Como en sueños, las manos del Erdene, instantáneamente entumecidas y heladas, tentaron la brida en la cabeza del caballo de reserva, se la sacaron sin sentir su propio esfuerzo y la arrojaron a las patas del animal. La brida tintineó sordamente. Erdene sentía su propia respiración, una respiración contenida, pues respirar era cada vez más fatigoso. Pero todavía encontró las fuerzas necesarias para dar un palmetazo a la cerviz del caballo. Aquel animal ahora no servía para nada, ahora era libre, no había ninguna necesidad de él, y el caballo corrió al trote, a su aire, hacia el rebaño nocturno más cercano. Por su parte, el Erdene vagó sin objeto por la estepa, sin saber dónde iba ni por qué. Le seguía de las riendas su Akzhuldúsde estrellada frente, su fiel e inseparable corcel de combate. Con él había luchado el sótnik Erdene, pero con él, al fin, no había conseguido escapar ni apartar de un mal destino el carro con la mujer amada y el niño recién nacido.

Erdene caminaba al azar, como un ciego; sus ojos rebosaban de lágrimas que se deslizaban por la húmeda barba, y la luz lunar, que caía a chorros uniformes, se movía convulsivamente sobre sus curvados y temblorosos hombros... Vagaba como una fiera salvaje solitaria expulsada de la bandada y dejada a su albedrío en medio del mundo: si eres capaz de vivir, vive, si no, muere. Y ninguna otra alternativa... ¿Qué podía hacer ahora? ¿Dónde meterse? No le quedaba otra solución que morir, matarse de una cuchillada en el pecho, en este corazón que le dolía insoportablemente, y así calmar y cortar aquel ardiente dolor, o bien desaparecer, evadirse, huir, perderse en alguna parte para siempre...

El sótnik cayó al suelo y se arrastró sobre el vientre llorando sordamente, desollándose las uñas y las palmas de las manos contra las piedras, pero la tierra no se abría. Luego se puso de rodillas y tentó el cuchillo en su cinto...

La estepa estaba silenciosa, desierta y estrellada. Sólo el fiel caballo Akzhuldús estaba a su lado iluminado por la luna, resoplando a la espera de una orden de su amo...

Aquella mañana, antes de emprender la marcha, los tambores, reunidos previamente en un altozano, dieron el toque de reunión del ejército. Y una vez dada la señal, los dobulbasyya no callaron, sacudiendo los alrededores con un tronar de alarma, con un tronar creciente y agotador. Los tambores de piel de buey retumbaban, se enfurecían como fieras salvajes entrampadas, llamando al castigo de la mala mujer, de la bordadora de banderas –pocos sabían que su nombre fuera Dogulang– que había dado a luz a un niño durante la campaña.

Y bajo el tronar mágico de los tambores se formaron las cohortes a caballo, con todas sus armas, como en una revista, describiendo un semicírculo al pie de la colina, escuadrón tras escuadrón, y en los flancos se colocaron los carros con la impedimenta, y sobre ella toda la gente de los servicios auxiliares, toda suerte de artesanos de la campaña, montadores de yurtas, armeros, guarnicioneros, costureras, hombres y mujeres, todos jóvenes, todos en la época de la fertilidad. Para ellos se montaba el castigo público, para aterrorizarlos y aleccionarlos. ¡Todo aquel que ose infringir las órdenes del kan será privado de la vida!

Los dobulbasycontinuaban redoblando en la colina, helando la sangre en las venas, provocando en las almas el embotamiento del terror, y con ello también la aceptación, e incluso la aprobación, de lo que iba a pasar por voluntad de Gengis Kan.

Y he aquí que bajo el tronar incesante de los dobulbasytransportaron a la colina un palanquín de oro donde estaba el propio kan, el que ordenaba el castigo de la peligrosa desobediente, de la que ni siquiera había confesado el nombre de aquel de quien había parido. Despositaron el palanquín en la parda colina, en medio de las banderas que se bañaban en los primeros rayos del sol y ondeaban al viento con dragones escupiendo fuego bordados en seda. El símbolo del kan era un dragón dando un poderoso salto, pero nadie sospechaba que la bordadora, al dar vida al bordado, no tenía presente al kan sino a otro. A otro que era un dragón impetuoso e intrépido en sus brazos. Y a nadie de los presentes se le ocurrió que era esto lo que ahora pagaba con su cabeza.

El momento se acercaba. Los tambores disminuían poco a poco sus redobles para callar completamente en el instante del castigo, caldeándolo con el tenso silencio de la terrible espera, cuando el tiempo se dilata, se disgrega e inmoviliza, y para luego tronar furiosa y ensordecedoramente de nuevo, acompañando el proceso de cortar la vida con un salvaje retumbar que cautive y provoque en la embriagada conciencia de cada espectador el éxtasis de una venganza ciega, y la alegría maligna y secreta que siente al ver que el castigo de la horca no se le aplica a él sino a otro.

Los tambores se apaciguaron. Todos los reunidos estaban tensos, incluso los caballos se habían quedado inmóviles bajo los jinetes. Pétreamente tenso era también el rostro de Gengis Kan. Sus labios, fuertemente apretados, y la mirada fría y nunca parpadeante de sus estrechos ojos, tenían algo de viperino.

Los tambores dejaron de sonar cuando sacaron a la bordadora de banderas Dogulang de unayurta cercana al lugar del suplicio. Unos fornidos zhasaulosla agarraron por los brazos y la arrastraron a un carro enganchado a un par de caballos. Dogulang iba de pie en el carro, un joven y sombrío zhasaulopermanecía a su lado y la sostenía por detrás.

La gente de la formación empezó a zumbar, especialmente las mujeres: ¡Allí estaba la bordadora! ¡La puta! ¡La esposa de nadie! ¡Por su juventud y su belleza habría podido ser la segunda o tercera mujer de algún noion! Y si hubiera sido algún vejestorio, todavía mejor. No habría sabido qué son penas. ¡Pero no, se lió con un amante y parió, la desvergonzada! ¡Como si le hubiera escupido en la cara al mismo kan! Pues que lo pagara. ¡Que la colgaran de la giba de un camello! ¡Terminó tu juego, maja! La condena implacable de la voz popular era una continuación del iracundo tronar de los dobulbasy, para eso retumbaban los tambores de piel de buey, tan insistentes y ensordecedores, para pasmar, para despertar el odio contra lo que odiaba el propio kan.

–¡Ahí está la sirvienta con el niño! ¡Mirad! –gritaban con gozo maligno las mujeres de los carros. Efectivamente, era la sirvienta Altun. Llevaba al recién nacido envuelto en unos harapos. Acompañada de un zhasaulode mala catadura, acurrucada, mirando temerosa a su alrededor, Altun se dirigió al carro como confirmando con su carga la criminalidad de la bordadora, condenada a muerte.

Así las condujeron, era el aterrador espectáculo que precedía al suplicio. Dogulang comprendía que ahora ya no podía haber ninguna salida: ningún perdón, ninguna gracia.

En la yurta, de donde la habían sacado a rastras hacia el deshonor, había tenido tiempo de amamantar al bebé por última vez. Sin comprender nada, la desgraciada criatura chupaba con tesón sumido en un ligero sueño letárgico bajo el ruido de los tambores que iba calmándose de un modo insinuante. La sirvienta Altun estaba a su lado. Conteniendo el llanto, evitando los sollozos sonoros, se tapaba una y otra vez la boca con la palma de la mano. En aquellos momentos consiguieron intercambiar algunas palabras.

–¿Dónde está él? –murmuró suavemente Dogulang pasándose apresuradamente el niño de un pecho a otro, aunque comprendía que Altun no podía saber lo que ella misma no sabía.


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