Estaban cerca de la torre del agua, y Duane casi había dejado de temblar cuando recordó una cosa.

– Tu botella -dijo, maldiciéndose por recordárselo a su padre, pero al mismo tiempo pensando que se la merecía.

– ¡Al diablo la botella! -El viejo miró a Duane Y sonrió ligeramente-. Brindaremos por Art con Pepsi. Es lo que él y tú solíais beber siempre, ¿no? Brindaremos por él y contaremos anécdotas suyas, y celebraremos un verdadero velatorio. Después nos acostaremos temprano, para que mañana podamos arreglar algunas cosas que necesitan arreglo. ¿De acuerdo?

Duane asintió con la cabeza.

Jim Harlen volvió del hospital a casa el domingo, exactamente al cabo de una semana de ser hospitalizado. Llevaba el brazo izquierdo escayolado, y la cabeza y las costillas vendadas; tenía ojos de mapache, por la pérdida de sangre, y todavía estaba en tratamiento por el dolor. Pero el médico y su madre decidieron que ya era hora de que volviese a casa.

Harlen no quería ir a casa.

No quería acordarse del accidente. Recordaba más de lo que reconocía: que se había ido del cine gratuito aquel sábado, que había seguido a la vieja Double-Butt y que había decidido escalar el colegio para mirar en su interior. Pero no podía recordar la caída, ni lo que la había causado. Cada noche que había pasado en el hospital había tenido pesadillas y se había despertado jadeando, palpitándole el corazón y la cabeza, agarrado a la barandilla de metal de la cama para sostenerse. Las primeras noches su madre había estado allí; poco después aprendió a llamar a la enfermera para tener una persona mayor en la habitación. Las enfermeras, sobre todo la señora Carpenter, que era la mayor, le complacían y se quedaban en el cuarto, acariciándole a veces los cortos cabellos hasta que se dormía de nuevo.

Harlen no recordaba los sueños que le hacían gritar cuando se despertaba, pero sí la impresión que le dejaban y que era suficiente para que se sintiese mareado y se le pusiese la carne de gallina. El hecho de volver a casa le causaba una impresión parecida.

Un amigo de su madre a quien no había visto nunca les llevó a casa, tumbado el chico en el asiento de atrás del automóvil. Se sentía tonto e impotente con la escayola, y tenía que levantar la cabeza de las almohadas para ver deslizarse el paisaje. Cada kilómetro del viaje de quince minutos, desde Oak Hill hasta Elm Haven, parecía absorber luz, como si el coche se adentrase en una zona de oscuridad.

– Parece que va a llover -dijo el amigo de su madre-. Realmente las mieses lo necesitan.

Harlen gruñó. Fuese quien fuere aquel estúpido -Harlen había olvidado ya el nombre que había dicho su madre al presentárselo, con la misma naturalidad que si fuese un viejo amigo de la familia a quien Harlen debía aprender a conocer y apreciar-, desde luego no era un agricultor. El limpio y reluciente automóvil, un Woody, las manos suaves y el traje de tweed de ciudad, daban prueba de ello. Aquel papanatas probablemente no sabía ni le importaba si las mieses necesitaban lluvia o abono.

Llegaron a casa a eso de las seis -su madre tenía que recogerlo a las dos, pero lo hizo horas más tarde- y aquel tipo dio un gran espectáculo al ayudar a Harlen a subir a su habitación, como si tuviese rotas las piernas en vez de un brazo. Harlen tuvo que reconocer que el ejercicio de subir la escalera le mareaba. Se sentó en la cama, mirando a su alrededor, sintiéndose muy extraño en su habitación, y trató de aliviar el dolor de cabeza pestañeando, mientras su madre bajaba corriendo la escalera en busca del medicamento. Harlen pudo oír una conversación en voz baja seguida de un largo silencio. Se imaginó el beso, se imaginó al papanatas introduciendo la vieja lengua y a su madre doblando la pierna derecha hacia arriba y atrás, haciendo oscilar el zapato de alto tacón, como hacía siempre que daba el beso de buenas noches a sus amigos, mientras Harlen la observaba desde la ventana de su habitación.

Una luz amarilla y enfermiza que entraba por la ventana tiñó la estancia de un color de azufre. De pronto comprendió por qué su habitación le había parecido tan extraña: su madre la había limpiado. Había quitado los montones de ropas, las pilas de tebeos, los soldados de juguete y los trenes rotos, los trastos polvorientos de debajo de su cama, e incluso los viejos ejemplares de Boy's Life amontonados desde hacía años en el rincón. Con una punzada de culpabilidad, Harlen se preguntó si ella habría limpiado su armario y habría encontrado las revistas de desnudos. Iba a levantarse para comprobarlo, pero el mareo y el dolor de cabeza le hicieron tumbarse de nuevo sobre la almohada. ¡Qué más daba! A todos sus dolores se añadió el que sentía en el brazo todas las tardes y que le calaba hasta los huesos. ¡Le habían puesto un clavo de acero! Cerró los ojos y trató de imaginarse un clavo del tamaño de los de la vía férrea a través de su fracturado húmero.

«Mi húmero no tiene nada de humorístico», pensó Jim Harlen y se dio cuenta de que estaba peligrosamente cerca de romper a llorar. «¿Dónde coño estará mi madre? O mejor dicho, ¿dónde coño estará jodiendo?»

Su madre entró en la habitación, muy animada y satisfecha por tener a su pequeño Jimmy en casa. Harlen advirtió la capa de maquillaje en sus mejillas. Y el perfume no era como el suave olor a flores de las enfermeras que le cuidaban por la noche; olía como algún animal almizcleño nocturno. Tal vez un visón, o una comadreja en celo.

– Tómate las pastillas. Yo voy a preparar la cena -dijo.

Le dio el frasco de las pastillas y no el platito que utilizaban las enfermeras para poner la dosis. Harlen se tragó tres píldoras de codeína, en vez de una que debía tomar. «Que se joda el dolor.» Su madre estaba demasiado ocupada trajinando en la habitación, mullendo almohadas y deshaciendo su maleta de hospital, para darse cuenta de cuántas pastillas tomaba. Si iba a armar jaleo por lo de las revistas porno, pensó Harlen, lo había dejado para otro día.

Esto le parecía bien. No importaba que quemase la cena que estaba preparando -cocinaba un par de veces al año y siempre era un desastre-, porque Harlen sentía ya el efecto entumecedor del medicamento y estaba presto a sumergirse en el agradable y cálido espacio sin paredes donde había pasado tanto tiempo en los primeros días de estancia en el hospital, cuando le habían administrado los calmantes más fuertes contra el dolor.

Preguntó algo a su madre.

– ¿Qué, querido?

Se interrumpió al colgar la ropa de la maleta, y Harlen se dio cuenta de que su voz había sonado bastante estropajosa. Repitió de nuevo la pregunta:

– ¿Han venido mis amigos?

– ¿Tus amigos? Pues sí, querido; estaban muy preocupados y dijeron que te mejoraras.

– ¿Quiénes?

– ¿Perdón, querido?

– ¿Quiénes? -gritó Harlen, y después se esforzó en bajar la voz-. ¿Quiénes vinieron?

– Bueno, tú dijiste que aquel simpático campesino…, ¿cómo se llama?, Donald, fue al hospital la semana pasada…

– Duane -dijo Harlen-. Y no es un amigo. Es un chico del campo que tiene paja detrás de las orejas. Quiero decir que quién vino a casa a preguntar por mí.

Su madre frunció el entrecejo y se frotó los dedos, como hacía siempre que estaba nerviosa. Harlen pensó que el brillante esmalte rojo de las uñas hacía que sus dedos blancos pareciesen terminar en tocones ensangrentados. La idea le hizo gracia.

– ¿Quiénes? -dijo-. ¿O'Rourke? ¿Stewart? ¿Daysinger? ¿Grumbacher?

Su madre suspiró.

– No puedo recordar los nombres de tus amiguitos, Jimmy, pero tuve noticias de ellos. Al menos por sus madres. Todas están muy preocupadas. Aquella amable señora que trabaja en la cooperativa estaba especialmente interesada.

– La señora O'Rourke. -Harlen suspiró-. Pero ¿no han venido Mike o los muchachos?

Ella plegó bajo el brazo los pijamas de hospital, como si fuese de primordial importancia el limpiarlos. Como si sus pijamas y calzoncillos sucios no hubiesen estado tirados en el suelo de esta misma habitación durante semanas, antes de que ingresara en el hospital.


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