Estas esperanzas e inquietudes llenaban el alma de Abutalip desde que le llevaron, en coche celular cerrado, a la estación de salidas de Alma-Atá y le metieron en el vagón especial, en un departamento bajo vigilancia. Apenas comprendió, por el curso del movimiento, que el tren iba en dirección a Sary-Ozeki, su alma empezó a gemir y a lamentarse con nueva fuerza: si pudiera ver, aunque fuera por el rabillo del ojo, aunque fuera por un instante, a los niños, a Zaripa. Le daba igual lo que pasara después con tal de poder ver, observar, de pasada...
Los añoraba hasta tal punto que no podía pensar en ninguna otra cosa, sólo rezaba a Dios que el tren pasara por Boranly-Buránny de día, que no fuera de noche, que no fuera en la oscuridad, y que el tren cruzara el apartadero necesariamente cuando Zaripa y los niños estuvieran a la vista y no entre las paredes de la barraca.
Esto era todo lo que le pedía al destino. Era poco, y era mucho. Pero, pensándolo bien, qué le costaba realmente al azar disponerlo así y no de otra manera, por qué los niños y Zaripa no habían de encontrarse en aquel momento al aire libre; los niños podrían jugar a sus juegos, Zaripa podría colgar la ropa de una cuerda y volver la cabeza en mitad de su trabajo para ver el tren que pasaba, mientras que los niños podrían quedarse inmóviles en su sitio mirando las luces de los vagones que pasaban fugazmente. Y podía ocurrir algo que sucedía raramente, pero que sucedía: ¡El tren se detenía en el apartadero algunos minutos! Y en este punto, el alma de Abutalip se deshacía en pedazos: deseaba que aquella felicidad se convirtiera de pronto en realidad, pero mejor que no, no podría soportar la terrible prueba, se moriría, y además le daban lástima los niños: qué sentirían al ver a su padre tras la ventana enrejada, cómo se echarían a llorar... No, no, era mejor no verse...
Y para fortalecerse, para convencer y conjurar al destino a ser benévolo, para que se cumplieran aquellas cosas que deseaba, empezaba una y otra vez a calcular y a contar –orientándose por algunas señales ferroviarias y por las estaciones del camino– las diferentes variantes del avance del tren: era importante establecer en qué parte del día pasarían por el apartadero Boranly-Buránny de Sary-Ozeki. Sin embargo, las dudas y las inquietudes no le abandonaban ni siquiera cuando los cálculos eran favorables, pues el tren podía demorarse, salirse del horario, retrasarse, lo que a menudo sucedía en invierno durante las grandes nevadas. Lo más desagradable sería que el tren atravesara el apartadero de noche, cuando Zaripa y los niños durmieran sin sospechar que su padre pasaba por su lado a unas decenas de metros de la casa. Esta probabilidad no se podía excluir, y Abutalip sufría aún más al reconocer su total indefensión, su completa dependencia del azar.
Abutalip temía también, y rogaba a Dios que le librara de esta desgracia, que el juez Tansykbáyev, de ojos de halcón, le llamara al interrogatorio de turno precisamente en el momento en que atravesaran el apartadero de Boranly-Buránny.
Cuántos obstáculos y peligros se oponían del modo más maligno al deseo de un hombre que sólo anhelaba ver fugazmente a sus seres queridos: era el precio de la privación de libertad, y solamente una cosa le alegraba y le infundía la esperanza de que tendría suerte: la ventanilla de la celda estaba a la derecha en el sentido de la marcha, precisamente del lado en que se alzaba la barraca ferroviaria del apartadero de Boranly-Buránny.
Todos estos pensamientos, temores y dudas arrastraban a Abutalip hacia un remolino de sufrimientos y le distraían de su propio destino; ahora estaba completamente inmerso en una tensa espera, ya no pensaba en sí mismo, ya no deseaba comprender la razón de lo que estaba sucediendo, ya no se daba cuenta de la amenaza que representaban las monstruosas acusaciones presentadas contra él, levantadas contra él por el juez Tansykbáyev, que exigía confesiones sistemáticamente, que iba consiguiendo fanática y cínicamente el objetivo propuesto: descubrir la red de espionaje enemigo que se había fabricado él mismo pero que decía que existía en reserva desde los años de la guerra, descubrirla para liquidarla y defender así la seguridad del Estado.
Ni Dios ni Satán fiscalizaban la labor de Tansykbáyev, y éste todo lo calculaba y determinaba como Dios y Satán, sólo faltaba actuar. Con este fin, trasladaba a Abutalip Kuttybáyev en el departamento celular para enfrentarlo a unos careos y poner los últimos puntos sobre las «íes».
Por su parte, Abutalip sólo rogaba a Dios una cosa: que nada le impidiera ver por la ventanilla del vagón, aunque sólo fuera un instante, a sus hijos Ermek y Daúl, que pudiera ver a Zaripa por última vez, para siempre. No le pedía ya más a la vida. ¡Comprendía, en secreto, amargamente, que así estaba escrito desde que naciera! Que éste sería el último instante de felicidad, que no volvería más a la familia, pues aquello de que lo inculpaba Tansykbáyev –ante el que se encontraba absolutamente indefenso y sin derecho alguno, y por lo tanto igualmente indefenso y sin derechos ante el todopoderoso régimen– no podía amenazar más que con la muerte en un campo de concentración; sería más tarde o más temprano, pero sería la muerte. Abutalip llegó a una conclusión inevitable: era una víctima condenada en manos de Tansykbáyev. A su vez, Tansykbáyev no era más que un pequeño tornillo de aquel absurdo sistema represivo en continuo perfeccionamiento, de un sistema destinado a luchar incesantemente contra los enemigos que intentaban detener el movimiento mundial del socialismo impidiendo el triunfo del comunismo en la tierra.
Cuando esta formulación mágica se aplicaba a cualquiera en forma de acusación, ya no había camino de regreso. Sólo podía enjugarse con algún castigo: el fusilamiento, la privación de libertad por veinte años, por quince, por diez. Otra salida no estaba prevista. En semejantes casos, nadie esperaba otra salida. Tanto la víctima como el represor comprendían igualmente que, una vez en vigor la formulación mágica, no sólo quedaba justificado el represor sino más aún, quedaba obligado a recurrir a cualquier medio para extirpar a los enemigos; el represa-liado, por su parte, era entregado como víctima propiciatoria al sangriento Moloch que aniquilaba todo pensamiento discordante, y quedaba obligado a reconocer que su perdición era una congruente necesidad.
Y así había sido. El tren se deslizaba por la estepa de SaryOzeki, las ruedas giraban, Tansykbáyev y su acusado iban en el mismo vagón para hacer en común –cada uno a su manera–todo lo necesario en bien de la causa trabajadora: desenmascarar una vez más a los enemigos ideológicos ocultos, sin lo cual el socialismo sería impensable, se desharía por sí mismo, se agotaría en la conciencia de las masas. Por ello era indispensable luchar continuamente contra alguien, desenmascarar a alguien, liquidar a alguien...
Y el tren seguía en marcha. Abutalip no podía cambiar su destino de ninguna manera, de ningún modo, y había aceptado forzadamente su amarga suerte como un mal inevitable. Ahora aceptaba lo sucedido tan sumisa y desesperanzadamente como dolorosa y desesperadamente se resistiera al principio. Cada vez estaba más convencido de que aunque se le concediera nacer de nuevo tampoco dejaría de tropezar con la fuerza impersonal e inhumana que estaba detrás de Tansykbáyev. Esta fuerza era mucho más terrible que la guerra y mucho más terrible que el cautiverio, pues era un mal que no tenía plazo, un mal que duraba, quizá, desde la creación del mundo. Posiblemente, Abutalip Kuttybáyev, modesto maestro de escuela, era uno de aquellos individuos del género humano que pagan la prolongada languidez ociosa del diablo en los espacios del universo a la espera de que, en medio de todas las criaturas terrestres, aparezca un hombre que se alíe inmediatamente con él en el culto al triunfo del mal, de día en día y de siglo en siglo. Sí, sólo el hombre puede ser tan celoso portador del mal. Para Abutalip, Tansykbáyev era, en este sentido, el primigenio portador demoníaco. Por ello viajaban en un mismo tren, en un mismo departamento especial, por un mismo asunto extremadamente importante.