– Tal vez yo podría ir en busca del libro mientras tú compras una botella de vino o de algo parecido -dijo Duane-. Ya sabes, para brindar esta noche por la memoria del tío Art.

El viejo le miró airadamente, pero poco a poco se relajaron sus facciones. Raras veces aceptaba un compromiso, pero si era bueno no dejaba de advertirlo. Duane sabía que había estado luchando entre la necesidad de no beber hasta que se tomasen todas las medidas referentes al tío Art, y la imperiosa necesidad de empinar el codo.

– Está bien -dijo el viejo-. Echaremos un vistazo y compraré algo para llevar a casa. También tú podrás brindar por él.

Duane asintió con la cabeza. Lo único que temía en la vida, hasta ahora, era el alcohol. Tenía miedo de que fuese una enfermedad de familia y una copa pudiese hacerle pasar de la raya y crear en él el hábito que había esclavizado a su padre durante más de treinta años. Pero había asentido y se habían dirigido a la ciudad después de mirar una comida que ninguno de ellos había tocado.

El Texaco de Ernie estaba cerrado. Generalmente cerraba a las cuatro de la tarde los domingos, y hoy no era una excepción. Había tres coches destrozados en la parte de atrás, pero ningún Caddy. Duane refirió al viejo lo que había dicho el sheriff sobre Congden.

Su padre volvió la cabeza, pero no antes de que Duane le oyese murmurar contra «ese maldito ladrón hijo de puta capitalista».

Old Central estaba envuelto en sombras cuando pasaron por delante al subir por la Segunda Avenida y torcer por Depot Street. Duane vio que los padres de Dale Stewart estaban sentados en su largo porche y que cambiaban de posición al reconocerle. Continuaron hacia el oeste por Depot y más allá de Broad.

El Chevy negro de Congden no estaba en el patio ni aparcado en los fangosos surcos que podían haber sido un paseo alrededor de los lados de la destartalada casa. El viejo llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta, salvo los furiosos ladridos del que parecía ser un perro muy grande. Duane siguió a su padre hacia la parte de atrás de la casa y a través de un herboso solar lleno de muelles, latas de cerveza, una vieja lavadora y una serie de cosas enmohecidas, detrás de un pequeño cobertizo.

Había ocho automóviles. Dos de ellos estaban sobre bloques y daban la impresión de que podían ser reconstruidos algún día; los otros estaban tirados sobre las altas hierbas, como cadáveres de metal. El Cadillac de tío Art era el que estaba más cerca del cobertizo.

– No te metas en él -dijo el viejo. Había algo extraño en su tono de voz-. Si ves el libro allí, yo lo sacaré.

De nuevo sobre sus ruedas, los desperfectos del coche eran todavía más evidentes. El techo estaba aplastado casi hasta el nivel de las portezuelas. Incluso desde el lado correspondiente al pasajero, donde se hallaban, podía verse que el pesado automóvil se había torcido sobre su propio eje a consecuencia del choque contra el puente. El capó había desaparecido, y Congden o alguien había ya desparramado partes del motor sobre la hierba. Duane pasó hacia el lado del conductor.

– Papá.

El viejo se acercó a él y miró también. Faltaban la portezuela del conductor y la izquierda de atrás.

– Estaban en su sitio cuando sacaron el coche del agua -dijo Duane-. Le dije al sheriff que se fijara en la raya de pintura roja.

– Ya me acuerdo.

El viejo cogió una vara de metal y empezó a hurgar entre las hierbas, que eran altas hasta la cintura, como si allí pudiese encontrar las portezuelas.

Duane se agachó y miró el interior del coche; después pasó detrás de él para observar a través de la abertura dejada por la portezuela de atrás. Abrió la del lado derecho y se inclinó sobre lo que quedaba del asiento posterior.

Metal retorcido. Tapicería desgarrada. Muelles. Tejido y material aislante del techo, colgando como estalactitas. Cristales rotos. Olor a sangre, a gasolina y a líquido de transmisión. Ningún libro.

El viejo volvió.

– Ni rastro de las portezuelas. ¿Has encontrado lo que buscabas?

Duane sacudió la cabeza.

– Tenemos que volver al lugar del accidente.

– No. -El tono de la voz de su padre le indicó a Duane que no habría discusión posible-. Esta noche no.

Duane se volvió, sintiendo que le caía un gran peso sobre sus hombros, algo todavía más pesado que el agudo dolor que ya sentía. Miró alrededor del cobertizo, pensando en la noche que le esperaba en compañía del viejo y de una botella. El trato no había servido para nada.

Tenía las manos en los bolsillos cuando dobló la esquina del cobertizo. El perro saltó sobre él antes de que pudiese sacarlas.

Al principio, Duane no supo que era un perro. No era más que algo enorme Y negro que lanzaba unos gruñidos como no había oído en su vida. Entonces aquella cosa saltó, con los dientes brillándole a nivel de los ojos del muchacho, y Duane cayó atrás sobre muelles y cristales rotos, con la masa del cuerpo del perro lanzándose sobre él y retorciéndose, gruñendo y arremetiendo para alcanzarle.

En aquel segundo, sobre el sucio suelo, con las manos ahora libres pero arañadas y vacías, Duane supo una vez más lo que era enfrentarse con la muerte. Pareció que el tiempo se detenía y que Duane se paralizaba en él. Sólo el enorme perro podía moverse, tan deprisa que no era más que un borrón negro, y lo hacía hacia Duane, alzándose sobre él, mostrando sólo dientes y saliva al abrir la enorme boca para morder el cuello de Duane McBride.

El viejo se colocó entre el perro y su hijo caído y golpeó. La vara alcanzó al doberman en las costillas y le lanzó tres metros atrás en dirección a la casa. El aullido del animal sonó como un cambio de marchas estropeado.

– Levántate -jadeó el viejo, agachándose entre Duane y el perro, que Ya se había puesto en pie.

Duane no sabía si su padre hablaba con él o con el doberman.

Se había puesto de rodillas cuando el animal atacó de nuevo. Esta vez tenía que pasar por encima del viejo para llegar hasta el muchacho, que al parecer era lo que se proponía hacer cuando saltó con un gruñido que hizo que a Duane se le aflojasen las tripas.

El viejo hizo una pirueta, sujetó la vara con ambas manos, dejó que el perro volase junto a él y levantó la vara de metal. A Duane le pareció un bateador golpeando una pelota alta y corta hacia un campo lejano.

La barra alcanzó al doberman debajo de la mandíbula, le torció la cabeza hacia atrás en una posición imposible que hizo dar a la bestia un perfecto salto mortal de espaldas antes de estrellarse contra la pared del cobertizo y resbalar hasta el suelo.

Duane se puso en pie y se alejó del animal tambaleándose, pero esta vez el doberman no se levantó. El viejo se acercó a él y le dio una patada debajo de la mandíbula, y la cabeza del perro osciló como algo sujeto por una cuerda floja. Tenía los ojos muy abiertos Y la muerte los estaba ya nublando.

– Menuda sorpresa se va a llevar el señor Congden -comentó Duane pensando que lo mejor sería tomárselo a broma.

– Que se joda -dijo el viejo, pero no había pasión en su voz. Parecía casi relajado por primera vez desde que el coche del sheriff se había detenido en el camino de su casa ocho horas antes-. No te separes de mí.

Sin soltar la barra, el viejo dio la vuelta alrededor de la casa y volvió a llamar a la puerta principal. Seguía cerrada. Nadie respondió a la llamada.

– ¿Oyes algo? -dijo, acariciando la barra de metal.

Duane sacudió la cabeza.

– Yo tampoco -dijo su padre.

Entonces Duane cayó en la cuenta. O el perro que estaba dentro de la casa se había quedado sordo de repente, o era el mismo que yacía muerto en el patio de atrás. Alguien le había dejado salir.

El viejo se dirigió a la acera y miró arriba y abajo de Depot Street. Era casi de noche debajo de los árboles. Un trueno, en el este, anunció tormenta.

– Vamos, Duanie -dijo el viejo-. Mañana encontraremos tu libro.


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