinto curso, la señora Shrives, había querido hacer un experimento: cogió unas gotas de ácido clorhídrico de una cubeta y utilizó un cuentagotas para verterlas sobre una naranja fresca. Pero la anciana volcó accidentalmente la cubeta, empapando la naranja y el paño de fieltro sobre el que había estado la naranja.

El mismo chisporroteo, el mismo ruido sibilante brotó ahora de la cara y de la ropa del padre Cavanaugh. Mike vio que la carne blanca del hocico se encogía y arrugaba, como si la propia piel fuese destruida por el agua bendita. El párpado izquierdo del hombre silbó y desapareció y el globo del ojo chisporroteó al mirar a Mike entre los dedos levantados. Grandes agujeros aparecieron en la chaqueta negra y el cuello del clérigo, dejando pasar un hedor a carne corrompida.

El padre Cavanaugh gritó como había hecho el perro de Cordie varias horas antes, bajó la deformada cabeza y arremetió contra el muchacho.

Mike saltó a un lado, lanzando más agua bendita sobre aquella cosa y viendo surgir vapores más espesos de la sibilante y ardiente espalda. Peg, Bonnie y Kathleen gritaban dentro de la casa. La voz de su madre llegó débilmente desde el dormitorio de atrás.

– ¡Quedaos en vuestras habitaciones! -gritó él, y saltó sobre el césped.

El Soldado había arrancado la tela metálica de su marco y se inclinaba hacia el interior de la ventana iluminada, arañando la madera con los dedos.

Mike corrió hacia él y vertió el resto del agua bendita en su cogote.

Aquella cosa no gritó. Un olor más nauseabundo que el del camión incendiado brotó de aquel ser, que se dejó caer sobre la tierra blanda del macizo de flores de debajo de la ventana, y echó a correr entre los arbustos, sumiéndose en la oscuridad.

Mike se volvió en el momento en que la figura del padre Cavanaugh saltaba del porche para agarrarlo. Mike esquivó los largos brazos, tiró la pistola vacía entre los arbustos y cogió el pequeño joyero de Memo de encima del antepecho de la ventana. Pudo ver a Peg entre las hinchadas cortinas, de pie junto a la puerta de la habitación de Memo y llevándose las manos a la boca.

– Mike, ¿qué…?

Los largos dedos del padre Cavanaugh se cerraron sobre los hombros de Mike y tiraron de él fuera de la luz, hacia la oscuridad de debajo del tilo. La alta forma del cura hizo que Mike se acercase más.

Éste olió el hedor de su cara, vio su rostro lleno de cicatrices que parecían producidas por un ácido, sintió que se retorcían cosas debajo de aquella carne y en el largo túnel de la probóscide, y entonces el padre C. se inclinó hacia delante, con el pulsátil cartílago de su hocico sobre la cara de Mike.

Éste no tenía tiempo para mirar. Abrió el joyero, cogió el trozo grande de hostia consagrada y lo introdujo en la asquerosa abertura de aquella cara, precisamente cuando la presión de las babosas que estaban dentro de ella amenazaba con reventar.

Mike había observado una vez que C. J. Congden disparaba una escopeta del calibre 13 contra una sandía colocada a sólo dos metros y medio de distancia.

Esto fue peor.

El hocico y la cara del padre Cavanaugh parecieron estallar hacia un lado, con pedazos de carne blanca y pastosa rebotando en la pared de la casa y salpicando las hojas del tilo. Sonó un chillido, esta vez audible, en el vientre de aquella cosa. ~ Mike dejó caer la Hostia cuando aquello se tambaleó hacia atrás, llevándose los dedos a lo que quedaba de su cara.

Mike saltó atrás al ver babosas de unos quince centímetros enroscándose y retorciéndose sobre la hierba, mientras la Hostia parecía desprender una radiación verde azulada. Fragmentos de la carne del padre Cavanaugh chisporroteaban y se licuaban como caracoles sorprendidos fuera de su concha por una lluvia de sal.

Peg chillaba en el dormitorio. Mike volvió tambaleándose al porche, vio a su madre acercándose a la puerta, con los ojos turbios por el dolor de la jaqueca y todavía con un paño mojado apretado sobre las sienes, y ambos observaron cómo entraba la sombra del padre Cavanaugh en la Primera Avenida, con las manos sobre la cara destrozada y emitiendo un ruido terrible, como de explosiones en una caldera.


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