Revivieron los tambores retumbando ligeramente para tronar con fuerza en el momento necesario ensordeciendo y elevando el ánimo.
Y entonces, el noion de la voz penetrante se dirigió de nuevo a la bordadora, seguramente ya por regodeo:
–Te lo pregunto por última vez. ¡De todos modos vas a morir, puta tonta, y tu aborto tampoco va a vivir! ¿Cómo hemos de interpretarlo? ¿Es posible que no sepas de quién quedaste preñada? Quizá, si te esfuerzas, puedas recordarlo.
–No recuerdo de quién. Fue hace tiempo, lejos de aquí –respondió la bordadora.
Rodó por la estepa la grave y grosera carcajada de los hombres y el maligno chillido de las mujeres.
El noionno se daba por satisfecho.
–¿Hemos de entender, por lo que dices, que te lo agenciaste en el mercado?
–¡Sí, fue en el mercado! –respondió Dogulang con aire de reto.
–¿Un mercader o un vagabundo? ¿O quizá se trataba de un ladrón de mercado?
–No sé si era un mercader, un vagabundo o un ladrón de mercado –repitió Dogulang.
Nuevo estallido de risas y chillidos.
¡Qué importancia tiene para ella que fuera un mercader, un vagabundo o un ladrón, lo importante es que se ocupara de este asunto en un mercado!
Y entonces, inesperadamente, sonó una voz entre las filas de los guerreros. Alguien gritó con voz fuerte y sonora:
–¡Yo soy el padre del niño! ¡Sí, soy yo, por si queréis saberlo!
Todos se callaron al instante, todos quedaron petrificados: ¿Quién sería? ¿Quién respondía, en el último minuto, a la llamada de la muerte que se habría llevado el secreto no revelado de la bordadora?
Y todos quedaron impresionados: el sótnik Erdene salió de las filas espoleando su caballo de frente estrellada. Reteniendo a Akzhuldúsen el sitio, se volvió sobre los estribos hacia la multitud y repitió con voz sonora:
–¡Sí, soy yo! ¡Éste es mi hijo! ¡El nombre de mi hijo es Kunán! ¡La madre de mi hijo se llama Dogulang! ¡Soy el sótnik Erdene!
Con estas palabras, saltó del caballo a la vista de todos y dio un manotazo al cuello del animal, que se apartó de un salto. Quitándose las armas por el camino y echándolas a un lado apresuradamente, se dirigió a la bordadora, que aún retenían los verdugos por los brazos. Caminaba en medio de un completo silencio, y todos veían a un hombre que iba libremente a la muerte. Al llegar a su amada, preparada para la ejecución, el sótnik Erdene cayó de rodillas ante ella y la abrazó. Ella le puso una mano sobre la cabeza y ambos quedaron inmóviles, reunidos de nuevo ante la faz de la muerte.
En este mismo instante redoblaron los dobulbasy, redoblaron todos a la vez y retumbaron bramando insistentemente como un rebaño de bueyes alborotados. Los tambores rugían exigiendo la obediencia general y el éxtasis general de las pasiones. Y todos volvieron de pronto a la realidad, todo volvió a su cauce, sonaron unas órdenes: que todos estuvieran dispuestos para la marcha, para la campaña. Y los tambores proclamaban: ¡Todos como un solo hombre, todos debían cumplir con su deber! Y los verdugos se pusieron inmediatamente manos a la obra. Tres zhasaulosse precipitaron en ayuda de los verdugos. Derribaron al sótnik y le ataron rápidamente las manos a la espalda, hicieron lo mismo con la bordadora, y los arrastraron hacia el dromedario acostado. Les colocaron acto seguido la cuerda común: un lazo para el sótnik, y el otro –pasando entre las gibas del dromedario– al cuello de la bordadora; con una prisa terrible, bajo el incesante tronar de los tambores, empezaron a levantar al dromedario. El animal no deseaba ponerse en pie, se rebelaba. Bramaba, enseñaba los dientes y los hacía chascar con ira. Sin embargo, los golpes y los palos le obligaron a poner en pie toda su enorme estatura. Y por los lados del dromedario colgaron de una sola cuerda, en medio de mortales convulsiones, aquellas dos personas que se habían amado verdaderamente hasta la tumba.
En medio del tumulto de los tambores no todos advirtieron que el palanquín del kan era retirado de la colina. El kan abandonaba el lugar de la ejecución, para él era suficiente; el castigo había conseguido su objetivo, es más, había superado las expectativas: al final se había descubierto al desconocido que poseyera a la bordadora, al que había puesto por encima de todo los placeres de la cama; había resultado ser un sótnik, uno de los sótnik se había descubierto al fin a los ojos de todo el mundo y había recibido el condigno castigo, quizá como desquite por aquel otro, por el antiguo desconocido en cuyos brazos estuviera en otro tiempo su Borte, madre de un primogénito que el kan odió en el fondo de su alma toda la vida...
Los tambores zumbaban, tronaban furiosa e insistentemente acompañando con su rumor el paso del dromedario con los cuerpos ahorcados de los amantes que compartían una sola cuerda atravesada entre las gibas del animal. El sótnik y la bordadora se bamboleaban inanimados en los flancos de la bestia de carga: eran la ofrenda al sangriento pedestal del futuro amo del mundo.
Los dobulbasyno callaban, helaban el alma, ensordecían y embotaban a todos, y cada uno pudo ver con sus propios ojos lo que habría podido sucederle si hubiera actuado contra la voluntad del kan, que marchaba indeclinablemente hacia su objetivo...
Los verdugos zhasaulosdesfilaron con su dromedario –horca móvil– ante las tropas y los carros, y mientras enterraban los cuerpos de los ejecutados en una fosa abierta con antelación, los dobulbasyno callaban, sus servidores trabajaban con los rostros sudorosos.
Al propio tiempo, el ejército se había puesto en camino, y de nuevo la armada esteparia de Gengis Kan avanzaba hacia occidente. La horda a caballo, los carros, los rebaños conducidos como alimentación complementaria, los talleres sobre ruedas de los armeros y otros auxiliares, todos cuantos iban en la campaña, del primero al último, levantaron apresuradamente el campo y abandonaron con la misma prisa aquel lugar maldito de la estepa de Sary-Ozeki; todos se marcharon sin demora, y en el lugar abandonado sólo quedó un alma desconcertada que no sabía dónde meterse ni se atrevía a que recordaran su presencia: la sirvienta Altun con el niño en brazos. Todos la habían olvidado en un instante, todos se apartaban de ella como avergonzándose de que aún existiera, y aparentaban no verla, huían de ella como de un incendio, tenían otras cosas que hacer.
Pronto se hizo el silencio a su alrededor, ya no había dobulbasy, ni arengas, ni banderas... Sólo las huellas de los cascos, y un camino de estiércol indicando la dirección de la campaña, un rastro que desaparecía en la estepa de Sary-Ozeki...
Abandonada por todos en medio de la soledad ensordecedora, la sirvienta Altun iba de un lado a otro recogiendo restos de alimentos chamuscados y abandonados en las hogueras de la víspera, almacenando en una bolsa, como reserva, algunos huesos medio roídos. Entre otras cosas, tropezó con una piel de oveja que alguien había olvidado. Altun se echó la piel sobre los hombros: serviría de yacija nocturna para ella y el niño, cuya madre ahora era ella a su pesar...