Duane contempló el curvo paseo de entrada, convertido en túnel por las altas ramas y los arbustos desatendidos. Quedaba poco del edificio salvo los chamuscados restos de dos columnas, tres chimeneas y unas cuantas vigas ennegrecidas y derrumbadas en el sótano infestado de ratas. Duane sabía que Dale y los otros muchachos solían jugar bajando en bicicleta por aquel paseo, pasando por delante del porche principal e inclinándose para tocar las columnas o los escalones sin desmontar ni reducir la marcha. Pero ahora estaba muy oscuro; ni siquiera las luciérnagas iluminaban las espesas zarzas del paseo circular. El ruido, la luz y el público del cine gratuito habían quedado a dos manzanas detrás de él, pero los árboles intermedios los hacían más lejanos.

Duane no tenía miedo a la oscuridad. En absoluto. Pero esta noche tampoco tenía interés en andar por aquel pasillo. Silbando torció hacia el sur por un camino enarenado para salir a las nuevas calles donde vivía Chuck Sperling.

Detrás de él, en la parte del paseo más oscura y llena de matorrales, algo se agitó, movió unas ramas y se deslizó alrededor de una fuente largo tiempo olvidada entre la mala hierba y las ruinas.

15

El domingo, doce de junio, fue un día cálido y brumoso, con una capa de nubes que convertía el cielo en un cuenco gris invertido. La temperatura era de veintiocho grados a las ocho de la mañana, y de treinta y cinco al mediodía. El viejo se levantó temprano y se marchó al campo, por lo que Duane dejó la lectura de The New York Times para después de hacer algún trabajo.

Estaba recorriendo las hileras de alubias de detrás del granero y arrancando los tallos de maíz que empezaban a invadirlas, cuando vio penetrar el coche en el largo camino de entrada. Al principio creyó que era el del tío Art, pero entonces se dio cuenta de que era un coche blanco más pequeño. Después vio la bombilla roja en el techo.

Duane salió del campo, enjugándose la cara con el faldón de su camisa desabrochada. No era el coche de policía de Barney; en la portezuela del conductor figuraba en letras verdes la inscripción SHERIFF DE CREVE COEUR COUNTY. Un hombre de cara flaca y curtida, y ojos ocultos por unas gafas de sol de aviador, dijo:

– Niño, ¿está el señor McBride?

Duane asintió con la cabeza, caminó hasta el borde del huerto de alubias, se llevó los dedos a la boca y silbó con fuerza. Pudo ver la lejana silueta de su padre que se detenía, miraba hacia arriba y venía en su dirección. Duane casi esperó que Wittgenstein saliese cojeando del granero. El sheriff se había apeado del coche. A Duane le pareció un hombre alto, de al menos un metro noventa de estatura. Tal vez más. Llevaba puesto un sombrero de ala ancha de sheriff de condado, y esto, unido a la estatura del hombre, su cara chupada, las gafas de sol, el cinturón con revólver y las botas de cuero, a Duane le hizo pensar en un cartel de reclutamiento. El efecto sólo quedaba un poco empañado por el sudor que empapaba la camisa caqui debajo de las axilas.

– ¿Algo malo? -preguntó Duane, pensando que tal vez el señor Ashley-Montague había lanzado al policía contra él.

El millonario se había mostrado muy disgustado la noche pasada y no estaba en el cine gratuito cuando volvió para que el tío Henry y la tía Lena le llevasen en el coche.

El sheriff asintió con la cabeza.

– Lo siento, pero así es, hijo.

Duane se quedó plantado allí, con el sudor goteando de su barbilla, hasta que llegó el viejo.

– ¿El señor McBride? -dijo el sheriff.

El viejo asintió con la cabeza y se pasó un pañuelo por la cara sudorosa, dejando un surco terroso sobre el pelo gris.

– Soy yo. Ahora bien, si se trata de esa maldita cuestión del teléfono, ya le dije a Ma Bell…

– No, señor. Ha habido un accidente.

El viejo se quedó petrificado, como si le hubiesen dado una bofetada.

Duane observó la cara de su padre y vio en ella un segundo de vacilación, y después el impacto de la certidumbre. Sólo una persona podía llevar el nombre del viejo en una tarjeta en la cartera para un caso de accidente.

– Art -dijo el viejo. No era una pregunta-. ¿Está muerto?

– Sí, señor.

El sheriff se ajustó las gafas de sol casi en el mismo instante en que Duane tocaba con el dedo medio la montura de las suyas.

– ¿Cómo?

Los ojos del viejo parecían enfocados en algo de los campos de detrás del sheriff. O en nada.

– Un accidente de automóvil. Hace aproximadamente una hora.

– ¿Dónde?

El viejo movía ligeramente la cabeza arriba y abajo, como si recibiese una noticia esperada. Duane conocía aquel movimiento de cuando escuchaban los noticiarios de la radio o el viejo hablaba de corrupción en la política.

– En Jubilee College Road -dijo el sheriff, con voz firme pero no tan monótona como la del viejo-. Stone Creek Bridge. A unos tres kilómetros de…

– Sé dónde está el puente -le interrumpió el viejo-. Art y yo solíamos ir a nadar allí. -Enfocó un poco la mirada y se volvió hacia Duane como si fuese a decirle algo, a hacer algo. Pero en vez de esto se volvió de nuevo al sheriff-. ¿Dónde está?

– Estaban levantando el cadáver cuando me marché de allí -dijo el sheriff-. Si quiere le llevaré.

El viejo asintió con la cabeza y se sentó al lado del sheriff en el coche. Duane corrió y saltó a la parte de atrás.

«Esto no es real», pensó, mientras pasaban por delante de la casa del tío Henry y tía Lena, llegaban a la primera colina, al menos a ciento diez por hora, y dejaban atrás el cementerio. Duane casi se dio de cabeza contra el techo al descender el coche hacia los bosques. «También a nosotros nos va a matar.» El veloz coche del sheriff arrojaba polvo y grava a diez metros dentro de los bosques. En los lados de la carretera, mientras subían hacia la Taberna del Arbol Negro, las hierbas, los arbustos y las ramas de los árboles eran de un blanco grisáceo, como si estuviesen cubiertos de yeso molido. Duane sabía que no era más que polvo de anteriores vehículos, pero el follaje gris y el cielo gris le hacían pensar en el Hades, en las sombras de los muertos que esperaban allí en una nada gris, en la escena que le había leído el tío Art, cuando él era muy pequeño, sobre el descenso de Ulises al Hades para desafiar a aquellas sombras y encontrarse con las de su madre y sus antiguos aliados muertos.

El sheriff no redujo la marcha ante la señal de Stop en la intersección de la Seis y la Jubilee College Road, sino que giró, derrapando pero sin perder la dirección, hacia la carretera de grava fuertemente apisonada. Duane se dio cuenta de que la luz del techo centelleaba, aunque no sonaba la sirena. Se preguntó a qué venía aquella prisa. Delante de él, el viejo tenía la espalda perfectamente recta y la cabeza inclinada hacia delante, moviéndose sólo con los virajes del coche.

Rodaron tres kilómetros hacia el este. Duane miró sobre los campos a su izquierda para ver dónde empezaba el extenso bosque que ocultaba Gipsy Lane. Había campos de maíz a ambos lados, salvo las arboledas al pie de las colinas.

Duane contó las depresiones, sabiendo que en el cuarto y pequeño valle estaba el Stone Creek.

Descendieron por cuarta vez. El sheriff dio un frenazo y aparcó el coche en el lado izquierdo de la carretera, en sentido contrario al tráfico. Pero no había tráfico. En la tierra llana y en la ladera escasamente boscosa de la colina reinaba un silencio de mañana de domingo.

Duane observó los otros vehículos aparcados a lo largo del borde de la carretera y cerca del puente de hormigón: un camión de remolque, el feo Chevy negro de J. P. Congden, un coche oscuro y de asientos posteriores fijos que no reconoció, otro camión grúa del taller Texaco de Ernie, en el extremo este de Elm Haven. «¡Ninguna ambulancia! ¡Ni rastro del coche del tío Art! Tal vez era un error.»


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