Tan inesperadamente había desaparecido la nube blanca que invariablemente le acompañaba. Aquel día no volvió a aparecer, ni a la mañana siguiente ni a los diez días. La nube había abandonado al kan.

Al llegar al Itil, Gengis Kan comprendió que el Cielo le había vuelto la espalda. No siguió adelante. Envió a sus hijos y a sus nietos a la conquista de Europa, y él se volvió a Ordos para morir allí y ser enterrado no se sabe dónde...

En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

A mediados de febrero de 1953, entre los trenes de pasajeros que atravesaban la estepa de Sary-Ozeki de oriente a occidente pasó uno con un vagón especial complementario a la cabeza del convoy. Este vagón sin número, enganchado inmediatamente después del de equipajes, no se diferenciaba de los demás por su aspecto externo, pero sólo por su aspecto externo. Una parte del vagón especial era el departamento de correos, y la otra mitad, separada a cal y canto del bloque postal, servía de celda –incomunicada, ferroviaria y judicial– para aquellos individuos que suscitaban el interés especial de los órganos de seguridad del Estado. Esta vez, el individuo en cuestión –gracias al sumario imaginado por Tansykbáyev, juez superior de uno de los distritos operativos de la seguridad del Estado– resultaba ser Abutalip Kuttybáyev. Era él a quien llevaban en el departamento-celda en compañía del propio Tansykbáyev y de una fuerte escolta. Lo llevaban para unos careos en otras ciudades.

Tansykbáyev se mostraba incansable en la consecución del objetivo propuesto: los interrogatorios continuaban durante el camino. Su tarea consistía en descubrir paso a paso la red subversiva creada por los servicios especiales enemigos utilizando a quienes habían huido del cautiverio alemán en circunstancias sospechosas, habían estado en Yugoslavia y habían entrado allí en contacto no sólo con los futuros revisionistas yugoslavos sino también con el espionaje inglés. Era indispensable descubrir a los enemigos de la Unión Soviética, a los que habían reclutado y escondido hasta el momento oportuno, y sólo podía hacerse mediante incansables interrogatorios, confrontación de declaraciones, pruebas directas e indirectas, y sobre todo mediante el triunfo rey de la investigación: la confesión completa de los acusados y el arrepentimiento de sus actos.

La primera fase ya se había llevado a cabo: en el curso de los interrogatorios, Abutalip Kuttybáyev había recordado cerca de una decena de nombres de prisioneros de guerra que habían luchado en Yugoslavia; al comprobarlo, resultó que la mayoría de ellos vivían sanos y salvos en diferentes puntos del país. Aquellos hombres habían sido arrestados, y a su vez, habían dado otros muchos nombres durante los interrogatorios, completando considerablemente la lista de los traidores yugoslavos. En una palabra, el sumario se recubría de carne viva y llegaba a una fase muy seria con la bendición de las autoridades superiores. Éstas eran de la opinión que la profiláctica de descubrir elementos enemigos nunca es perjudicial. Sobre el fondo del conflicto internacional que había estallado con el Partido Comunista Yugoslavo, de la traición de Tito y del anatema ideológico del propio Stalin, en caso de obtener un éxito, éste podía resultar muy provechoso y prometía una «gran cosecha» no sólo al iniciador del proceso, a Tansykbáyev, sino también a muchos de sus colegas de otras ciudades que habían puesto de manifiesto un celo extraordinario, todos por el mismo motivo: deseaban aprovechar la situación para promocionarse. De ahí la coordinación de las actuaciones. En todo caso, en capitales de distrito como Chkálov (antes Orenburg), Kuíbyshev o Sarátov, donde debían llevar a Abutalip Kuttybáyev para careos e interrogatorios cruzados, la llegada de Tansykbáyev era esperada con impaciencia.

Tansykbáyev no perdía el tiempo, le gustaba poner ritmo y energía en el trabajo. No le pasó por alto cómo había influido sobre el acusado abandonar el lugar de reclusión, con qué dolor y tristeza contemplaba a través de las rejas los poblados cercanos a las estaciones que pasaban ante la ventanilla. Tansykbáyev comprendió lo que ocurría en el alma de Kuttybáyev, y en lo posible intentó convencerle, empleando un tono confidencial, de que él, el juez, no le deseaba mal alguno, pues suponía que la culpa del propio Kuttybáyev no era tan grande como eso, que estaba claro, naturalmente, que el espía no era él, Abutalip Kuttybáyev, ni tampoco el jefe de la red de espionaje que los servicios especiales reservaban para el caso de una situación de emergencia en el país, y que si Kuttybáyev ayudaba a los investigadores a descubrir al espía-jefe, y sobre todo a desenmascararlo férreamente en un careo, podría aliviar su suerte. Y no poco. Sin darse cuenta, en cinco o siete años volvería a la familia y a los niños. En cualquier caso, si colaboraba en el curso objetivo de la investigación, evitaría la medida extrema de castigo –el fusilamiento–, y por el contrario, cuanto más quisiera obstinarse, enmarañar el asunto, ocultar la verdad a los órganos de represión, tanto peor para él, tanto mayor sería la desgracia que causara a su familia. Podría suceder que del juicio a puerta cerrada saliera incluso la horca...

Otra carta de triunfo en manos de Tansykbáyev consistía en lo que había sugerido al acusado: si colaboraba, sus notas sobre las leyendas de Sary-Ozeki –especialmente «La leyenda del mankurt» y «El castigo de Sary-Ozeki»– no serían incluidas en el sumario; por el contrario, si Abutalip no colaboraba, Tansykbáyev propondría al tribunal que considerara los textos escritos por él como una velada propaganda de la antigüedad nacionalista. «La leyenda del mankurt» era una llamada al renacimiento de la inútil y olvidada lengua de los antepasados, y una resistencia a la asimilación de la nación, mientras que «El castigo de Sary-Ozeki» era la condena de un poder fuerte, la subversión de la primacía de los intereses del Estado sobre los intereses de la personalidad, la compasión por el podrido individualismo burgués, la condena de la línea general de la colectivización, es decir, de la sumisión del colectivo a un objetivo común, y esto quedaba a un paso de la percepción negativa del socialismo. Como se sabe, cualquier infracción de los principios e intereses socialistas se castigaba severamente... No en vano se castigaba con diez años de campo de concentración a quienes, sin permiso, recogían una espiga del campo colectivo. ¡No hablemos ya del que recogiera «espigas» ideológicas! A éste, la sentencia del tribunal podía aplicar condenas complementarias a tenor de un artículo complementario. Para mayor persuasión, Tansykbáyev leyó en voz alta, varias veces, sus precisas consideraciones sobre los textos de Sary-Ozeki, que no por casualidad habían sido –como subrayaba cada vez– la primera señal para el arresto de Kuttybáyev y la apertura del sumario.

Hacía dos días que el tren estaba en marcha. Y cuanto más se acercaba a Sary-Ozeki más grande era la inquietud de Abutalip al contemplar los espacios en movimiento por la ventanilla enrejada. En las horas libres de interrogatorio, después de los duros aleccionamientos y las furiosas amenazas, podía quedarse a solas consigo mismo encerrado en su departamento-celda recubierto de plancha de hierro. Aquello también era una cárcel, como el semisótano de Alma-Atá, aquí la ventanilla también estaba enrejada y no menos sólidamente que allí, aquí el ojo duro del celador también observaba por la mirilla, mas pese a todo había el movimiento del camino, el lugar cambiaba, y finalmente, aquí estaba libre de la cruel luz del techo que le cegaba todo el día, y sobre todo, aquí acariciaba una esperanza que le hería el alma incesantemente, ora encendiéndose ora apagándose: la esperanza de ver aunque fuera un instante a su mujer y a sus hijos en el apartadero de Boranly-Buránny. En realidad, en todo este tiempo no había podido enviarles una sola carta, una sola noticia, y de ellos no había recibido una sola línea.


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