–No lo sé –respondió ésta sumida en lágrimas–. Creo que lejos.
–¡Ojalá! ¡Ojalá! –suplicó Dogulang.
La sirvienta asintió amargamente con la cabeza. Ambas pensaban lo mismo: ojalá consiguiera el sótnik Erdene esconderse, huir al galope lo más lejos posible, desaparecer de la vista.
En la yurta oyeron pasos, voces:
–¡Venga, sacadlas! ¡Arrastradlas!
La bordadora estrechó por última vez al niño, inspiró tristemente su olor dulzón y lo entregó a la sirvienta con manos temblorosas:
–Cuida de él mientras viva...
–¡No pienses en esto! –una bola de lágrimas atragantó a Altun, que ya no pudo contenerse más. Se echó a llorar con fuerza y desesperación.
Entonces, los zhasaulosla arrastraron hacia el exterior.
El sol ya se había levantado en la estepa y colgaba sobre el horizonte. Sary-Ozeki extendía sus grandes llanuras esteparias por todas partes, más allá de las tropas y carros congregados, prestos para la marcha después de la ejecución de la bordadora. En una de las colinas brillaba el dorado palanquín del kan. Al salir de la yurta, Dogulang consiguió ver por el rabillo del ojo este palanquín en el que se sentaba el propio kan, inaccesible como Dios, y alrededor del palanquín ondeaban al viento de la estepa las banderas que bordara con sus manos, las banderas con dragones que escupían fuego.
Gengis Kan, sentado solemnemente bajo un baldaquín, lo divisaba todo perfectamente desde la colina: la estepa, el ejército, la gente de los carros. En las alturas, como siempre, flotaba sobre su cabeza la fiel nube blanca. Aquella mañana, la ejecución de la bordadora retrasaba la marcha. Pero era preciso hacer una cosa para proseguir la otra. La ejecución que iba a tener lugar no era la primera ni la última ejecución que presenciaba: los más diversos casos de desobediencia se castigaban por aquel procedimiento, y el kan se convencía cada vez más de que la ejecución pública era necesaria para someter al pueblo a un solo orden de cosas establecido por un personaje supremo, pues tanto el temor como la alegría ruin de que la muerte violenta no le alcanzara a él obligaba a los guerreros a considerar el terrible suplicio como la medida de castigo debida, y por lo tanto no sólo a justificar sino también a aprobar las acciones de la autoridad.
Y esta vez, también, cuando sacaron a la bordadora de la yurta y la obligaron a subir al carro para el deshonroso recorrido, la gente se puso a zumbar y a rebullir como un enjambre. Pero en la cara de Gengis Kan no tembló un solo músculo. Estaba sentado bajo el baldaquín, rodeado de ondeantes banderas y de kesegulos, firmes junto a las astas como ídolos de piedra. El castigo anunciado se calculaba precisamente para esto: todo el mundo sabría que el mínimo obstáculo en el camino de la gran campaña de occidente era intolerable. En su fuero interno, el kan comprendía que habría podido no aplicar un castigo tan cruel a una mujer joven, a una madre, que habría podido perdonarla, pero no veía razón alguna para hacerlo: toda magnanimidad acaba siempre mal, el poder se debilita, los hombres se insolentan. Sí, no se arrepentía de nada, de lo único que estaba descontento era de no haber podido descubrir quién había sido el amante de la bordadora.
Mientras, la condenada a la horca recorría la formación de las tropas y los carros con la ropa desgarrada en el pecho y los cabellos en desorden: los negros y espesos mechones, que centelleaban al sol matutino con brillo de carbón, ocultaban su cara pálida y exangüe. Dogulang, sin embargo, no inclinaba la cabeza, miraba a su alrededor con una mirada ausente y afligida: ya no tenía que esconder nada a los demás. ¡Sí, aquí estaba la mujer que había amado a un hombre más que a su propia vida, aquí estaba su prohibido hijo, nacido de este amor!
Pero la gente deseaba saber, y gritaba:
–Eh, yegua, ¿dónde está tu garañón? ¿Quién es?
Y autoexcitándose y encarnizándose bajo un subconsciente complejo de culpabilidad, la muchedumbre gritaba para librarse cuanto antes de este ruin pecado:
–¡Colgad a esta perra! ¡Colgadla inmediatamente! ¿A qué esperáis?
Los organizadores de la ejecución contaban seguramente con el furor de la multitud para quebrar el ánimo de la bordadora.
Del séquito del kan se separó un jinete, uno de los noiones, un gallardo guerrero de voz penetrante, dispuesto por el kan para este menester. Galopó hacia la fúnebre comitiva: el carro con la bordadora condenada y la sirvienta que iba a su lado con el niño en brazos.
A ver, alto –les detuvo, y dirigiéndose a las filas de jinetes gritó con voz fuerte–: ¡Escuchad todos! ¡Esta desvergonzada criatura debe confesar de quién parió al niño! ¡Con quién se lió! Dime, ¿se encuentra entre estos hombres el padre de tu hijo?
Dogulang respondió que no. Un vivo rumor recorrió las filas.
El carro avanzaba de escuadrón en escuadrón, y los sótnik se gritaban unos a otros:
¡Entre los míos no está! ¿No estará en tu escuadrón ese listillo?
Al mismo tiempo, el de la voz penetrante exigía una y otra vez a la bordadora que le indicara quién era el padre del recién nacido.
Y de nuevo se detenía el carro ante un pelotón de jinetes, y de nuevo la pregunta:
Señala, puta, al hombre de quien pariste.
En una de las formaciones se encontraba el sótnik Erdene sobre su estrellado corcel Akzhuldús al frente de un pelotón. Las miradas de Dogulang y de Erdene se encontraron. En medio del alboroto y el revuelo nadie prestó atención ni advirtió con qué dificultad separaban los ojos uno de otro, ni cómo temblaba Dogulang al apartar de su frente los desparramados cabellos, ni cómo se encendía instantáneamente su rostro para apagarse acto seguido. Sólo el propio Erdene pudo imaginarse lo que le costaba a Dogulang este instantáneo encuentro de sus ojos, qué alegría y qué dolor representaba para ella este momento. A la pregunta del noion de la voz penetrante, Dogulang, vuelta a la realidad, se dominó y respondió de nuevo con firmeza:
–¡No, aquí no está el padre de mi hijo!
Y, de nuevo, nadie prestó atención al sótnik Erdene, que dejó caer la cabeza, pero que al instante, con un esfuerzo de voluntad, se obligó a adoptar un aspecto imperturbable.
Los verdugos estaban preparados. Tres hombres vistiendo negras hopalandas con las mangas remangadas llevaron al centro de la colina a un dromedario tan enorme que un jinete montado en su silla sólo llegaba con la cabeza a la mitad del vientre del animal. A falta de bosque, en los espacios esteparios los nómadas recurrían de antiguo a este procedimiento de ejecución: colgaban a los condenados del espacio situado entre las dos gibas del dromedario, a pares en una misma cuerda, o bien con un contrapeso que solía ser un saco de arena. Este contrapeso estaba ya preparado para la bordadora Dogulang.
Con gritos y palos, los verdugos obligaron al dromedario, que bramaba irritado, a bajarse y a tenderse recogiendo bajo el cuerpo las largas y huesudas patas. La horca estaba preparada.