Miyurta de vapores envuelta

Rodeaba mi guardia en el suelo tendida,

Acunándome en miyurta palatina.

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud:

Mi antiquísima guardia nocturna ¡Al trono del kan me elevó! En la ventisca y en la llovizna, Que cala hasta dar temblor,

En la densa lluvia y en lluvia normal,

Alrededor de miyurta de campaña

Permanece, sin molestarme, Tranquilizando mi corazón, ¡mi guardia!

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud: Mi fuerte guardia nocturna

¡Al trono me elevó!

Entre enemigos alborotadores,

La aljaba de corteza de abedul Apenas oye un susurro imperceptible Se lanza sin demora a luchar.

Vigilante guardia nocturna mía

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud. Levantando feroces la cerviz bajo la luna Una fiel bandada de lobos

Sale de caza rodeando a su caudillo. Así en la invasión de Occidente

Inseparable de mí es la crin azulada de mi rebaño.

Los blancos colmillos de mi trono, a todas partes conmigo...

Las gracias les doy cantando en el camino...

Estos versos, recitados en voz alta, habrían sido impropios de la boca de Gengis Kan: ¡A buena hora se ocupaba de efusiones sentimentales! Pero de camino, en la silla de la mañana a la tarde, podía permitirse este lujo.

El principal motivo de su exaltación espiritual era que después de diecisiete días flotaba en el cielo una nube blanca sobre su cabeza, de la mañana a la tarde, y donde él iba, allí iba la nube. Se había realizado, pues, la predicción del profeta. ¡Quién lo hubiera pensado! Y en realidad, nada le habría costado matar a aquel hombre extravagante, en aquel mismo momento, por irrespetuosa provocación e insolencia, intolerable incluso de pensamiento. Pero no se había matado al peregrino. Por lo tanto, era la voluntad del destino.

El primer día de campaña, cuando todos los turnen, carros y ganado avanzaban hacia occidente llenando el espacio cual negros ríos en tiempo de crecida, Gengis Kan cambió en plena marcha su cansado corcel a mediodía y miró hacia arriba por casualidad, pero no concedió ninguna importancia a la pequeña nuble blanca que discurría con lentitud y que posiblemente estaba inmóvil en el mismo sitio, precisamente sobre su cabeza: hay tantas nubes flotando por el mundo. Gengis Kan continuó su camino acompañado por los kesegulosy los zhasaulos, que se mantenían a respetuosa distancia, ocupado en sus pensamientos, observando con preocupación los alrededores desde la silla, fijándose en el movimiento de los muchos millares de hombres de su ejército que celosa y obedientemente iban a la conquista del mundo, tan obedientes a su voluntad personal, y tan celosos en el cumplimiento de sus iniciativas, como si no fueran unos hombres íntimamente deseosos de ser tan autoritarios como él, sino los dedos de sus propias manos, que acariciaban las riendas del caballo.

Al mirar de nuevo al cielo y descubrir la misma nube sobre su persona, Gengis Kan tampoco pensó nada especial. No, dominado por sus ideas de conquista del mundo, no pensó por qué la nube seguía por arriba la misma dirección que el jinete seguía por abajo. Además, ¿qué relación podía existir entre ellos?

Tampoco la nube despertó la atención de ninguno de los que iban en campaña, nadie se preocupó de ella, nadie pensó que se había realizado un milagro en pleno día. A qué pasear la mirada por las alturas infinitas si era preciso mirar bajo los pies. El ejército marchaba a su aire, avanzaba en campaña como una masa oscura, por caminos, depresiones y colinas, levantando el polvo con los cascos y las ruedas, dejando detrás un trayecto recorrido quizá definitiva e irreversiblemente. Todo se llevaba a cabo con agrado en beneficio de la manía y la voluntad del kan, y los diez mil hombres avanzaban de buen grado, conducidos e inspirados por él, afanosos de acrecentar su gloria, su poder y sus tierras.

Así avanzaban cuando empezó a caer la tarde. Era preciso instalarse para pernoctar donde les alcanzara la oscuridad, y por la mañana ponerse de nuevo en camino.

Para el descanso del kan y de su séquito, los servidores cherbios habían montado a su debido tiempo las yurtas palaciegas que se dejaban ver ya, a lo lejos, como blancas cúpulas. El estandarte del kan –una bandera negra ribeteada de rojo vivo, con un fogoso dragón bordado en seda y oro vomitando fuego por las fauces– ya ondeaba al viento junto a la principal palaciega. Sin desviar los ojos del camino, los –atletas elegidos y siniestros– permanecían firmes a la espera del soberano.

Allí debía tener lugar un ágape nocturno común, y allí también, después de comer, Gengis Kan se disponía a mantener la primera reunión con los noiones del ejército para estudiar los resultados del primer día de marcha y los planes para el siguiente. El éxito con que había comenzado el gran avance daba a Gengis Kan un talante sociable: no le disgustaría organizar un festín aquella noche para los noiones, escuchar sus discursos y darles sus órdenes, y todo cuanto tuviera a bien decirles –cuando todos y cada uno se convirtieran en un coágulo de atención, como la leche pura coagulada– se diría para los Cuatro Puntos Cardinales. Pronto, todos los Puntos Cardinales del Mundo oirían sumisamente su palabra, para ello conducía ahora sus ejércitos, para confirmar su palabra. Y la palabra es una fuerza eterna.

Luego, sin embargo, Gengis Kan anuló el festín. La turbación de su alma exigía un aislamiento completo. Y he aquí por qué...

Al acercarse al lugar donde debían pernoctar, Gengis Kan había prestado atención, de nuevo, a la conocida nube que estaba sobre su cabeza: era la tercera vez. Y sólo entonces le dio un vuelco el corazón. Impresionado por una increíble sospecha, sintió frío en el cuerpo, y la tierra empezó a flotar ante sus ojos, de modo que apenas tuvo tiempo de agarrarse a las crines del caballo. Nunca le había sucedido una cosa semejante, pues nada propio de la Tierra, de la Etugen de pechos oscuros, base firme del mundo otorgada por el Cielo para vivir y dominar, podía confundirle hasta el punto de obligarle a lanzar una exclamación de sorpresa; al parecer, todo era ya conocido, nada del mundo podía impresionar su mente cruel, entusiasmar o entristecer su espíritu, endurecido en acciones de sangre; nunca se había dado el caso de que, olvidando su dignidad de kan, se agarrara asustado a las crines del caballo como cualquier mujerona. Una cosa así no podía ni debía ser, pues desde hacía mucho tiempo, puede decirse que desde sus primeros años –cuando mató de un flechazo a su hermano de sangre, el adolescente Bekter, en una riña por un pececillo que habían pescado, aunque en realidad no fue por el pececillo sino por haber percibido con su precoz instinto de lobo que sus destinos no cabían en una misma silla de montar– estaba convencido –una vez conocida la estructura de la vida a través del medio más seguro y acertado: la imposición de la fuerza– de que no había ni podía haber nada que no se sometiera a la fuerza, que no cayera de rodillas, que no palideciera, que no se deshiciera en cenizas bajo la presión de la fuerza bruta, ya fuera piedra, fuego, agua, madera, fiera o pájaro, y no hablemos ya del hombre pecador. Cuando la fuerza quebraba a la fuerza, lo sorprendente se convertía en insignificante, y lo maravilloso en mísero. De esto dimanaba una conclusión: todo lo que se pisotea es insignificante, pero todo lo que se prosterna merece condescendencia en la medida del deseo de quien debe otorgarla. El mundo se sostiene sobre esto...


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