– Hola -dijo-, acabo de enterarme…

– Sí -dijo Mike. Estaba chupando un largo tallo de hierba-. Yo me he enterado hace un rato. Pensaba ir a hablar contigo. Tú conoces a Duane más que yo.

Dale asintió con la cabeza. Duane y él se habían hecho amigos cuando estudiaban cuarto al descubrir su interés común por los libros y los cohetes. Pero Dale había soñado en los cohetes; Duane los había construido. Dale era un lector precoz; había leído La Isla del Tesoro y el verdadero Robinson Crusoe cuando estaba en cuarto. Pero la lista de lecturas de Duane era increíble. Sin embargo los dos habían seguido siendo amigos, pasando juntos los períodos de descanso, viéndose algunas veces durante el verano. Dale creía que él podía ser la única persona a quien Duane había hablado de su ambición de convertirse en escritor.

– No he obtenido respuesta -dijo Dale. Hizo un raro ademán-. Le telefoneé.

Mike estudió el tallo de hierba que estaba chupando y lo dejó caer sobre la capa de hojas, a cuatro metros y medio debajo de ellos.

– Sí. Mi madre también llamó esta tarde. Le contestó aquella máquina. Va a ir allí más tarde, con unas cuantas señoras, para llevar comida. Probablemente también irá tu madre.

Dale asintió de nuevo. En Elm Haven o sus aledaños, una muerte significaba que un batallón de mujeres descenderían como valquirias llevando comida. «Duane me habló de las valquirias.» Dale no podía recordar exactamente lo que hacían las valquirias, pero sí que bajaban cuando alguien moría.

– Sólo vi a su tío un par de veces -dijo-. Era muy amable. Inteligente y amable. No quisquilloso como el padre de Duane.

– El padre de Duane es alcohólico -dijo Mike.

El tono de su voz expresaba que no era un juicio ni una crítica, sino sólo la declaración de un hecho. Dale se encogió de hombros.

– Su tío tiene… tenía los cabellos blancos y llevaba barba también blanca. Hablé con él una vez, cuando yo estaba jugando en la finca, y me pareció… raro.

Mike arrancó una hoja y empezó a romperla.

– Creo que la señora Somerset dijo a mi madre que la señora Taylor había dicho que al hombre le atravesó alguna cosa del volante y quedó destrozado. Dijo que la señora Taylor había dicho que no podría estar en un ataúd abierto. Y también dijo que el padre de Duane fue a la funeraria y amenazó al señor Taylor con hacerle un ojo del culo nuevo si tocaba el cuerpo de su hermano. Quiero decir el cuerpo del hermano del señor McBride.

Dale arrancó también una hoja. Asintió con la cabeza. No había oído nunca lo de «hacer un ojo del culo nuevo» y tuvo que esforzarse para no sonreír. Era una buena frase. Entonces recordó de qué estaban hablando, y se le fueron las ganas de sonreír.

– El padre Cavanaugh fue a la funeraria -iba diciendo Mike-. Nadie sabía la religión que profesaba el señor McBride, el tío, y el padre C. le dio la extremaunción por si acaso.

– ¿Qué es la extrema… o lo que sea? -preguntó Dale.

Terminó con la hoja y empezó con otra. Pasaron algunas niñas por debajo, sin sospechar que había alguien que hablaba en voz baja a doce metros encima de ellas.

– El último rito -dijo Mike.

Dale asintió con la cabeza, aunque se quedó tan a oscuras como antes. Los católicos tenían muchas cosas extrañas y se figuraban que todo el mundo sabía lo que eran. Cuando estaban en cuarto, Dale había visto que Gerry Daysinger se burlaba del rosario de Mike; se lo colgó del cuello, se puso a bailar y se burló de Mike por llevar un collar. Mike no dijo nada; simplemente derribó a Daysinger, se sentó sobre su pecho y le quitó cuidadosamente el rosario. Desde entonces nadie había vuelto a burlarse de Mike por esto.

– El padre C. estaba allí cuando llegó el padre de Duane -siguió diciendo Mike-, pero éste no quiso hablar de nada. Sólo dijo al señor Taylor que se guardase de tocar a su hermano con sus sucias manos, y le indicó dónde tenía que enviar el cadáver para la incineración.

– La incineración -murmuró Dale.

– Es cuando te queman en vez de enterrarte.

– Ya lo sé, tonto -saltó Dale-. Sólo que… me sorprendió -Y se dio cuenta de que también había sentido alivio. En los últimos quince minutos, parte de su mente había estado imaginando que tendría que ir a las exequias en la funeraria, ver al cadáver allí, sentarse con Duane. Pero la incineración…, no era unas exequias, ¿verdad?

– ¿Cuándo será? -preguntó-. La incineración.

Era una palabra importante, definitiva.

Mike se encogió de hombros.

– ¿Quieres que vayamos a verlo?

– A ver, ¿a quién? -preguntó Dale.

Sabía que Digger Taylor a veces introducía a sus amigos en el cuarto de los ataúdes antes de la ceremonia y les mostraba cadáveres. Chuck Sperling se jactó una vez de que él y Digger habían visto a la señora Duggan cuando la habían tendido desnuda en la sala de embalsamamiento.

– ¿A quién? A Duane, desde luego -dijo Mike-. ¿A quién más crees que deberíamos ir a ver, estúpido?

Dale estrujó lo que quedaba de la hoja y trató de enjugarse la savia de la mano. Miró de reojo el cielo, a través del ya menos espeso dosel que les cubría.

– Pronto se hará de noche.

– No. Nos quedan un par de horas. Esta semana los días son más largos que en cualquier otra época del año. Lo único que pasa es que esta tarde el cielo está nublado.

Dale pensó en el largo pedaleo hasta la casa de Duane. Recordó lo que había dicho éste del día en que el camión de recogida de animales muertos había tratado de atropellarle. Ellos tendrían que ir por la misma carretera. Pensó en que tendría que hablar con el señor McBride y con las otras personas mayores que estuviesen allí. ¿Había algo más desagradable que visitar a alguien después de una muerte?

– Está bien -dijo-. Vamos allá.

Bajaron del árbol, agarraron sus bicis y se dirigieron al pueblo. El cielo estaba casi negro, como anunciando una tormenta. El aire se hallaba absolutamente en calma. A medio camino hacia la Seis del condado se hizo visible un vehículo delante de ellos entre una nube de polvo. Dale y Mike se arrimaron a la derecha, casi metiéndose en la cuneta, para dejarlo pasar.

Eran Duane y su padre que iban con su camioneta en la otra dirección. El vehículo no se detuvo.

Duane vio a sus dos amigos en sus bicis e imaginó que probablemente se dirigían a su casa para verle. Miró por encima del hombro a tiempo de observar que se detenían y se quedaban plantados, mirando unos segundos hacia el vehículo, antes de que les envolviese la nube de polvo. El viejo ni siquiera se había fijado en Mike y Dale. Duane no dijo nada.

No le había resultado fácil convencer al viejo de que el libro era muy importante y que tenían que ir a buscarlo aquella misma noche. Duane le había hecho escuchar la cinta.

– ¿Qué diablos significa todo esto? -había preguntado el viejo, que estaba terriblemente deprimido desde que había vuelto de la funeraria de Taylor.

Duane vaciló sólo un segundo. Podía contárselo todo a su padre, como se lo había contado al tío Art. Pero no era el momento adecuado. La cuestión de la Campana Borgia parecía una tontería ante la realidad de la pérdida que el viejo y él estaban lamentando. Duane explicó que el tío Art y él habían estado investigando esta campana, un artefacto que había traído de Europa uno de los Ashley-Montague y que parecía que todo el mundo había olvidado. Duane procuró que sonara como algo entretenido, uno de los innumerables proyectos que había compartido con el tío Art, como aquella vez que se habían vuelto locos por la astronomía y habían construido sus propios telescopios, o el otoño en que habían tratado de construir todos los aparatos que había diseñado Leonardo da Vinci. Esta clase de cosas.

El viejo lo comprendió, pero no vio la urgencia de ir de nuevo esta noche al pueblo para examinar el destrozado Cadillac. Duane sabía que su sobriedad temporal le estaba atormentando como alfileres de acero. También sabía que si dejaba que el viejo se perdiese de vista en la taberna de Carl o en la del Arbol Negro, tardaría días en volver a verlo. Las tabernas estaban oficialmente cerradas los domingos, pero algunos clientes entraban con bastante facilidad por la puerta de atrás.


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