Luego baja de la escalera, retrocede de espaldas y observa el rótulo a distancia. De la tienda salen corriendo tres niños, golpean la escalera y casi la tiran. Restregando las encallecidas manos en los pantalones, refunfuñando, el martillo y los alicates colgando del cinto como revólveres, cansado, achacoso, hablando solo, el viejo Vargas carga la escalera en su hombro y se retira de escena.
– En este largo plano crepuscular -se le ocurrió al escritor- podríamos volver a escuchar parte de aquel diálogo entre la hermosa viuda y el charnego la primera noche que él durmió en el altillo, cuando descubre apoyado en la pared el rótulo represaliado porque está escrito en catalán y ella dice:
SUSANA: «Algún día, volveremos a colgarlo sobre la
puerta de la calle.»
VARGAS: «Algún día, sí.»
SUSANA: «¿Me ayudará usted cuando llegue ese día?»
VARGAS: (Sonriendo animoso) «La ayudaré, sí, señora.
Cuente conmigo.»
– No decían exactamente eso -masculló el director.
– Bueno, ¿pero te vale o no?
El escritor obtuvo una mueca desdeñosa por respuesta. Observó el confiado balanceo del cineasta sobre el abismo y súbitamente recordó una película mala de Joan Fontaine haciendo de mujer mala llamada Ivy (Abismos) en la que se mataba malamente cayendo por el hueco del ascensor.
Y entonces vio al director de cine caer hacia atrás muy despacio, su mano crispada aferrándose inútilmente al tallo del putrefacto y rojo clavel español; vio las suelas cremosas de sus flamantes puntiagudos zapatos italianos en el instante de voltearse y los ojos desorbitados de terror en su entrepierna, girando todo él en el vacío como quien improvisa una voltereta hacia atrás en el césped del jardín para hacer reír a su hijo pequeño… Finalmente vio los titulares de los periódicos del día siguiente:
HORRIBLE MUERTE
DE UN DIRECTOR DE CINE
Y en caracteres más pequeños: «En el momento de la tragedia estaba escribiendo una película en colaboración con un novelista que en diversas ocasiones, siempre que la prensa le pidió su opinión -y cuando no se la pidió, también-, declaró que el ahora difunto cineasta era tonto de solemnidad.»
– Ya veremos -contestó por fin el director-. Las mejores ideas se me ocurren durante el rodaje.
– Ya.
– De veras. Me gusta arriesgar, con los personajes sobre todo. Yo soy partidario de lo que Truffaut llamaba una situación caliente con personajes congelados.
– ¿Seguro que decía eso? -el escritor sonrió-: Me recuerda a la pobre señorita Carmela.
– ¡Maldición! ¿Qué hacemos con ella?
Hitchcock con su barriga de violoncelo sube al tren en Metcalft portando un violoncelo. Poco después, casi a la hora de cerrar el Banco, la señorita Carmela lo ve cruzar impertérrito el vestíbulo, siempre acarreando el voluminoso celo, y pararse a hablar con el vigilante armado de la entrada. Entonces, mientras ella recoge sus objetos personales y los mete en el bolso, ya para irse, Hitchcock y el guardia vuelven la cara al mismo tiempo y miran a la señorita Carmela de soslayo, como si sospecharan de ella.
El simpático asesino psicópata Bruno/Robert Walker con los hombros delicados encogidos como si tuviera escalofríos se dirige a la estación Pensilvania a coger un tren que le llevará a Metcalft en cuyo parque de Atracciones, junto al lago y sobre la hierba de Isla Mágica, debe dejar un encendedor que lleva las iniciales G. H. grabadas y un pequeño relieve como adorno representando dos raquetas de tenis con los mangos cruzados.
El reloj del Banco Central señala la 1.30 horas y la señorita Carmela recoge su bolso y sale a la plaza Lesseps. Aunque tal vez demasiado tarde, ha comprendido al fin: dos violoncelos, dos pies que se topan, dos raíles de tren, dos raquetas cruzadas, dos chicas que se parecen y las dos con idénticas gafas de miope (¡tres, contándose ella también!) y dos elegantes y guapos asesinos, aunque sólo uno de ellos cometa asesinato. Vuelve la cabeza atrás y comprueba que no la sigue nadie. Conforme se aleja de ese Banco que fue cine populoso, de esos ámbitos embrujados llenos de sombras y de voces muertas, la señorita Carmela se tranquiliza.
Bajo el alegre sol de mayo, esperando frente a un paso de peatones con el semáforo en rojo, saca un cigarrillo del bolso y a su lado un hombre atento y elegante y de hombros como frioleros le ofrece lumbre de su mechero.
– ¿Me permite? -sonríe el desconocido.
Buena suerte, señorita Carmela.
Encadena imagen última de Vargas: un anciano cojo y abstraído que está limpiando con un paño el cristal del escaparate de la PAPERERIA I LLIBRERIA «ROSA D'ABRIL», y que tiene un sobresalto cuando unos chicos pasan alborotando con cohetes y petardos y arrojan un trueno de mano entre sus pies.
Sobre la cabeza encanecida del viejo charnego, en el cielo rojo del atardecer, estallan cohetes de fiesta y una música vulgar y chillona se derrama por la colina. Verbena de San Juan, verano de 1985.
– Bueno, ¿y qué diablos hacemos con esta cursi que ve visiones? -insistió el director.
– En mi opinión, la pobre señorita Carmela merece una oportunidad. -El escritor reflexionó-. Bastaría un ligero retoque en la secuencia 82. El encendedor en la mano del hombre (no vemos su rostro) que le ofrece lumbre, lleva grabada la letra V. Es Vargas, ya en sus años de madurez.
El cineasta bramó:
– ¡¿Estás sugiriendo que Vargas tiene una aventura con esa loca solterona?!
– Querido directed by, deberías mostrarte más respetuoso y más comprensivo con tus personajes, sobre todo si son perdedores. La señorita Carmela es una mujer solitaria, sensible y cultivada. No ha tenido mucha suerte en la vida, pero ella suple esa carencia con imaginación y ternura. Y tiene una bonita figura.
El director asintió, resignado:
– Ciertamente, Vargas es un perdedor.
JOEY: «Shane, sabía que ganarías. Estaba
completamente seguro. ¿Ése era él? ¿Era Wilson el
pistolero?»
SHANE: «En efecto, era Wilson. Rápido, muy rápido en
disparar… (Sin; poder contenerse) ¡Pero yo soy
aún más rápido!»
– ¡Corten! -ordena George Stevens saltando de su silla de director y encaminándose hacia Alan Ladd, que interpreta la escena final montado a caballo-. Alan, creo que esta última frase no está en el guión.
– Pues debería estar, George.
– No es necesaria, y por eso no está.
– Cosecha propia -dice Ladd con su encantadora sonrisa rubia-. ¿No te gusta? Se me acaba de ocurrir.
– Pero ¿por qué, Alan?
– Porque es verdad, George. ¡Yo soy el más rápido de la película!
– Cierto, muchacho, lo acabamos de ver. Has liquidado a los hermanos Raiker y a Wilson. Por eso no es necesaria la frase.
Alan Ladd tenía una gran disciplina profesional, además de una puntería infalible. Con su mano enguantada aparta un rubio mechón caído sobre su frente y reflexiona unos segundos. Las muchachas del plató admiran su sonrisa triste de pistolero solitario, su recta espalda desdeñosa de la muerte y los flecos de su elegante cazadora de gamuza blanca bien ceñida por el ancho cinturón.
– De acuerdo, George. No diré la frase.
– Bien, Alan, así me gusta.
– Era muy pretenciosa. Estoy listo para rodar. Cuando quieras.
Stevens mira a su actor con afecto y le guiña el ojo:
– Vamos allá. La humildad es importante en este oficio, hijo.
Vuelve el director a su silla de lona al tiempo que la potente voz de su ayudante ordena:
– ¡Silencio! ¡Rodamos!
Y con voz todavía más autoritaria y poderosa resonando en el silencioso plato, Stevens dice: