Pero en el caso de la bordadora, la culpable no era sólo ella sino también alguien más, alguien que indiscutiblemente se encontraba en los carros o en el ejército... ¿Pero quién?

A partir de aquel momento, Gengis Kan se puso sombrío, lo que se notaba por su rostro petrificado, por la mirada dura de sus ojos de lince que nunca parpadeaban, y por su postura rígida en la silla, contra el viento. Pero ninguno de los que se atrevían a acercarse a él por asuntos inaplazables sabía que el kan se había puesto sombrío no tanto por haberse descubierto el provocativo acto de desobediencia de una bordadora y de su desconocido amante cuanto porque este caso le recordaba otra historia muy diferente que había dejado en su alma una huella vergonzosa, imborrable y amarga.

Y de nuevo, ensangrentándole y quemándole el alma, vino el recuerdo de algo vivido en su juventud, cuando todavía llevaba su antiguo nombre de Temuchin, cuando aún nadie podía suponer que él, el huérfano y abandonado Temuchin llegaría a ser el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, cuando ni él mismo pensaba en nada semejante. En aquella época de su lejana juventud vivió la tragedia y el deshonor. Su joven esposa Borte, prometida a él por los padres desde la infancia, fue raptada en su luna de miel durante una incursión de la tribu vecina de los merkitos, y cuando consiguió recuperarla en una incursión de represalia habían pasado no pocos días, muchos días y noches, tantos que carecía de fuerzas para contarlos con exactitud, incluso hoy día, cuando iba al frente de un ejército de muchos miles de hombres a la conquista de Occidente, a consolidar su nombre y hacerlo inexpugnable por los siglos en el trono del dominio mundial, para borrarlo y... olvidarlo todo.

En aquella lejana noche, cuando los pérfidos merkitoshuían en desorden después de tres días de sangrientos combates, cuando abandonaban rebaños y campamentos corriendo bajo un empuje terrible e implacable para salvar sus miserables vidas de las represalias, cuando se había cumplido el juramento de venganza, que decía:

... La más antigua bandera, visible desde lejos, Rocié antes con la sangre de las víctimas,Y golpeé mi tambor, de ronco tronar,

Recubierto con piel de buey.

Me subí a mi veloz corcel de negra crin

Me puse mi acolchada coraza

Mi terrible sable en mi mano tomé.

Lucharé hasta la muerte con los merkitos...

Exterminaré al pueblomerkito,

Hasta el niño más pequeño,

Hasta que su tierra quede desierta...

Cuando el terrible juramento se cumplió por completo en una noche de gritos y lamentos, un carro cubierto se alejaba entre los fugitivos, presos por el pánico. «¡Borte! ¡Borte! ¿Dónde estás? ¡Borte!», gritaba Temuchin llamándola desesperado, yendo de un lado para otro sin encontrarla en ninguna parte, y cuando finalmente alcanzó el carro cubierto y sus hombres mataron en marcha al conductor, entonces Borte respondió a la llamada: «¡Estoy aquí! ¡Soy Borte!», y saltó del carro mientras él se deslizaba del caballo al suelo, y ambos se precipitaron uno al encuentro del otro y se abrazaron en la oscuridad. Y en aquel instante, cuando la joven esposa se encontró entre sus brazos sana y salva, él sintió, cual inesperado ataque al corazón, un olor desconocido y ajeno, seguramente el de unos bigotes fuertemente ahumados, el olor que había dejado el contacto de alguien con el cuello tibio y liso de la mujer, y se quedó inmóvil mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Y a su alrededor seguía el combate, la lucha, el castigo de unos por los otros...

A partir de aquel momento ya no volvió a intervenir en la lucha. Instaló a la esposa liberada en un carro, y volvió atrás intentando dominarse para no delatar al instante lo que le estaba quemando por dentro. Y sufrió, luego, toda la vida. Comprendía que si su esposa había estado en brazos de sus enemigos no había sido por su voluntad. Y sin embargo, ¿a qué precio había conseguido escapar al sufrimiento? Verdaderamente, no había caído un solo cabello de su cabeza. A juzgar por todo, Borte no había sido una mártir en su cautiverio, no podía decirse que su aspecto fuera el de una víctima. No, y además no hubo entre ellos una explicación sincera sobre este tema.

Cuando los pocos merkitosque consiguieron emigrar a otros países después de la derrota, o alcanzar lugares de difícil acceso, ya no representaban el más mínimo peligro, cuando se hicieron

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pastores y criados, cuando se convirtieron en esclavos, nadie pudo comprender la implacable crueldad de la venganza de Temuchin, que en aquella época se había convertido ya en Gengis Kan. Como resultado, todos los merkitosque no pudieron huir fueron ejecutados. Y ninguno de ellos pudo ya decir que había tenido alguna relación con su Borte en la época en que ésta se encontraba cautiva de los merkitos.

Más tarde, Gengis Kan tuvo otras tres esposas, pero nada pudo curar el dolor de este primer y cruel golpe del destino. Y así vivía el kan, con este dolor. Con esta herida sangrante en el alma, con esta herida que nadie conocía. Y cuando Borte dio a luz a su primogénito, a su hijo Zhuchi, Gengis Kan sacó escrupulosamente la cuenta y resultó que podía ser de una manera o de otra, el niño podía ser suyo o no serlo. Alguien, que permaneció en el anonimato, había atentado descaradamente contra su honor, le había robado la tranquilidad para toda la vida.

Y aunque el desconocido, el que había motivado el parto en campaña de la bordadora de banderas, no tenía relación alguna con el kan, la sangre del soberano se puso en ebullición.

A veces, un hombre necesita muy poco para que el mundo se derrumbe para él en un abrir y cerrar de ojos, se tuerza y ya no sea el que había tan sólo un momento antes: congruente y aceptable en conjunto... Éste era el cambio que había tenido lugar en el alma del Gran Kan. A su alrededor, todo era lo mismo que antes de la noticia. Sí, delante caracoleaban los abanderados con sus caballos negros y con los estandartes de dragones ondeando al viento; bajo su silla caminaba como siempre su Juba, el caballo amblador; el séquito le seguía respetuosamente, a su lado y a su espalda, en magníficos corceles; la fiel escolta –los escuadrones de los «semi-jefes» – se mantenía a su alrededor; la fuerza demoledora de los turnende su ejército, y los miles de carros que constituían su apoyo, avanzaban por la estepa, por todo el espacio que podía abarcar la vista. Y sobre la cabeza, sobre todo este torrente humano, navegaba por el cielo la fiel nube blanca, la misma que desde los primeros días de la campaña atestiguaba la protección del Cielo Supremo.

Al parecer, todo era como antes, y sin embargo algo de este mundo se había desplazado, había cambiado, provocando en el kan una tempestad gradualmente creciente. ¡Alguien no había escuchado su voluntad, alguien había osado colocar los desenfrenados apetitos carnales por encima de su gran objetivo, alguien había contrariado intencionadamente sus órdenes! Uno de sus jinetes había preferido una mujer en la cama que servir irreprochablemente, que someterse incuestionablemente al kan. Y una insignificante mujer, una bordadora –¿habría otra que supiera bordar y pudiera sustituirla?– había decidido parir despreciando su prohibición, y eso cuando las demás mujeres de los carros habían cerrado sus vientres a la fecundación hasta que él se lo permitiera.


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