Él la reconoció enseguida.
La señora Duggan, ex compañera de enseñanza de la señora Doubbet, siempre había estado delgada. Durante los meses en que el cáncer había hecho estragos en ella hasta que dejó de enseñar antes de la Navidad, había adelgazado todavía más. Harlen recordaba que sus brazos parecían poco más que huesos envueltos en una piel pecosa. Nadie de la clase había visto a la señora Duggan durante las últimas semanas antes de su muerte en febrero, ni en el entierro; pero la mamá de Sandy Whittaker la había visitado en su casa y en la funeraria, y había dicho a Sandy que al final la pobre señora había quedado reducida a piel y huesos.
Harlen la reconoció al momento.
Miró una vez a la vieja Double-Butt, que estaba inclinada hacia delante, sonriendo ampliamente y prestando toda su atención a su compañera, y entonces volvió a mirar a la señora Duggan.
Sandy había dicho que la señora Duggan había sido enterrada con su mejor vestido de seda, el verde que había llevado para la fiesta de Navidad en su último día de enseñanza. Ahora también llevaba este vestido. Se había estropeado en algunos sitios y la fosforescencia se traslucía a través de él.
Los cabellos de la anciana estaban todavía cuidadosamente peinados hacia atrás, sujetos con unas horquillas de concha que Harlen había observado en clase; pero había perdido mucho pelo, dejando al descubierto la blanquecina piel del cráneo en algunos sitios. Había agujeros en el cuero cabelludo, como en el vestido de seda.
Desde aquella distancia de menos de un metro, Harlen podía ver la mano de la señora Duggan sobre la mesa: los largos dedos, el holgado anillo de oro, el suave resplandor de los huesos.
La señora Doubbet se acercó más al cadáver de su amiga y dijo algo. Parecía desconcertada; después miró hacia la ventana delante de la que estaba acurrucado Harlen, con las rodillas apretadas contra la cornisa.
Harlen se dio cuenta, en el último instante, de que debía de ser visible, de que el resplandor iluminaría su cara detrás del cristal, como iluminaba los tendones descubiertos que relucían como fideos a través de grietas en la muñeca de la señora Duggan, y las oscuras colonias de moho bajo la piel traslúcida. Lo que quedaba de la piel.
Por el rabillo del ojo pudo ver que la vieja Double-Butt se había vuelto para mirarle, pero él no apartó la mirada del cogote de la señora Duggan, donde se encogía la piel apergaminada y eran visibles las vértebras, que se movían como piedras blancas debajo de la tela podrida.
La señora Duggan se volvió también y lo miró. Desde tres palmos donde había estado la sonrisa fosforescente, brotó de la oscura cuenca de sus ojos un grupo de gusanos cuando la mujer se inclinó hacia delante como para saludarlo.
Harlen se irguió y se volvió para correr, sin acordarse de que estaba en una estrecha cornisa a seis metros de altura sobre la piedra y el hormigón de la acera. Pero se habría echado a correr aunque se hubiese encontrado en la rama del roble.
No gritó al caer.
8
A Mike le gustaba el ritual de la misa. Este domingo, como todos los domingos a excepción de fiestas especiales, ayudó al padre Cavanaugh en la misa ordinaria de las siete y media y después se quedó para actuar como primer monaguillo en la solemne de las diez. Desde luego asistía más gente en la primera porque la mayoría de los católicos de Elm Haven sólo aguantaban la media hora más de la misa mayor cuando no tenían más remedio.
Mike siempre guardaba un par de zapatos de color marrón en el cuarto que el padre Cavanaugh llamaba presbiterio; al viejo padre Harrison no le importaba que sus monaguillos llevasen bambas debajo del sobrepelliz, pero el padre C. decía que ayudar a preparar la Eucaristía exigía más respeto. El padre de Mike había refunfuñado al pensar en el gasto. Mike no había tenido nunca un par de zapatos de vestir -su padre decía que ya era bastante duro ataviar a cuatro hijas-, pero en definitiva no había podido discutir el respeto debido a Dios. Mike sólo llevaba aquellos zapatos en San Malaquías, y únicamente cuando ayudaba a misa.
A Mike le gustaban todos los aspectos del servicio religioso, que iba acrecentándose cuanto más lo practicaba. Cuando empezó a hacer de monaguillo, casi cuatro años atrás, el padre Harrison no era muy exigente con los pocos muchachos dispuestos a ayudarle; sólo les pedía que fuesen puntuales. Al igual que los otros chicos, Mike había aprendido los movimientos y murmurado las respuestas en latín, sin prestar realmente atención a las traducciones que figuraban en la hoja plastificada encima del reclinatorio, sin pensar realmente en el milagro que estaba a punto de realizarse, cuando llevaba las botellitas de vino y de agua al sacerdote para la comunión. Había sido un deber que había aceptado porque era católico y esto lo hacían los buenos chicos católicos… aunque los otros muchachos católicos de Elm Haven parecían tener excusas para no hacerlo.
Pero entonces, hacía un poco más de un año, el padre Harrison se había retirado -o había sido retirado, porque el viejo sacerdote había empezado a dar señales de senectud y de alcoholismo y sus sermones eran cada vez más extravagantes-, y la llegada del padre Cavanaugh lo había cambiado todo para Mike.
En muchos aspectos, el padre C. era todo lo contrario del padre H. a pesar de que ambos fuesen sacerdotes. El padre Harrison era viejo e irlandés, de cabellos grises y mejillas sonrosadas, titubeante en su pensamiento, en sus discursos y en sus actitudes. Había realizado tantas veces el ritual de la misa y con tan poca asistencia, que daba la impresión de que para él no tuviera un significado más especial que el de afeitarse. En realidad, el padre Harrison había vivido para las visitas y las comidas a las que era invitado; incluso las visitas a los enfermos o a los moribundos se habían convertido en un pretexto para que el viejo sacerdote se sentase, hablase, tomase café, contase historias y recordase a gente del lugar que había muerto hacía tiempo. Mike había acompañado al padre H. en algunas de estas visitas; con frecuencia, el enfermo tomaba la comunión y el padre H. pensaba que llevar consigo un monaguillo daba cierta impresión de ceremonia al sencillo ritual. Mike estaba siempre como ausente durante estas visitas.
En cambio el padre Cavanaugh era joven, de pelo negro -Mike sabía que se afeitaba dos veces al día y que, a las cinco de la tarde, se traslucía una sombra a través de su piel morena-, increíblemente intenso. El padre C. se preocupaba de la misa, decía que era una invitación de Cristo a reunirnos con Él en la Ultima Cena, y hacía que los monaguillos se preocupasen también. O al menos los que continuaban ayudando.
Mike era uno de los pocos que seguían ayudando con regularidad. El padre C. era muy exigente: el monaguillo tenía que comprender lo que decía, no murmurar simplemente frases en latín. Mike había asistido a una clase de catecismo especial que el padre C. dio los miércoles por la tarde durante seis meses para enseñar tanto los rudimentos del latín como el contexto histórico de la propia misa. Entonces los monaguillos tuvieron que participar, prestar realmente atención a lo que hacían. El padre C. tenía un genio muy vivo y lo haría sentir a cualquier muchacho que se mostrase apático o remiso en sus deberes.
El padre Harrison había sido aficionado a la comida y todavía más a la bebida -todo el mundo en la parroquia e incluso en el condado había conocido el problema del cura con el alcohol-, pero el padre C. nunca bebía, salvo en la comunión, y parecía considerar la comida como un mal necesario. Observaba una actitud parecida en lo tocante a las visitas; el padre Harrison había hablado de todo y de todos, y a veces se había pasado toda una tarde hablando de las cosechas y del tiempo en el Parkside con agricultores retirados mientras que el padre C. quería hablar de Dios. Incluso sus visitas a los enfermos y a los moribundos eran como incursiones de comandos jesuíticos, interrogatorios espirituales del último momento para aquéllos que estaban a punto de presentarse en el Examen Final y Definitivo.