Lo primero que advirtió Duane fueron los desperfectos en el pretil del puente. El hormigón había sido colocado cuarenta o cincuenta años atrás, de modo que quedaban unos huecos como de balaustrada debajo de la baranda de noventa centímetros de altura. Ahora más de un metro del hormigón había sido derribado en el extremo este. Duane pudo ver barras de hierro enmohecido, de refuerzo, que sobresalían del hormigón como una extraña escultura de una mano apuntando hacia el terraplén.

Duane se acercó al viejo y miró por encima del pretil. Ernie, de Texaco de Ernie, estaba allá abajo, con tres o cuatro hombres más, entre ellos el juez de paz de cara de ratón. Sí, era el Cadillac de tío Art.

Duane se dio cuenta inmediatamente de lo que había ocurrido. Art había sido obligado a desviarse hacia la derecha, al cruzar el puente de un solo carril, de modo que la parte delantera izquierda del gran automóvil se había estrellado contra el hormigón, haciendo que el motor saltase hacia atrás junto al conductor, y que el Caddy cayese al Stone Creek como un juguete roto. Las dos toneladas de automóvil habían golpeado los árboles del otro lado, y los árboles jóvenes y un roble de tronco de veinticinco centímetros habían desviado el vehículo contra el olmo más grande de la ladera. Duane pudo ver el profundo tajo de un metro en la corteza de la que todavía manaba savia. Se preguntó tontamente si viviría el olmo.

Después de hundidas la portezuela derecha de atrás y un trozo de la carrocería por el segundo impacto, el Caddy había rodado diez o doce metros cuesta arriba, arrancando arbustos y arbolitos y saltando sobre una peña -el parabrisas se había desprendido en este punto y estaba hecho añicos más allá de la roca-, antes de que la gravedad y/o la colisión con otro árbol grande lo lanzasen cuesta abajo hasta el arroyo.

Yacía allí, boca abajo. La rueda delantera izquierda se había desprendido, pero las otras tres se veían extrañamente al aire, casi indecentes. Duane advirtió que habían dejado muchas huellas; el tío Art no toleraba los neumáticos gastados. El bastidor descubierto parecía limpio y nuevo, salvo donde había sido arrancada parte del eje.

Una puerta del Caddy estaba abierta y doblada casi por la mitad. El compartimiento del pasajero tenía un palmo o dos de agua. Fragmentos de metal, de cromo y de cristal resplandecían en la falda de la colina, a pesar de que no brillaba el sol. Duane vio otras cosas: un calcetín de rombos tirado sobre la hierba, un paquete de cigarrillos cerca de la peña, mapas de carreteras revoloteando entre los arbustos.

– Se han llevado el cadáver, Bob -gritó Ernie, casi sin levantar la mirada de donde estaba sujetando un cable al eje delantero-. Donnie y el señor Mercer llegaron con la… Ah, hola, señor McBride.

Ernie volvió a su trabajo.

El viejo se mordisqueó los labios y habló al sheriff sin volver la cabeza.

– ¿Estaba muerto cuando llegaron ustedes?

Duane vio el bosque y el borde de la loma reflejados en las gafas del sheriff.

– Sí, señor. Estaba muerto cuando pasó por aquí el señor Carter y vio algo al pie de la colina, una media hora antes de que yo viniese aquí. El señor Mercer…, es el juez de instrucción del condado, ya sabe…, dijo que el señor McBri…, bueno, su hermano…, murió instantáneamente.

J. P. Congden subió resoplando la cuesta, se acercó a los presentes, envolviéndoles en vapores de whisky, y se arremangó el guardapolvo.

– Siento mucho lo de su…

El viejo hizo caso omiso del juez de paz y empezó a bajar la empinada pendiente, resbalando en el barro y agarrándose a las ramas para llegar hasta el fondo. Duane le siguió. El sheriff bajó también, pero con mucho cuidado de no clavarse espinas o mancharse de barro los planchados pantalones marrones.

El viejo se agachó en la orilla del arroyo, contemplando el interior del destrozado Caddy. El techo se había hundido y salía agua del volcado tablero de instrumentos. Duane vio que el aparato automático que regulaba las luces había sido arrancado. El lado del pasajero se hallaba relativamente indemne; incluso el techo hundido lo había respetado; pero el asiento del conductor había atravesado los cojines del de atrás. El volante había desaparecido, pero su soporte estaba todavía allí, hundido en tres palmos de agua. Delante, donde hubiese debido estar el conductor, una masa de metales retorcidos y de tabique refractario arrancado llenaban el espacio, como el cuerpo de un robot asesinado.

El sheriff se arremangó los pantalones y se agachó, manteniendo las relucientes botas fuera del barro y del agua turbia. Carraspeó.

– Después de perder el control, su hermano chocó contra el pretil del puente y…, bueno…, como puede ver, el impacto debió de causarle la muerte instantánea.

El viejo asintió con la cabeza como antes. Estaba acurrucado, con los pies y los tobillos dentro del agua y las muñecas sobre las rodillas. Se miró fijamente los dedos, como si no le perteneciesen.

– ¿Dónde está?

– El señor Mercer le llevó a la Funeraria Taylor -dijo el sheriff-. Tiene que… bueno, tiene que terminar algunas cosas; después podrá ponerse usted de acuerdo con el señor Taylor.

El viejo sacudió delicadamente la cabeza.

– Art nunca quiso una ceremonia fúnebre. Y menos en la Funeraria de Taylor.

El sheriff se ajustó las gafas.

– Señor McBride, ¿era bebedor su hermano?

El viejo se volvió y miró al sheriff por primera vez.

– No en un domingo por la mañana.

Su voz tenía el tono perfectamente tranquilo que Duane sabía que precedía a un estallido de rabia.

– Sí, señor -dijo el sheriff.

Cuando Ernie se puso a tensar el cable con el torno de la grúa, todos se apartaron de allí. La parte delantera del Caddy se levantó, vertió agua por las ventanillas y empezó a girar lentamente hacia el terraplén.

– Bueno, tal vez sufrió un ataque al corazón o se metió una abeja en el coche. Muchas personas pierden el control por culpa de los insectos. Le sorprendería saber cuánta gente…

– ¿A qué velocidad iba? -preguntó Duane, asombrado de oír su propia voz.

El viejo y el sheriff se volvieron a mirarle. Duane observó su pálida y gorda imagen en las gafas del sheriff.

– Suponemos que a ciento veinte o ciento treinta kilómetros por hora -dijo el sheriff-. Sólo he mirado las huellas del patinazo; no las he medido. Pero iba muy deprisa.

– A mi hermano no le gustaba la velocidad -dijo el viejo, acercando la cara a la del sheriff-. Era un fiel cumplidor de la ley. Yo siempre le decía que era una tontería.

El sheriff se quedó un momento de cara al viejo y después levantó la mirada hacia el puente roto.

– Bueno, pues por lo visto esta mañana se pasó de la raya. Tendremos que hacer algunas pruebas para ver si había estado bebiendo.

– ¡Cuidado! -gritó Ernie, y los tres se echaron atrás al alzarse verticalmente el Caddy sobre el agua. Duane vio que un cangrejo de río saltaba del coche con el agua sucia y los mapas empapados. Recordó que allí había pescado cangrejos con Dale, Mike y los chicos de la población hacía un par de veranos.

– ¿Pudo alguien obligarle a salir de la carretera? -preguntó Duane.

El sheriff le dirigió una mirada fija y sostenida.

– No hay señales de esto, hijo. Y nadie denunció el accidente.

El viejo resopló.

Duane se acercó más al Caddy, que ahora había dado la vuelta de manera que podían ver el lado del conductor. Señaló una raya roja apenas visible en la abollada portezuela.

– ¿No podría ser esta pintura del vehículo que empujó el coche del tío Art contra el pretil del puente?

El sheriff se acercó más, levantando las gafas de sol hacia el goteante y destrozado coche.

– A mí no me parece reciente, hijo. Pero lo estudiaremos. -Se echó atrás, se llevó las manos al cinturón del revólver y chascó la lengua-. No muchos vehículos podrían echar de la carretera a un Caddy de estas dimensiones.


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