– Como le he dicho, estoy redactando un trabajo sobre la historia de Old Central School.

El señor Ashley-Montague dijo:

– El colegio está cerrado durante el verano, hijo -y se volvió a su ayudante.

Hizo una señal con la cabeza y se iluminó la pantalla del lado del Parkside Café. La multitud sentada sobre el césped o en sus vehículos siguió a gritos la cuenta atrás desde el diez hasta el uno, antes de que diera comienzo una cinta de dibujos animados de Tom y Jerry. El ayudante enfocó la imagen y ajustó el volumen del sonido.

– Por favor, señor -dijo Duane McBride, acercándose un paso al millonario-. Le prometo que devolveré los libros en perfecto estado. Sólo los necesito para terminar mi investigación.

El señor Ashley-Montague se sentó en la silla de jardín que su ayudante había preparado para él. Dale no había estado nunca tan cerca de aquel hombre; siempre se había imaginado al señor A.-M. como un joven, pero a la luz del lado del proyector y a la que reflejaba la pantalla, pudo ver que el millonario tenía unos cuarenta años. Tal vez más. Su corbata de lazo y la manera un tanto afectada de vestir le hacía parecer mayor. Esta noche llevaba un traje blanco de hilo que casi resplandecía en la oscuridad.

– ¿Investigación? -dijo el señor Ashley-Montague, riendo entre dientes-. ¿Qué edad tienes, hijo? ¿Catorce años?

– Dentro de tres semanas cumplo doce -dijo Duane.

Dale no sabía que el cumpleaños de su amigo fuese en julio.

– Doce -dijo el señor Ashley-Montague-. A los doce años no se investiga, amigo. Busca en la biblioteca lo que necesites para tu trabajo escolar.

– He buscado en la biblioteca, señor -dijo Duane, y Dale advirtió que a pesar de que utilizara la palabra «señor» no había verdadera deferencia en la voz de Duane. Era como si un adulto estuviese hablando a otro-. Allí no había los datos necesarios. La bibliotecaria de Oak Hill me dijo que el resto de los materiales de la Sociedad Histórica del condado le habían sido confiados a usted. Supongo que los documentos de la Sociedad Histórica son todavía de uso público… y lo único que pido son unas pocas horas para buscar los temas relacionados con Old Central.

El señor Ashley-Montague cruzó los brazos y observó la pantalla, donde Tom estaba dándole una paliza a Jerry. O tal vez era Jerry quien daba una paliza a Tom… Dale nunca estaba seguro de cuál era el nombre del gato y cuál el del ratón. Por fin, el hombre, que ya se había sentado, dijo:

– ¿Y cuál es exactamente el tema de tu trabajo?

Duane respiró hondo.

– La campana Porsha -dijo al fin.

O fue lo que Dale creyó que decía. En aquel instante, una explosión de ruido de la película de Tom y Jerry casi ahogó las palabras.

El señor Ashley-Montague se levantó de un salto de la silla, agarró los brazos de Duane, los soltó y se echó atrás, como confuso.

– No hay tal cosa -oyó Dale que decía el hombre, bajo el estruendo de los altavoces.

Duane dijo algo que se perdió al estallar un enorme petardo debajo del gato. Incluso el señor Ashley-Montague tuvo que inclinarse hacia delante para oírle.

– … había una campana -estaba diciendo el millonario cuando Dale pudo oír de nuevo-, pero fue quitada de allí hace años. Hace décadas. Creo que antes de la Primera Guerra Mundial. Era falsa, desde luego. Mi abuelo fue… defraudado, creo que ésta es la palabra. Engañado. Estafado.

– Bueno, esto es lo que necesito para terminar mi ensayo -dijo Duane-. En otro caso, tendré que decir que el paradero actual de la campana es un misterio.

El señor Ashley-Montague paseó arriba y abajo junto al proyector. La película de dibujos había terminado y el ayudante estaba preparando rápidamente su breve documental de la 20th Century sobre la expansión del comunismo, comentado por Walter Cronkite. Dale levantó la mirada y vio al reportero de negros cabellos sentado a una mesa. La corta película era en blanco y negro; Dale la había visto en el colegio el año pasado, en una sesión especial. De pronto un mapa de Europa y Asia empezó a teñirse de negro al extenderse la amenaza comunista. Unas flechas penetraban en la Europa del Este, en China y en otros lugares cuyo nombre Dale no conocía exactamente.

– No hay ningún misterio -saltó el señor Ashley-Montague-. Ahora lo recuerdo. La campana del abuelo fue descolgada y guardada en alguna parte a finales de siglo. Creo que ni siquiera se podía tocar con ella debido a las grietas que tenía. Fue sacada del sitio donde la guardaban y fundida. El metal se utilizó para fines militares en la Gran Guerra.

Una vez dicho esto se volvió de espaldas y se sentó de nuevo, como dando por terminada la conversación.

– Sería estupendo si pudiese citar esto del libro y tal vez fotografiar un par de viejas ilustraciones para mi ensayo -dijo Duane.

El millonario suspiró, como en respuesta a la creciente extensión del dominio comunista en la pantalla. La voz de Walter Cronkite retumbó tan fuerte como la película de Tom y Jerry.

– Jovencito, no hay tal libro. Lo que me dio el doctor Priestmann no fue más que un montón de papeles heterogéneos, desordenados y anónimos Varias carpetas, si no recuerdo mal. Te aseguro que no los guardé.

– ¿Podría decirme a quién se los…? -empezó a preguntar Duane.

– ¡No se los di a nadie! -dijo el señor Ashley-Montague casi a voz en grito-. Los quemé. Yo había patrocinado los estudios del profesor, pero de nada me sirvieron. Te aseguro que no hay ningún misterio con el que puedas terminar tu ensayo. Cítame a mí, joven. La campana fue un error, uno de los muchos trastos que trajo el abuelo de su viaje de luna de miel por Europa. Fue retirada de Old Central al terminar el siglo, guardada en un almacén, creo que en Chicago, y fundida para hacer balas o algo parecido en 1917, cuando entramos en la guerra. Bueno, esto es todo.

El documental de la 20th Century había terminado, el operador estaba colocando rápidamente el primer rollo grande de Hércules, y varias cabezas se volvieron para mirar al quiosco de la música donde retumbaba la voz del señor Ashley-Montague en el relativo silencio de la sala.

– Si sólo pudiese… -empezó Duane.

– No hay «sólo» que valga -cortó el millonario-. Se acabó la conversación, jovencito. La campana no existe. Y esto es todo.

Señaló hacia la escalera del quiosco con un gesto de muñeca que a Dale le pareció bastante femenino. Otro ademán hizo que se acercase el ayudante -estaba a punto de empezar la película con una cuenta atrás voceada por el público- y Duane se encontró delante de un hombre de un metro ochenta con las mangas arremangadas. Por lo que Dale sabía, el ayudante podía ser un mayordomo, un guardaespaldas o un acomodador de uno de los cines del señor A.-M.

Duane se encogió de hombros, dio media vuelta y bajó la escalera mucho más despacio de lo que habría hecho Dale si un adulto le hubiese echado a cajas destempladas. Incluso dándose cuenta de que pasaba inadvertido en el rincón de atrás del quiosco, envuelto en la oscuridad, Dale saltó sobre la barandilla y fue a dar en la hierba, un metro y medio más abajo, casi chocando con el tío Henry y la tía Lena al aterrizar.

Corrió para alcanzar a Duane, pero el grandullón había salido ya del parque y caminaba por Broad Avenue, con las manos en los bolsillos, silbando una tonadilla y encaminándose sin duda a las ruinas de la vieja casa Ashley, a dos manzanas hacia el sur. Dale ya no tenía miedo a la noche; esta tontería pertenecía al pasado, pero en realidad no tenía ganas de pasear con aquella oscuridad por debajo de los olmos. Además, la música y el diálogo doblado sonaban con fuerza detrás de él, y quería ver Hércules.

Volvió al parque, pensando que si no hablaba con Duane más tarde esta noche… bueno…, lo haría otro día. No había prisa. Estaban en verano.

Duane caminó hacia el oeste por Broad Avenue, demasiado agitado para prestar atención a la película de Hércules. Las hojas proyectaban densas sombras en la calle. Los faroles a lo largo de los callejones que se dirigían hacia el sur eran oscurecidos por las ramas y las hojas. Hacia el norte había una sola hilera de casas pequeñas, con sus sencillos jardines confundiéndose los unos con los otros y convirtiéndose en maleza donde las vías del ferrocarril torcían un poco hacia el sur y se adentraban en los campos de maíz donde terminaba la calle. Sólo la vieja casa de Ashley-Montague, que la gente aún llamaba Mansión Ashley, se alzaba en el último callejón oscuro.


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