De regreso a esta hora avanzada, montado en su Akzhuldús, el fue pasando junto a las tropas que dormían en vivaques y campamentos de carros mientras pensaba en el futuro que le aguardaba y rezaba a Dios pidiéndole ayuda por amor al recién nacido, un ser inocentísimo, pues cada recién nacido es un mensaje de las intenciones de Dios. Según esta intención, un día habrá uno que se presente ante los hombres como el propio Dios con figura humana, y todos verán cómo debe ser un hombre. Pero Dios es el Cielo, incomprensible e inabarcable. Y el Cielo sabe qué destino marcar, quién debe nacer y quién debe vivir.
El Erdene intentaba examinar el espacio estrellado desde la silla, intentaba conjurar mentalmente al Cielo, intentaba oír en su alma la respuesta del destino. Pero el Cielo guardaba silencio. La luna reinaba solitaria en el cenit derramándose invisible en forma de torrente de luz violácea sobre la estepa de Sary-Ozeki, abrazada por el sueño y el misterio de la noche...
Por la mañana, tronaron de nuevo los dobulbasycon sordo fragor ordenando a los hombres que se levantaran, que se armaran, que montaran, y que arrojaran el bagaje al carro; y de nuevo el ejército estepario de Gengis Kan avanzó hacia occidente empujado y animado por el indomable poder del kan.
Era el decimoséptimo día de marcha. Quedaba atrás una amplísima parte del desierto de Sary-Ozeki, la parte más difícil de atravesar, y por delante aparecería dentro de un día o dos la tierra baja del Zhaík; después, el camino conduciría al gran Itil, cuyas aguas separaban la esfera terrestre en dos mitades, occidente y oriente.
Todo seguía como antes. Delante marchaban los abanderados caracoleando sobre negros caballos. Tras ellos iba Gengis Kan acompañado por los kesegulosy por su séquito. Bajo la silla, el paso acompasado de su predilecto Juba, el caballo amblador de blancas crines y cola negra. Y, alegrándole secretamente la vista, alimentando el orgullo del kan ya de por sí difícil de disimular, flotaba como siempre sobre su cabeza su inseparable compañera: la nube blanca. Donde iba él, iba ella. Y por la tierra, llenando el espacio de borde a borde, avanzaba la multitud humana hacia occidente, las columnas, los carros, el ejército de Gengis Kan. Flotaba un rumor en el aire que era como el rumor del mar tempestuoso en la lejanía. Y toda esta muchedumbre, toda esta avalancha de hombres, carros, armas, equipo y ganado, eran la encarnación del poder y de la fuerza de Gengis Kan, todo procedía de él, sus proyectos eran la fuente de todo. Y en aquel momento, montado en la silla, pensaba en lo mismo, en algo que raro mortal se atrevería a pensar: en el ansiado dominio mundial, en un solo Estado universal por los siglos de los siglos, en un Estado que le sería dado gobernar incluso después de su muerte. ¿Cómo? Gracias a sus mandamientos, previamente grabados en unas tablas. Y mientras existieran rocas con sus mandamientos grabados, indicando cómo hay que gobernar el mundo, existiría en el mundo su voluntad. He aquí en qué pensaba el kan en esta hora de camino, y la cautivadora idea de las inscripciones en las piedras como medio para conseguir la inmortalidad ya no le dejaba en paz. Decidió ocuparse de ello aquel invierno en las orillas del Itil. A la espera de cruzar el río, reuniría el consejo de sabios, doctores y adivinos, y les comunicaría sus valiosos pensamientos sobre el Estado eterno, les comunicaría sus mandamientos y éstos serían tallados en las rocas. Sus palabras derribarían el mundo, y todo el universo caería a sus plantas. Para ello iba de campaña, y todo lo existente sobre la tierra debía servir a este objetivo; todo cuanto lo contrariara, todo cuanto no facilitara el éxito de la campaña, debía ser apartado del camino y extirpado.
Y de nuevo empezaron a componerse los versos:
Cual diamantina culminación de mi Estado Instauraré una luminosa luna en el cielo... ¡Sí!Y las hormigas del sendero no podrán evitar Los férreos cascos de mi ejército... ¡Sí!
Las alforjas de la Historia
De la grupa sudorosa de mi corcel
Descargarán mis agradecidos descendientes Comprendiendo las excelencias del poder... ¡Sí!
Y precisamente aquel día informaron a Gengis Kan que una de las mujeres de los carros había dado a luz pese a la severísima prohibición del kan. Había parido a un niño no se sabía de quién. Se lo comunicó el jeptegul Arasán. El jeptegul, de rojas mejillas y ojos inquietos, omnisciente e incansable, también esta vez había sido el primero en traer la noticia. «Mi deber es informarte de cómo son las cosas, Gran Señor, puesto que a este respecto hay un aviso de tu parte», terminó su denuncia con voz ronca (la grasa lo ahogaba) el jeptegul Arasán, cabalgando estribo con estribo al lado del kan para que se oyeran mejor sus palabras bajo el viento.
Gengis Kan no prestó atención de momento, ni respondió inmediatamente al jeptegul. Concentrado en sus pensamientos sobre las queridas tablas, tardó un poco en dejarse dominar por el disgusto que se iba apoderando de él, y durante largo rato no quiso confesarse que no esperaba que semejante noticia le impresionara tanto. Gengis Kan callaba, agraviado; en su disgusto, aceleró la marcha del caballo, y los faldones de su ligera pelliza de marta cebellina volaron hacia los lados cual alas de un pájaro asustado. Y el jeptegulArasán, que corría afanoso a su lado, se encontró en una difícil situación, no sabía qué hacer, ora tiraba de las riendas para no enfurecer en demasía al kan con su presencia, ora iba estribo con estribo para estar en disposición de entender sus palabras, si éstas se pronunciaban; no comprendía ni podía interpretar los motivos del largo silencio del caudillo. Qué le costaba pronunciar tan sólo una palabra: castigadla, e inmediatamente estrangularían a aquella mujer y a su aborto allí mismo, en los carros, ya que había osado dar a luz a despecho de la altísima prohibición. Ahorcarían a la insolente arrastrándola sobre un fieltro como ejemplo para los demás. Y asunto terminado.
De pronto, el kan lanzó unas palabras por encima del hombro, y lo hizo de tal modo que el jeptegulhasta se incorporó sobre la silla:
–¿Cómo es que antes de que esta perra de los carros pariera nadie observó que tuviera la panza gruesa?
El jeptegulArasán aventuró lo que había podido suceder, pero sus palabras eran incoherentes y el kan le cortó autoritariamente:
–¡Cállate!
Al cabo de cierto rato, preguntó irritado:
–Si ésta que ha parido en los carros no está casada con nadie, quién es: ¿una cocinera, una fogonera, una vaquera?
Y quedó sorprendido en extremo al saber que la parturienta era una bordadora de banderas, pues nunca le había pasado por la cabeza que alguien se ocupara de ello, que alguien cortara y bordara los estandartes de oro; del mismo modo que no pensaba que alguien le cosiera las botas o le montara la yurta de turno bajo cuya cúpula discurría su vida. Antes no pensaba en semejantes minucias. ¿Y cómo si no? ¿Acaso las banderas no existían por sí mismas, a su lado y al de su ejército, surgiendo por todas partes cual hogueras encendidas antes de que él apareciera, en los campamentos, en la caballería en marcha, en los combates y en los festines? También ahora estaban a la vista: delante caracoleaban los abanderados iluminando su camino. Él iba de campaña a Occidente para plantar allí sus estandartes después de entregar al pisoteo los estandartes de los demás. Así sería... Nadie ni nada se atrevería a cruzarse en su camino, y toda desobediencia, incluso la más mínima, de los que iban con él a la conquista del mundo, no se cortaría de otra manera que con la pena de muerte. El castigo para conseguir la sumisión: ésta era el arma invariable del poder de uno sobre muchos.