Tales pensamientos iban creciendo sordamente como la hierba silvestre, como el bosque natural, ensombreciendo de ira la luz de sus ojos, y aunque el kan comprendía que el caso era insignificante, que convenía no otorgarle una importancia especial, otra voz, autoritaria, poderosa, insistía, con mayor encarnizamiento cada vez, exigiendo un severo castigo, la ejecución de los desobedientes delante de todo el ejército, y ahogaba y arrinconaba cada vez más a otros pensamientos.
El incansable caballo amblador, Juba, del que el kan no había desmontado aquel día, parecía sentir incluso un peso complementario que crecía continuamente, y el infatigable amblador, que siempre corría uniformemente como una flecha, se cubrió de sudorosa espuma, cosa que antes no le ocurría.
Gengis Kan continuó su camino en silencio, con aire amenazador. Y aunque al parecer nada alteraba la campaña, nadie impedía el avance del ejército de la estepa hacia occidente ni la realización de sus grandes proyectos de conquistar el mundo, algo, sin embargo, había sucedido: una piedrecita imperceptible y diminuta se había desprendido de la firme montaña de sus órdenes. Y esto no lo dejaba tranquilo. Pensaba en ello durante el camino, y este pensamiento le molestaba como una púa bajo la uña, de modo que pensando siempre en lo mismo, cada vez se irritaba más con sus acompañantes. ¿Cómo se habían atrevido a no informarle hasta ahora, cuando la mujer ya había dado a luz? ¿Dónde estaban antes, dónde tenían los ojos? ¿Tan difícil era descubrir a una embarazada? Entonces, el caso habría sido distinto, la habrían expulsado a palos como a una perra libidinosa. Pero ahora, ¿qué hacer? Cuando le informaron de lo sucedido, interrogó bruscamente al noion responsable de los carros, a quien había llamado para que le diera explicaciones, y le preguntó cómo había podido suceder que todo pasara inadvertido antes de que la bordadora pariera y de que sus hombres fieles oyeran el llanto del recién nacido. ¿Cómo había podido suceder semejante cosa? A lo que el noion, poco convincente, respondió que la bordadora de banderas, de nombre Dogulang, vivía en unayurta aparte, siempre aislada, no se relacionaba con nadie excusándose en sus ocupaciones, tenía su propio carro y su propia criada, y que cuando alguien iba a verla por algún asunto, aparecía envuelta en un revoltijo de ropa, habitualmente la seda de las banderas que bordaba. La gente pensaba que lo hacía sencillamente por elegancia, porque le gustaba emperifollarse. Por ello resultaba difícil distinguir que estaba embarazada. Se desconocía quién fuera el padre del recién nacido. Todavía no habían interrogado a la bordadora. La criada repetía que no sabía nada. Era como buscar viento en el campo...
Gengis Kan pensaba con disgusto que esta historia era indigna de su noble atención, pero la prohibición de dar a luz la había establecido él, y además, todos los jefes del ejército, temiendo por su cabeza, se habían apresurado a informar de lo sucedido al jefe supremo, de modo que él, el kan, se encontraba prisionero de su propia y noble palabra. Retractarse de la orden dada, no podía. El castigo era inevitable...
Cerca de la medianoche, el Erdene dijo que iba a ver a su jefe, y puso como excusa unos encargos urgentes, pero esto no era más que un pretexto para salir del campamento, para huir aquella misma noche con su amada. No sabía que el kan estaba al corriente de todo, no sabía que no conseguiría huir con Dogulang y el niño.
Llevando el caballo de reserva de la brida como se lleva un perro de caza con el lazo, el Erdene rodeó felizmente el campamento y se acercó al carro junto al que habitualmente se instalaba layurta de Dogulang; le pedía a Dios una sola cosa: no tropezar de pronto con la patrulla móvil del noion. La patrulla del noion era la más quisquillosa y cruel. Cuando advertía que algún guerrero estaba borracho, que había bebido vodka lácteo, no tenía compasión de él, lo enganchaba a un carro en lugar de caballo, y el conductor lo arreaba con el látigo...
Al abandonar su escuadrón y darse a la fuga, Erdene sabía que si lo capturaban le amenazaba el máximo castigo: ahogarlo con fieltro o darle muerte en la horca. Sólo podía haber otra salida si conseguía escapar, huir a tierras lejanas, a otros países.
Reinaba esta vez en la estepa una noche de luna. Los campamentos y los rebaños se extendían por todas partes, y por todas partes dormían los guerreros, amontonados junto a las hogueras medio consumidas. Entre tal cantidad de hombres y de carros, a pocos podía interesar dónde se dirigiera. Con esto contaba el Erdene, y habría conseguido huir con Dogulang y su hijo de no ser por el destino...
Apenas se acercó al campamento de los talleres, comprendió que había ocurrido una desgracia. El saltó de la silla y se quedó inmóvil a la sombra de los caballos, sujetándolos fuertemente por la brida. ¡Sí, había ocurrido una desgracia! Una gran hoguera ardía junto a la del extremo iluminando los alrededores con inquietantes llamaradas. Una decena de zhasauloscharlaban inquietos en voz alta alrededor de la hoguera montados en sus caballos. Los que habían descabalgado, unos tres hombres, enganchaban un carro, el mismo con el que se disponía a huir aquella noche en compañía de Dogulang. Luego Erdene vio que los zhasaulossacaban de layurta a Dogulang con el niño en brazos. La mujer apareció a la luz de la hoguera con su pelliza de marta estrechando al pequeño contra su cuerpo, pálida, indefensa, asustada. Los zhasaulosla interrogaban. Llegaban sus exclamaciones: «¡Responde! ¡Te digo que respondas! ¡Puta, ramera!». Luego llegó el lamento de Altun, la sirvienta. Sí, era su voz, sin ningún género de dudas era la suya. Altun gritaba: «¿Cómo voy a saberlo? ¿Cómo voy a saber de quién lo ha parido? ¡No ha ocurrido ahora, en la estepa! ¿Por qué me pegáis? Ha dado a luz a un niño hace poco, bien lo veis. ¿Y no podéis comprender que todo esto, como muy bien se ve, sucedió hace nueve meses? ¡Cómo voy a saber cuándo y con quién estuvo! ¿Por qué me pegáis? ¡Y por qué le metéis miedo a ella, la habéis asustado de muerte, no veis que lleva un recién nacido! ¿No os ha servido, no ha bordado las banderas de combate que lleváis de campaña? ¿Por qué la estáis matando, por qué?».
Pobre Altun, era como una hierbecita bajo el casco de un caballo, qué podía ella hacer si el propio Erdene no se atrevía a intervenir, y además, ¿qué habría podido hacer contra una decena de zhasaulosarmados? ¿Morir, quizá, llevándose por delante a uno o dos? ¿Pero de qué habría servido? Así vencían siempre los zhasaulos, atacando todos a una. ¡No esperaban otra cosa que atacar en grupo para atormentar, para derramar sangre!
El Erdene vio que los zhasaulosmetían a Dogulang y al niño en un carro, arrojaban dentro a la sirvienta Altun y se las llevaban a algún lugar bajo la noche.
Con esto, todo se calmó, se hizo el silencio en derredor, el campamento quedó desierto. Sólo se oían los ladridos de los perros en alguna parte, el relincho de los caballos y unas voces imprecisas en los lugares de descanso.
La hoguera se iba consumiendo junto a la yurta de la bordadora Dogulang. Tragando la vanidad y los tormentos de la lucha humana, las silenciosas estrellas miraban con su brillo indiferente e impasible aquel espacio abierto como si lo sucedido fuera lo que debía suceder...