Verdaderamente, Altun no sabía qué hacer, qué camino tomar, cómo seguir adelante, dónde buscar cobijo ni cómo alimentar al niño. Mientras lució el sol todavía pudo esperar algún milagro: quizá le sonreiría la suerte, quizá de pronto encontraría algún alojamiento, ayuda de un pastor perdida en la estepa. Así pensaba, así intentaba darse esperanzas esta esclava que por descuido había recibido la libertad y una carga del destino en la que temía pensar. Ciertamente, el recién nacido no tardaría en tener hambre, exigiría leche y moriría de hambre ante sus ojos. Esto la aterrorizaba. Y era impotente para emprender cualquier acción.

En lo único –poco probable– que podía contar Altun era encontrar gente en la estepa, si tal gente existía en semejantes lugares desiertos; si había entre ellos una madre lactante, podía entregarle al niño y ofrecerse como esclava voluntaria...

La mujer erraba desconcertada por la estepa, caminaba al azar, unas veces a oriente, otras a occidente y otras de nuevo a oriente... Iba con el niño en brazos, sin descanso. La jornada se acercaba a mediodía cuando el niño empezó a agitarse cada vez más, a gimotear, a llorar, a pedir el pecho... La mujer le cambió los pañales y siguió adelante acunándolo durante la marcha. Pero pronto el niño se echó a llorar con más fuerza, y ya no se calmaba, lloraba hasta ponerse azul, y entonces Altun se detuvo y gritó desesperada:

–¡Socorro! ¡Socorro! ¿Qué voy a hacer ahora?

En todo el espacio estepario visible no había el más leve humo, la más leve luz. La estepa se extendía a su alrededor, desierta, el ojo no encontraba en qué detenerse... Una estepa sin límites y un cielo sin límites, sólo una pequeña nube blanca girando suavemente sobre sus cabezas...

El niño se retorcía en su llanto. Altun empezó a implorarle y a lamentarse:

–¡Pero bueno, qué quieres de mí, desgraciado! ¡Si no tienes más que siete días! Apareciste en este mundo para tu desgracia... ¿Qué puedo darte para comer, huerfanito? ¿No ves que a tu alrededor no hay un alma? Sólo tú y yo en todo el mundo, sólo tú y yo, desdichados, y sólo una nubecilla blanca en el cielo, ni siquiera algún pájaro, sólo revolotea una nube blanca... ¿Dónde vamos a ir? ¿Con qué te voy a alimentar? Estamos solos, abandonados, tus padres han sido ahorcados y enterrados. ¿Dónde van los hombres con su guerra, por qué la fuerza lucha contra la fuerza con banderas y tambores, qué gana la gente haciéndote desgraciado a ti, que eres un recién nacido?

Altun corrió de nuevo por la estepa estrechando fuertemente al lloroso bebé. Corría para no estar inmóvil, para no estar inactiva, para no deshacerse en vida, de tanto dolor... Y el pequeño no comprendía, se atragantaba en su llanto, exigía lo suyo, exigía la tibia leche materna. Presa de desesperación, Altun se sentó en una piedra, se arrancó el cuello del vestido con lágrimas e ira, y le dio su propio pecho, ya viejo, que nunca conociera niño alguno.

–¡Anda, toma! ¡Convéncete! ¡De haber algo para comer, crees que no te dejaría chupar leche, huérfano desgraciado! ¡Anda, convéncete! ¡Quizá me creas y dejes de atormentarme! ¡Pero qué digo! ¡A quién se lo digo! ¡Qué te importan mis palabras, tontín! ¡Oh, Cielo, qué castigo me has deparado!

El niño calló al instante apenas se apoderó del pecho, adaptó todo su ser a la esperada felicidad, empezó a trabajar y a poner en juego las encías abriendo y cerrando al mismo tiempo los ojitos que resplandecían de gozo.

–¿Y ahora qué? –reprochó la mujer al pequeño sin ira, con cansancio–. ¿Te has convencido? ¿Te has convencido de que chupas sin resultado? La verdad es que ahora vas a llorar mucho más que antes. ¿Y qué haré entonces contigo en esta maldita estepa? Dirás que es un engaño, pero ¿crees que te habría engañado por gusto? He sido esclava toda la vida y nunca he engañado a nadie, mi madre ya me lo decía en la infancia, decía que en China, nosotros, los de nuestra estirpe, nunca engañamos a nadie. Anda, anda, diviértete un poco, pronto sabrás la amarga verdad...

Hablando así, la sirvienta Altun se preparaba para su amargo destino, pero el bebé no parecía tener intención de renunciar al pecho vacío, al contrario, en su diminuta cara se reflejaba una expresión de beatitud...

Altun sacó cuidadosamente el pezón de la boca del pequeño y lanzó una muda exclamación cuando le salpicó un chorrito de leche blanca. Impresionada, dio de nuevo el pecho al niño, volvió a sacar el pezón y otra vez vio la leche. ¡Tenía leche! Ahora sentía claramente la afluencia de cierta fuerza en todo su cuerpo.

–Oh, Dios! –exclamó involuntariamente la sirvienta Altun–. ¡Tengo leche! ¡Leche auténtica! ¡Lo oyes, pequeñín, voy a ser tu madre! ¡Ahora no perecerás! ¡El Cielo nos ha escuchado, eres mi niño martirizado! Tu nombre es Kunán, así te llamaban tus padres, tu padre y tu madre, que se amaron uno a otro para sacarte a la luz y morir por ello. Agradéceselo, niño, a Aquel que ha hecho este milagro: darme leche para ti...

Impresionada por lo sucedido, Altun guardó silencio, hacía calor, el sudor apareció en su frente. Al mirar a su alrededor no observó ni vio nada en aquel espacio sin límites, ni un alma, ni una criatura viviente, sólo el reluciente sol y una solitaria nube blanca que giraba sobre su cabeza.

El bebé se durmió saciando el apetito y paladeando la leche, su cuerpecito se relajó y descansó confiado en el brazo semiarqueado de la mujer. Su respiración era uniforme, y Altun, olvidando cuanto había padecido y venciendo el implacable ruido de los dobulbasyque todavía zumbaba en sus oídos, se entregó a la dulce sensación –antes desconocida– de la madre lactante, descubriendo con ello cierta feliz unidad entre la tierra, el cielo y la leche...

Mientras, la campaña continuaba... El gran ejército de la estepa, del conquistador del mundo, avanzaba cada vez más hacia occidente llevando la marcha prevista. Ejército, carros,yurtas...

Acompañado de la escolta, del séquito y de los abanderados, portadores de ondeantes estandartes en los que figuraban dragones furiosos bordados en seda y escupiendo fuego, avanzaba Gengis Kan montado en su invariable e incansable caballo amblador, de un pelaje que asombraba como el destino mismo: crines blancas y cola negra.

La tierra se deslizaba para atrás crepitando bajo los duros cascos del amblador, la tierra corría para atrás, pero el espacio no disminuía, se extendía continuamente en forma de nuevos y nuevos espacios hasta un horizonte nunca alcanzable. Y no había fin ni límite. Aunque no era más que un granito de arena comparado con la infinitud y grandeza de la tierra, el kan codiciaba poseer todo cuanto era visible e invisible, conseguir que se le reconociera como Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales. Por eso iba a la conquista y conducía a su ejército en la campaña...

El kan era severo y taciturno. Por lo demás, así debía ser. Pero nadie suponía lo que estaba pasando en su alma. Tampoco nadie comprendió nada cuando de pronto sucedió algo completamente inesperado: el kan hizo dar súbitamente la vuelta a su caballo en un giro completo hasta ponerlo en dirección contraria, y el giro fue tan redondo que quienes le seguían apresuradamente a punto estuvieron de tropezar con él, y justo pudieron desviarse a un lado. El kan observó inquieta y vanamente los cielos colocándose la temblorosa mano sobre los ojos: no, no se había retrasado, la nube blanca no se había rezagado por el camino, no estaba delante ni detrás...


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