– Podría hacerlo un camión grande como el de recogida de animales muertos -dijo Duane.

Miró hacia arriba y vio que J. P. Congden le estaba observando.

– Tendrán que apartarse de ahí mientras subimos este maldito cacharro -gritó Ernie.

– Vamos -dijo el viejo.

Era la primera palabra que dirigía a Duane desde que había llegado el sheriff. Los dos empezaron a subir, resbalando, la empinada pendiente. Entonces el viejo hizo algo que no había hecho en cinco años. Cogió la mano de Duane.

La finca parecía diferente cuando volvieron. La capa de nubes se estaba abriendo un poco, y una luz viva se derramaba sobre los campos. La casa y el granero parecían recién pintados, y la vieja camioneta mágicamente restaurada. Duane se quedó junto a la puerta de la cocina, pensando, mientras el viejo escuchaba las últimas palabras del sheriff. Cuando arrancó el coche de éste, Duane salió de su ensimismamiento.

– Voy a ir al pueblo -dijo el viejo-. Espérame aquí hasta que regrese.

Duane echó a andar hacia la camioneta.

– Yo quiero ir contigo.

Su padre le detuvo, apoyando suavemente una mano en su hombro.

– No, Duanie. Voy a ir a la Funeraria de Taylor antes de que ese maldito buitre empiece a arreglar a Art. Y tengo que hacer algunas preguntas.

Duane iba a protestar, pero entonces se fijó en los ojos de su padre y se dio cuenta de que el hombre quería estar solo, necesitaba estar solo, aunque fuese los pocos minutos que tardaría en llegar al pueblo. Asintió con la cabeza y volvió atrás, para sentarse en el porche.

Pensó en terminar su trabajo en el campo, pero decidió no hacerlo. Se dio cuenta, con una punzada de culpa, de que tenía hambre. Aunque le ardía la garganta, mucho más que cuando murió Witt, y su pecho parecía a punto de estallar por una gran presión interior, Duane tenía hambre. Sacudió la cabeza y entró en la casa.

Mientras comía un bocadillo de morcilla, queso, tocino y lechuga, recorrió el taller del viejo, preguntándose dónde habría dejado The New York Times, aunque sin dejar de pensar en el Cadillac destrozado, los cristales y el metal cromado desparramados, y la raya de pintura roja en la portezuela del conductor.

La luz verde estaba centelleando en el contestador automático del viejo. Distraídamente, todavía masticando y pensando, enrolló la pequeña cinta y puso en funcionamiento el aparato.

– ¿Darren? ¿Duane? Maldita sea, ¿por qué no desconectáis esa dichosa máquina y contestáis al teléfono? -dijo el tío Art.

Duane dejó de masticar y detuvo la cinta. Su corazón pareció detenerse; entonces latió una vez, muy fuerte, y después palpitó dolorosamente. Duane engulló con dificultad, respiró hondo y pulsó los botones de enrollar y poner en funcionamiento la cinta.

– … y contestáis al teléfono? Duane, esta llamada es para ti. He descubierto lo que estás buscando. Lo de la campana. Siempre ha estado en mi biblioteca. Es asombroso, Duane. Increíble, pero inquietante. He preguntado a una decena de mis viejos amigos de Elm Haven, pero ninguno de ellos recuerda la campana. No importa, el libro dice que… bueno, ya te lo enseñaré. Ahora son… las nueve y veinte. Estaré ahí antes de las diez y media. Hasta pronto, chico.

Duane pasó dos veces más la cinta; después apagó la máquina, buscó a su espalda, encontró una silla y se sentó pesadamente. La presión en su pecho era ahora demasiado fuerte para resistirla, y se desfogó, dejando que rodasen lágrimas por sus mejillas y que le sacudiesen muchos sollozos. De vez en cuando se quitaba las gafas, se frotaba los ojos con el dorso de la mano y mordía el bocadillo. Pasó bastante rato antes de que se levantase y volviese a la cocina.

El teléfono de la oficina del sheriff no contestó, pero Duane pudo al fin ponerse al habla con él en su casa. Se había olvidado de que era domingo.

– ¿Un libro? -dijo el sheriff-. No, no he visto ningún libro. ¿Es importante, hijo?

– Sí -dijo Duane. Y añadió-: Para mí.

– Bueno, en el lugar del accidente no lo he visto. Desde luego todavía no se ha registrado toda la zona. Podría estar tirado por allí… o dentro del coche.

– ¿Dónde está el coche ahora? ¿En casa de Ernie?

– Sí. O en la de J. P. Congden.

– ¿Congden? -Duane arrojó la corteza de pan en el cubo de la basura-. ¿Por qué tiene que estar en la casa del señor Congden?

Duane oyó que el sheriff lanzaba lo que podía ser un suspiro de disgusto.

– Bueno, J. P. se entera de los accidentes de carretera por la frecuencia de radio de la policía, y a veces hace un trato con Ernie. J. P. paga a Ernie por el coche destrozado y lo vende al taller de recuperación de automóviles de Oak Hill. Al menos eso es lo que creemos que hace con ellos.

Como la mayoría de los chicos de la población, Duane había oído comentar a los adultos que el juez de paz traficaba con coches robados. Duane se preguntó si algunas partes de estos coches destrozados serían útiles para aquel negocio sucio.

– ¿Sabe dónde ha ido a parar el de hoy?

– No -dijo el sheriff-. Probablemente al solar de Ernie, ya que ha tenido que llevar de nuevo allí la grúa. Es el único que está de servicio en domingo, y su mujer aborrece el bombeo de la gasolinera. Pero no te preocupes hijo; si encontramos algo personal, lo entregaremos a tu padre y a ti. Sois los parientes más próximos, ¿no?

– Sí -dijo Duane pensando en lo antigua y digna que era la palabra kin (pariente). Recordaba haber leído una obra de Chaufer, un libro del tío Art, donde la palabra se escribía cyn-. Sí -repitió, a media voz.

– Bueno, no te preocupes, hijo. Se os entregará el libro o cualquier cosa que estuviese en el coche. Iré por la mañana a casa de Ernie y lo comprobaré personalmente. Mientras tanto, puede que tenga que aclarar algunas cosas para el atestado que estoy redactando. ¿Estaréis tu padre y tú en casa esta noche?

– Sí.

La casa pareció vacía cuando terminó la conversación. Duane oyó el tictac del gran reloj de encima de la cocina y los mugidos del ganado en los pastos del oeste. Las nubes volvían a estar espesas. Hacía calor, pero no había verdadera luz de sol.

Dale Stewart se enteró de la muerte del tío de Duane avanzada la tarde; se lo comunicó su madre, que había estado hablando con la señora Grumbacher, la cual lo había oído de la señora Sperling, que era buena amiga de la señora Taylor. Lawrence y él estaban haciendo un modelo de Spad cuando su madre se lo dijo suavemente. Los ojos de Lawrence se llenaron de lágrimas.

– ¡Oh, pobre Duane! -dijo-. Primero su perro y ahora su tío.

Dale había dado entonces un fuerte golpe a su hermano en el hombro, sin saber exactamente por qué.

Tardó un rato en armarse de valor, pero al fin se dirigió al teléfono del pasillo y marcó el número de Duane, dejando que el timbre sonase dos veces, como era debido. Se oyó un chasquido y la misteriosa máquina se puso en funcionamiento y dijo, con la voz serena de Duane: «Oiga. Ahora no podemos contestar al teléfono, pero lo que diga quedará grabado y le llamaremos. Por favor, cuente hasta tres y hable.»

Dale contó hasta tres y colgó, con el rostro rojo. Le había costado bastante llamar al pobre Duane, pero expresar su condolencia a un magnetófono era superior a sus fuerzas. Dejó a Lawrence trabajando con el modelo, sacando la lengua y casi bizqueando de concentración, y fue calle abajo en bicicleta hasta la casa de Mike.

– ¡Iauquí! -gritó Dale, saltando de la bici y dejando que rodase sola unos metros antes de caer sobre la hierba.

– ¡Quiauí! -respondió Mike desde el arce gigantesco que extendía sus ramas sobre la calle.

Dale retrocedió, subió los pocos peldaños de la casa arbórea instalada a cuatro metros y medio de altura y continuó trepando entre las ramas hacia la más alta y secreta plataforma, a diez metros más arriba. Mike estaba sentado con la espalda apoyada en uno de los troncos divergentes y las piernas colgando sobre las tablas de aquélla. Dale acabó de subir y se sentó reclinando la espalda en el otro tronco. Miró hacia abajo, pero el suelo se perdía detrás de las hojas y comprendió que los dos eran invisibles desde abajo.


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